Nacimiento
Ultimo día del invierno y primero de la primavera.
Ultimo día de la tibia tiniebla de la entraña
para entrar en la fría luz del mundo.
Yo estaría madura de la sombra, de la nada,
del amor: madura de la carne en que crecía.
Y asomo mi cabeza con un grito:
flor de sangrante herida
cúspide lúcida del dolor mas hondo
jubiloso momento de tragedia!
Mi madre habrá tenido sus ojos, lacrimosa,
a la semilla de las cruces.
Nadie pensaba entonces que relojes
de cuarzo o girasol la esperarían.
Al vórtice de esta hora, cuantos muertos
habrá resucitado en el vagido
que tenia la alcoba de luz verde.
Yo habría de cumplir cuantos designios,
tendría que repetir la mascara de algún antepasado
quién sabe la ponzoña de su alma, o su nobleza;
realizar sus venganzas, restañar sus fracasos.
Venir de la resaca de unos seres lejanos
que se amaron un día
que se encadenaron con la vida
ser argolla mas de esa condena.
Saber que somos frutos de un punto de alegría
y ese germen, ¡Dios mío!
desde qué grietas sube, de qué simas?
De la tibia tiniebla a la luz fría
hendiendo vida y muerte
la frágil levadura su eternidad mordida.

Frente a mi retrato
Enmarcada en rectángulo de sombras
–como de una ventana en el vacío-
mi cara adolescente me contempla.
Viene de lejos la mirada limpia
bajo el ala extendida de las cejas
y se arrodilla, tímida, en los labios.
Limpia mirada en la que cae el mundo
redondo como gota de rocío.
Me miro distante en esa imagen
de flor que va cuajando primavera:
mejillas de pelusa de durazno,
un hoyuelo infantil como si un ángel
hubiera hundido un dedo pequeñito.
En el vaso del cuello la promesa
dormida de las venas que se inician,
del diminuto pie a alas manos finas;
palidez matinal bajo la noche,
partida en dos, de relucientes trenzas.
Son años que está inmóvil esa imagen
mirando en la ventana del vacío.
Mientras tanto llovieron muchas lágrimas
– cinceles en la pulpa de la vida -.
Y ya de norte a sur, de este a oeste,
tormenta en primavera hirió mi frente.
En la mística boca arrodillada
desangró el beso la evidencia humana.
Mi garganta latió su pulso isócrono
en latigazos y en caricias
Mis pies danzaron y mis manos saben
las formas de la arcilla atormentada.
Una ausencia, una muerte y una vida,
desdibujaron el retrato antiguo.
Estoy ahora como he sido siempre,
y como nunca más habré de ser.
Estaba todo escrito en hoja blanca.
Ahora aprendo a deletrear mi adolescencia;
y sólo podré leer mi vida toda
cuando, como hoy me miro en el retrato,
pueda, un día, mirarme desde el marco
sereno, inmarcesible de la muerte.

Juan Gert
Mi sueño se hizo dulcemente cal.
La bóveda perfecta de tu cráneo
enclavada en la mariposa de mis huesos
es frágil tulipán
coronando las alas abiertas de la pelvis.
Sacas el molde al mundo
en mi cintura breve;
recogido y devoto como un rezo,
hilas con mi sangre el Universo,
hijo mío.
Creces dentro de mí
como en vaso ritual.
Por ti conozco
la humildad de ser la tierra fértil,
por ti el orgullo del vital milagro;
por ti soy urna bíblica,
por ti soy comunión y penitencia.
Por ti la muerte en su medalla acuna
perfil de piedra en querubín de niebla.
El vivo tulipán de tu cabeza
saca de nuevo el molde al Universo.

Alegato inútil
Cada día tenemos más salobre la saliva.
La migaja se crispa
ante la entornada puerta del perdón.
Cada día se saltan a las uñas
los dos niños morenos de los ojos
que fueron ángeles despiertos
a celestes honduras.
¿Con qué habrá de rematar el alegato
que está y en el tope del sollozo?
Cada hora se ha hecho voraz
como engranaje de colmillos;
los pasos se han desacostumbrado
a la caricia de la grama húmeda;
el aire avanza granizado de saetas.
Conduélete, Señor, a ti clamamos.
¡Así tu mundo tambalea!
No somos Job, oh Padre; ¡no te tornes padrastro!
¿Acaso estás enfermo, o te pudres
con este vaho que te sube desde nos?
No te tornes padrastro, buen Dios.
Sonríe una vez sobre tu Hechura.
Regresa a tu niñez de Primer Día
cuando soplabas burbujas de color
y te brotaba de las sienes
boscaje y pleamar.
Eras entonces sin arrugas,
y era tu barba de cristal
lira entre los dedos de la luz.
Sonríe, Padre, sobre el Libro mancillado,
y todos en Tu nombre
escribiremos PAZ.
La simple trinidad de una palabra:
bandera universal para soñar;
hostia de comunión para construir;
extramaunción para vivir.
Perdona, Dios, esta mi turbia arena…

Al hombre sin nombre la mujer eterna
Me llegaré al altar del hombre
en ofrenda de huída y rebeldía.
Hombre de ahora y de siempre,
abre tu mano a recibirme
y levántame al cielo como una hostia
aunque soy sólo pétalo de lágrima.
Hombre nuevo y eterno,
escúchame.
Sobre tu pecho roto
llamo y clamo.
Mi palabra golpea
-obsesionante ala obsesionada-
contra las sienes.
Mi palabra del grito
te taladra la frente,
sangre de luz de la herida
bautizará por un instante,
hombre frágil,
a la mujer eterna.
Eterna como el sueño fugaz.
Yo te miro sin ojos desde siempre.
tú me llevas en ti desde que existes.
Si antes no lo sabías,
ahora
ya no lo puedes olvidar.
Yo he crecido en el mar
sobre una ola que se alargó
para volverse tallo.
En ese tallo de agua limpia
he subido a mirar a los ojos de Dios.
Ahora me inclina un hálito a tu mano,
y estoy en ti como la mujer muerta
por la que todos los hombres han llorado.
Tú también has llorado
por tu hija, por tu madre,
por la mujer eterna de cuya muerte vives.
Ya no lo puedes olvidar.
Cuando tus ojos caminen en la sombra,
sentirás todavía por el cuerpo
una dulzura amarga y tibia:
beso en las palmas juntas
y una paloma que huye de tus dedos.
Con mi cara de piedra
yo estoy en la otra orilla.
Existo para ti en este momento;
y para mí no existo
porque soy más que eterna en cinco letras.
En el altar de Hombre fuerte como la vida,
hombre de hierro y hielo,
metal, sangre y espíritu,
cae la ofrenda íntegra
de la mujer lejana.
Mujer de canto y llanto
eterna como el sueño.

Salada Savia
Padre mío, el invierno–espada de tu muerte–
sus varillas de hielo sobre mi pecho inclina.
Crujen las hojas secas en desolada sombra
al filo del minuto que te arrancó a la luz.
Ya no hablaremos nunca del verdeciente pino
aunque giren los meses hacia la primavera;
yo veré conmovida hundirse contra el cielo
la erguida copa oscura, y ya estarán tus ojos
perennemente mudos en el carbón azul.
Se esponjarán los días, descenderán las noches
hacia asoladas playas del Siempre y del Después,
mas la salada savia del amor está herida
al filo el minuto que te quitó de mí.
Contigo platicamos del trino y la gavilla,
del papel y el amigo, la reja y la parábola,
del agridulce zumo en el cristal humano.
Fraternales rondaban por tu voz de maestro
San Francisco de Asís, Don Quijote y Jesús.
Padre mío, en las horas del hogar apacible
devanamos la lana del cotidiano afán;
y siempre tu sonrisa tendía el hilo de oro
que bendecía el agua y suavizaba el pan.
Presagio de ventura, flotaban nuestros nombres
con halo de alegría si los decías tú.
Hoy me duele hasta el nombre que tú ya no pronuncias
y me pesan las manos tendidas hacia ti.
Tus ojos amparaban la senda de mi verso.
Mi infancia en tus rodillas todavía mecía
la muñeca de trapo que el tiempo sepultó.
Ahora me llueven años por cada hora que faltas.
Nuestro pino ha llorado hasta su último espino.
Aúlla la madera de su sillón vacío;
los platos en la mesa tienen sonido a roto;
las pisadas resuenas indagando algún eco.
Esta salada savia del amor se hace niebla
al filo del minuto que te llevó a la luz.

Rebelión
Miraba yo la pampa inmensa soñando con el mar.
Miraba yo la pampa tensa, tan alta, tan serena,
tocando con el cielo su frente de cristal;
un acorde de grises y violetas su manto,
que altura en la belleza!
que altura en la belleza!
que majestad estática en el día altiplánico!
De pronto un niño llora.
Entre la paja brava, con su ponchito viejo
llora un niño. Por que?
Quien sabe…
El indio aymará se lleva el grito en su raza,
y su clamor innato
desgarra la serena nobleza del paisaje.
Un niño, un llanto humano es una herida abierta
que ensangrienta este mundo.
Tiemblan y se estremecen los monolitos míticos:
se rompen y entreveran los caminos de paz.
Hay maldad en la tierra.
Arde lo que era de hielo.
Las palabras suaves se crispan en los puños
desafiando al relámpago.
Corro sobre la pampa desaforadamente;
me quema el corazón como una brasa.
Hay maldad en la tierra, hay injusticia.
Quizás mas lejos halle la bandera que busco.
Quiero la gleba abierta con sus labios de surcos
como un libro de música.
Quiero que se calme este llanto de niño
que es llanto del mundo.

Elegía humilde
Un auto ha arrollado a la vieja sirvienta
¡La pisó como una hoja!
Era una flor del campo, toronjil, yerbabuena.
En la casa hubo duelo
por su muerte de plata.
Esta mujer oscura de noble cepa aymara
endulzaba la vida de seres y de cosas.
Llena está nuestra infancia de su imagen
de Mamita Copacabana;
debajo de su manta de castilla
siempre traía la sorpresa
de frutas, empanadas o juguetes.
¡Ay dulce abuela nuestra
de las macetas y del canario!
Tendida en su mortaja,
con unción le besamos las santas manos toscas
quietas por fin del cotidiano afán.
Parecían avergonzadas del reposo;
dos angelitos blancos bajaron a cubrirlas.
Su nombre era Mama-Usta, y nada más.
Las hadas humildes sólo tienen un nombre
pero es varita mágica de gracia y bendición.
De la mano llevaba a mi padre a la misa;
la conocieron los abuelos y bisabuelos.
Era lazo entre el ahora y lo perdido.
Todo lo daba, todo, su bondad y su alegría,
el cobre de la dádiva, el óleo del consuelo.
Cual sombra milagrosa
colmaba de manjares la olla de cada día,
y con agua y con sol daba celajes
a los visillos y manteles.
Ella prendía el fuego del hogar.
Un auto la ha matado. ¡Ay, Dios mío!
Su frente estaba herida
y su cuerpo, nunca tocado,
salpicado de barro.
Cuando llegaba al cielo,
con un solo zapato, la falda desgarrada
un coro de jilgueros le cantaba aleluyas.
Con humilde inocencia, debió de imaginar
que era fiesta pascual para nosotros.
-¿Como para ella el aleluya?
¿Como para ella nuestro llanto?-
Sencilla y limpia entró en la gloria
cuidando todavía la canasta
para la cena de hoy.
Nuestra Mama Usta ha muerto.
¡Ay canario, ay macetas, patio y agua!

Otoño de tus parques Nueva York
¿Quién ha cantado, Nueva York, la ternura de tu parque en otoño?
¿Quién escuchó el crujido de tus besos dorados
cuando el árbol escuálido dejaba caer sus hojas
bruñidas en la fragua del vientre de la roca?
¡No es cada hoja que cae un pensamiento tuyo?
Ciudad, por qué te miran las gentes con asombro
como si fueras monstruo de millonarios ojos?
¿Por qué todos te buscan en la ascensión del hierro
y nadie en la ternura de tu parque en otoño?
Caminé solitaria tus grandes avenidas,
olvidando tu adusta estructura metálica,
sumisa solamente al suelo en que yergues;
tenías tal nostalgia de una mirada humana
que el suelo sonreía sintiendo que lo amaba.
Será tal vez por eso, ciudad de Nueva York,
que te he sentido mía, como a un hada madrina
cuando, al cruzar tus parques me seguían las hojas
con un rumor profundo, mudo entre los ruidos,
callando su congoja de fracasados soles.
Ame tu pasto mustio cuando soplaba el viento
de los primeros fríos en caída vertical.
Amé las filas secas de los desnudos troncos
que parecían niños hambrientos en la casa
de un potentado avaro, o ateridos obreros
en la huelga obligada de los días sin pan.
Ciudad, ¡cuánto te quiero pensando en tu neblina!
Es así como eres más íntima y más tú,
con los ojos cerrados frente a un cielo naranja,
mandando tu mensaje al Río en que se acuna
la movediza lágrima del humano existir.
Ciudad, yo te conozco porque besé tus pies
en el pasto amarillo de tu Parque en sordina.
Ciudad, yo vi a tus árboles escribir jeroglíficos
en la página abierta del cielo blanquecino
finos trazos oscuros de signo terrenal
y oí entonces el canto litúrgico de seres
que en procesión solemne moraban en tu entraña.
Yo vi en tus muelles fríos flotar los grandes barcos,
y hasta el ala más alta de franjas y de estrellas,
desde el agua, subía tu corazón oculto;
y fue sólo la sombra de mi mano en adiós
que acarició la quilla preñada de tu viajes.
Vi tus puentes saltando la turbulencia humana,
telarañas gigantes de la meditación.
He escuchado en la noche tu íntima voz henchida
de un aliento caliente como un pecho que sueña.
Me he sentido pequeña entre tu red de luces
(pero estaba Aladino conduciendo mis pasos)
y tú me dabas sombras, reflejos, multitud, soledad.
¡Nueva York, ciudad íntima, cómo supe yo amarte
en rincones lejanos donde tú eres más tú!
¿Quién ha cantado, Nueva York, la ternura
del otoño en tus parques?
Dame esa voz-amiga para seguir nombrándote
ceñida contra el noble moverse de tu Hudson.
Dame esa voz-amiga para seguir nombrándote
en las resecas hierbas que tus sandalias doran.
Dame el viento del muelle, la mano de tus puentes.
Nueva York, tú me tienes amándote en tus parques
como otra hoja morena en tu viento de otoño
De: Nadir (1950)

Viaje inútil
Para qué el mar?
Para qué el sol?
Para qué el cielo?
Estoy de viaje hoy día
en viaje de retorno
hacia aquella palabra sin orillas
que es el mar de mi misma
y de tu olvido.
Después de que te he dado mar y cielo
me quedo con la tierra de mi vida
que es dulce como arcilla
mojada en sangre y leche.
Ahora me sobra todo lo que tuve
porque soy como acuario y como roca.
Por mi sangre navegan peces ágiles
y en mi cuerpo se enredan las raíces
de unas plantas violetas y amarillas.
Tengo en la espalda herida
cicatrices de alas inservibles,
y un poquito en mis ojos todavía
hay humedad inútil de recuerdos.
Pero, que importa todo esto ahora?
cuanto estiro los brazos y no hay nada
que no sea yo misma repetida.
Acaso no soy mar y no soy roca?
Misterios de colores en mi vida
suben y bajan en mareas altas
y extraños animales y demonios
se fingen ángeles y helechos en mis grutas.
Están además el mar, el sol, la tierra.
Ahora que he vuelto de un amor inmenso,
tengo ya en la palabra sin orillas
lo que pudo caber entre sus manos.

Canción para no cantar
He inventado una palabra
para tus ojos.
No me pidas que te la nombre.
No ves que en cada cosa
que se dice
algo se acaba?
He tangido una caricia para tu frente.
Si te la doy,
rosada estrella te aromará.
Si te la niego,
en una lágrima me anegaré.
He soñado una canción
para tu voz.
Si te la canto
me besarás.
Y si me callo
te dormirás …
No ves que en cada cosa que se dice
algo se acaba?
Todo lo que llega a ser
luego se muere.
Y lo que no ha nacido,
está en la vida eterna.
Déjame, déjame, déjame
con mi palabra,
con mi silencio …

Carmen María Yolanda Bedregal Iturri, Yolanda Bedregal (21 de septiembre de 1913-La Paz, Bolivia-21 de mayo de 1999, La Paz, Bolivia) Poeta, novelista, cuentista y escultora, fue proclamada «Yolanda de Bolivia» en 1948 por la juventud intelectual del país, representada por el grupo nacional «Gesta Bárbara,» y «Yolanda de América» por la Sociedad Argentina de Escritores. Es considerada una de las figuras más destacadas del postmodernismo hispanoamericano.
Nació en una familia de artistas e intelectuales. Fue hija de Carmen Iturri Alborta y Juan Francisco Bedregal, escritor, catedrático, Rector de la Universidad de La Paz y uno de los grandes representantes del modernismo en Bolivia.
Realizó sus estudios primarios en una escuela pública y concluyó el bachillerato en el Instituto Americano de La Paz. Cursó estudios de arte en la Academia de Bellas Artes, en la que posteriormente enseñó escultura e Historia del Arte. También fue Profesora de estética en la Universidad Mayor de San Andrés. En 1936, viajó a los Estados Unidos, siendo la primera mujer boliviana en obtener una beca de estudios en Barnard College de la Universidad de Columbia.
Fue fundadora y presidenta de la Unión Nacional de Poetas y Escritores y el Comité de Literatura Infantil. Fue Vocal del Concejo Nacional de Cultura y del Concejo Municipal de Cultura dependiente de la Alcaldía de La Paz.
En 1936 publico su primer libro Naufragio y posteriormente Poemar (1937), Ecos (1940),en colaboración con su esposo, Gert Cónitzer, y Nadir (1950), entre otros. Ha publicado más de veinte libros entre poesía, relatos, novela y antologías.
Yolanda Bedregal se considera una de las autoras más importantes de Bolivia.
Premios:
Premio Nacional de Poesía, Premio Nacional del Ministerio de Cultura, Premio Nacional de la Novela «Erich Guttentag» por su primera novela Bajo el oscuro sol, Gran Orden de la Educación Boliviana, Honor Cívico Pedro Domingo Murillo, Honor al Mérito, Escudo de Armas de la Ciudad de La Paz por Servicios Distinguidos y Medalla a la Cultura de la Fundación Manuel Vicente Ballivián. En 1993 fue postulada por Bolivia al premio de Poesía Reina Sofía; en ese mismo año El Consejo Nacional de Derechos de la Mujer de México le otorgó la presea Dama de América. En 1995 recibió la condecoración Franz Tamayo en el grado de Gran Cruz otorgada por la Prefectura del departamento de La Paz. En 1996 el gobierno de Chile la honró con la Medalla Gabriela Mistral. En 1997 el Congreso de Bolivia le impuso la Condecoración Parlamentaria Nacional en el grado de Bandera de Oro. Yolanda Bedregal también fue miembro honorario del Comité Boliviano por la Paz y la Democracia, Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia, Medalla «Jerusalem» de Israel y representante de Bolivia en varios congresos internacionales y fue designada como Embajadora de Bolivia en España.
Yolanda Bedregal fué miembro de número de la Academia Boliviana de la Lengua.
El Estado boliviano instituyó, como homenaje a la escritora, el Premio Nacional de Poesía “Yolanda Bedregal” en el año 2000, que se convoca cada año desde entonces.
Obra poética publicada:
Nadir. La Paz: Empresa Editora «Universo», 1950.
Del mar y la ceniza. Alegatos. Antología. La Paz: Biblioteca Paceña, 1957.
Antología mínima. La Paz: Editorial El Siglo, 1968.
Almadía. 2da ed. La Paz: Librería Editorial Juventud, 1977.
Ecos. 2da ed. La Paz: Librería Editorial Juventud, 1977.
Poemar. 2da. ed. La Paz: Librería Editorial Juventud, 1977.
El cántaro del angelito. La Paz: s. e., 1979. (Poesía juvenil).
Convocatorias. Ecuador: Artes Gráficas Señal Impreseñal, 1994.
Escrito. Quito: Printer Graphic, 1994. (Poesía y cuento).
Enlaces de interés :