15 Poemas de Claudio Rodríguez

Canto del caminar

  …ou le Pays des Vignes?
                                                                     Rimbaud

Nunca había sabido que mi paso
era distinto sobre tierra roja,
que sonaba más puramente seco
lo mismo que si no llevase un hombre,
de pie, en su dimensión. Por ese ruido
quizá algunos linderos me recuerden.
Por otra cosa no. Cambian las nubes
de forma y se adelantan a su cambio
deslumbrándose en él, como el arroyo
dentro de su fluir; los manantiales
contienen hacia fuera su silencio.
¿Dónde estabas sin mí, bebida mía?
Hasta la hoz pregunta más que siega.
Hasta el grajo maldice más que chilla.
Un concierto de espiga contra espiga
viene con el levante del sol. ¡Cuánto
hueco para morir! ¡Cuánto azul vívido, 
cuánto amarillo de era para el roce!
Ni aun hallando sabré: me han trasladado
la visión, piedra a piedra, como a un templo.
¡Qué hora: lanzar el cuerpo hacia lo alto!
Riego activo por dentro y por encima
transparente quietud, en bloques, hecha
con delgadez de música distante
muy en alma subida y sola al raso.
Ya este vuelo del ver es amor tuyo. 
Y ya nosotros no ignoramos que una
brizna logra también eternizarse
y espera el sitio, espera el viento, espera
retener todo el pasto en su obra humilde.
Y cómo sufre cualquier luz y cómo
sufre en la claridad de la protesta.
Desde siempre me oyes cuando, libre
con el creciente día, me retiro
al oscuro henchimiento, a mi faena,
como el cardal ante la lluvia al áspero
zumo viscoso de su flor; y es porque
tiene que ser así: yo soy un surco
más, no un camino que desabre el tiempo.
Quiere que sea así quien me aró. -¡Reja
profunda!- Soy culpable. Me lo gritan.
Como un heñir de pan sus voces pasan
al latido, a la sangre, a mi locura
de recordar, de aumentar miedos, a esta
locura de llevar mi canto a cuestas,
gavilla más, gavilla de qué parva.
Que os salven, no. Mirad: la lavandera
de río, que no lava la mañana
por no secarla entre sus manos, porque
la secaría como a ropa blanca,
se salva a su manera. Y los otoños
también. Y cada ser. Y el mar que rige
sobre el páramo. Oh, no sólo el viento
del Norte es como un mar, sino que el chopo
tiembla como las jarcias de un navío.
Ni el redil fabuloso de las tardes
me invade así. Tu amor, a tu amor temo,
nave central de mi dolor, y campo.
Pero ahora estoy lejos, tan lejano
que nadie lloraría si muriese.
Comienzo a comprobar que nuestro reino
tampoco es de este mundo. ¿ Qué montañas
me elevarían? ¿Qué oración me sirve?
Pueblos hay que conocen las estrellas,
acostumbrados a los frutos, casi
tallados a la imagen de sus hombres
que saben de semillas por el tacto.
En ellos, qué ciudad. Urden mil danzas
en torno mío insectos y me llenan
de rumores de establo, ya asumidos
como la hez de un fermentado vino.
Sigo. Pasan los días, luminosos
a ras de tierra, y sobre las colinas
ciegos de altura insoportable, y bellos
igual que un estertor de alondra nueva.
Sigo. Seguir es mi única esperanza.
Seguir oyendo el ruido de mis pasos
con la fruición de un pobre lazarillo.
Pero ahora eres tú y estás en todo.
Si yo muriese harías de mí un surco,
un surco inalterable: ni pedrisca,
ni ese luto del ángel, nieve, ni ese
cierzo con tantos fuegos clandestinos
cambiarían su línea, que interpreta
la estación claramente. ¿ y qué lugares
más sobrios que estos para ir esperando?
¡Es Castilla, sufridlo! En otros tiempos,
cuando se me nombraba como a hijo,
no podía pensar que la de ella
fuera la única voz que me quedase,
la única intimidad bien sosegada
que dejara en mis ojos fe de cepa.
De cepa madre. Y tú, corazón, uva
roja, la más ebria, la que menos
vendimiaron los hombres, ¿cómo ibas
a saber que no estabas en racimo,
que no te sostenía tallo alguno?

-He hablado así tempranamente, ¿y debo
prevenirme del sol del entusiasmo?
Una luz que en el aire es aire apenas
viene desde el crepúsculo y separa
la intensa sombra de los arces blancos
antes de separar dos claridades:
la del día total y la nublada 
de luna, confundidas un instante 
dentro de un rayo último difuso. 
Qué importa marzo coronando almendros.
Y la noche qué importa si aún estamos 
buscando un resplandor definitivo. 
Oh, la noche que lanza sus estrellas 
desde almenas celestes. Ya no hay nada: 
cielo y tierra sin más. ¡Seguro blanco,
seguro blanco ofrece el pecho mío! 
Oh, la estrella de oculta amanecida 
traspasándome al fin, ya más cercana. 
Que cuando caiga muera o no, que importa. 
Qué importa si ahora estoy en el camino. 

Ajeno

Largo se le hace el día a quien no ama
y él lo sabe. Y él oye ese tañido
corto y duro del cuerpo, su cascada
canción, siempre sonando a lejanía.
Cierra su puerta y queda bien cerrada;
sale y, por un momento, sus rodillas
se le van hacia el suelo. Pero el alba,
con peligrosa generosidad,
le refresca y le yergue. Está muy clara
su calle, y la pasea con pie oscuro,
y cojea en seguida porque anda
sólo con su fatiga. Y dice aire:
palabras muertas con su boca viva.
Prisionero por no querer, abraza
su propia soledad. Y está seguro,
más seguro que nadie porque nada
poseerá; y él bien sabe que nunca
vivirá aquí, en la tierra. A quien no ama,
¿cómo podemos conocer o cómo
perdonar? Día largo y aún más larga
la noche. Mentirá al sacar la llave.
Entrará. Y nunca habitará su casa

Espuma

Miro la espuma, su delicadeza
que es tan distinta a la de la ceniza.
Como quien mira una sonrisa, aquella
por la que da su vida y le es fatiga
y amparo, miro ahora la modesta
espuma. Es el momento bronco y bello
del uso, el roce, el acto de la entrega
creándola. El dolor encarcelado
del mar, se salva en fibra tan ligera;
bajo la quilla, frente al dique, donde
existe amor surcado, como en tierra
la flor, nace la espuma. y es en ella
donde rompe la muerte, en su madeja
donde el mar cobra ser, como en la cima
de su pasión el hombre es hombre, fuera
de otros negocios: en su leche viva.
A este pretil, brocal de la materia
que es manantial, no desembocadura,
me asomo ahora, cuando la marea
sube, y allí naufrago, allí me ahogo
muy silenciosamente, con entera
aceptación, ileso, renovado
en las espumas imperecederas.

Clara Miranda y Claudio Rodríguez

Hilando

Tanta serenidad es ya dolor.
Junto a la luz del aire
la camisa ya es música, y está recién lavada,
aclarada,
bien ceñida al escorzo
risueño y torneado de la espalda,
con su feraz cosecha,
con el amanecer nunca tardío
de la ropa y la obra. Este es el campo
del milagro: helo aquí,
en el alba del brazo,
en el destello de estas manos, tan acariciadoras
devanando la lana:
el hilo y el ovillo,
y la nuca sin miedo, cantando su viveza
y el pelo muy castaño
tan bien trenzado,
con su moño y su cinta;
y la falda segura; sin pliegues, color jugo de acacia.
Con la velocidad del cielo ido,
con el taller, con
el ritmo de las mareas de las calles,
está aquí, sin mentira,
con un amor tan mudo y con retorno,
con su celebración y con su servidumbre.

Claudio y su compañera Clara en Cambridge

Maestría

Maestría de hallar en la blancura

tan de repente, de sentir la arena

donde fue el agua, el agua de la pena

subiendo en pleamar a tu locura.

.

Mi voz hace del sueño calentura

y este asombrar lo vuelve a la azucena.

Lo vuelve a ti, ciprés con luna llena.

¡Maestría sin más que la tersura

.

del cuerpo joven!…Siempre acelerado

por vivo ruiseñor que se desnuda

del paraíso abierto de tu frente,

.

busco junto a la luz, junto al pasado

que es instinto y verdad en lo que duda

lo mismo que la piedra en el torrente.

Claudio, José Hierro y V. Aleixandre

Salvación del peligro

Esta iluminación de la materia,
con su costumbre y con su armonía,
con sol madurador,
con el toque sin calma de mi pulso,
cuando el aire entra a fondo
en la ansiedad del tacto de mis manos
que tocan sin recelo,
con la alegría del conocimiento,
esta pared sin grietas,
y la puerta maligna, rezumando,
nunca cerrada,
cuando se va la juventud, y con ella la luz,
salvan mi deuda. 

Salva mi amor este metal fundido, 
este lino que siempre se devana 
con agua miel,
y el cerro con palomas, 
y la felicidad del cielo, 
y la delicadeza de esta lluvia, 
y la música del
cauce arenoso del arroyo seco,
y el tomillo rastrero en tierra ocre,
la sombra de la roca a mediodía, 
la escayola, el cemento, 
el zinc, el níquel, 
la calidad del hierro, convertido, afinado 
en acero, 
los pliegues de la astucia, las avispas del odio, 
los peldaños de la desconfianza,
y tu pelo tan dulce,
tu tobillo tan fino y tan bravío,
y el frunce del vestido,
y tu carne cobarde…
Peligrosa la huella, la promesa
entre el ofrecimiento de las cosas
y el de la vida.

Miserable el momento si no es canto.

Y llegó la alegría

The nest  of  lovers

                                                                          (Alfistron)

Y llegó la alegría
muy lejos del recuerdo cuando las gaviotas
con vuelo olvidadizo traspasado de alba
entre el viento y la lluvia y el granito y la arena,
la soledad de los acantilados
y los manzanos en pleno concierto
de prematura floración, la savia
del adiós de las olas ya sin mar
y el establo con nubes
y la taberna de los peregrinos,
vieja en madera de nogal negruzco
y de cobre con sol, y el contrabando,
la suerte y servidumbre, pan de ángeles,
quemadura de azúcar, de alcohol reseco y bello,
cuando subía la ladera me iban
acompañando y orientando hacia…

Y yo te veo porque yo te quiero.
No era la juventud, era el amor
cuando entonces viví sin darme cuenta
con tu manera de mirar al viento,
al fruto verdadero. Viste arañas
donde siempre hubo música
lejos de tantos sueños que iluminan
esa manera de mirar las puertas
con la sorpresa de su certidumbre,
pálida el alma donde nunca hubo
oscuridad sino agua
y danza.

Alza tu cara más porque no es una imagen
y no hay recuerdo ni remordimiento,
cicatriz en racimo, ni esperanza,
ni desnudo secreto, libre ya de tu carne,
lejos de la mentira solitaria,
sino inocencia nunca pasajera,
sino el silencio del enamorado,
el silencio que dura, está durando.

Y yo te veo porque yo te quiero.
Es el amor que no tiene sentido.
El polvo de la espuma de la alta marea
llega a la cima, al nido de esta casa,
a la armonía de la teja abierta
y entra en la acacia ya recién llovida
en las alas en himno de las gaviotas,
hasta en el pulso de la luz, en la alta
mano del viejo Terry en su taberna mientras,
toca con alegría y con pureza
el vaso aquel que es suyo. Y llega ahora
la niña Carol con su lucerío,
y la beso, y me limpia
cuando menos se espera.

Y yo te veo porque yo te quiero.
Es el amor que no tiene sentido.
Alza tu cara ahora a medio viento
con transparencia y sin destino en torno
a la promesa de la primavera,
los manzanos con júbilo en tu cuerpo
que es armonía y es felicidad,
con la tersura de la timidez
cuando se hace de noche y crece el cielo
y el mar se va y no vuelve
cuando ahora vivo la alegría nueva,
muy lejos del recuerdo, el dolor solo,
la verdad del amor que es tuyo y mío.

Claudio Rodríguez recibiendo el Premio Príncipe de Asturias 1993 de manos del Príncipe Felipe.

Nuevo día

Después de tantos días sin camino y sin casa 
y sin dolor siquiera y las campanas solas 
y el viento oscuro como el del recuerdo 
llega el de hoy.

Cuando ayer el aliento era misterio 
y la mirada seca, sin resina, 
buscaba un resplandor definitivo, 
llega tan delicada y tan sencilla,
tan serena de nueva levadura 
esta mañana…

Es la sorpresa de la claridad, 
la inocencia de la contemplación, 
el secreto que abre con moldura y asombro 
la primera nevada y la primera lluvia 
lavando el avellano y el olivo 
ya muy cerca del mar. 

Invisible quietud. Brisa oreando
la melodía que ya no esperaba. 
Es la iluminación de la alegría 
con el silencio que no tiene tiempo. 
Grave placer el de la soledad. 
Y no mires el mar porque todo lo sabe
cuando llega la hora
adonde nunca llega el pensamiento
pero sí el mar del alma,
pero sí este momento del aire entre mis manos,
de esta paz que me espera
cuando llega la hora
-dos horas antes de la media noche-
del tercer oleaje, que es el mío.

Claudio Rodríguez junto a la Reina Sofía tras haber sido galardonado con el II Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (BARRIOPEDROEFE)

Gorrión

No olvida. No se aleja

este granuja astuto

de nuestra vida. Siempre

de prestado, sin rumbo,

como cualquiera, aquí anda,

se lava aquí, tozudo,

entre nuestros zapatos.

¿Qué busca en nuestro oscuro

vivir? ¿Qué amor encuentra

en nuestro pan tan duro?

Ya dio al aire a los muertos

este gorrión, que pudo

volar, pero aquí sigue,

aquí abajo, seguro,

metiendo en su pechuga

todo el polvo del mundo.

Don de la ebriedad

Siempre la claridad viene del cielo; 
es un don: no se halla entre las cosas 
sino muy por encima, y las ocupa 
haciendo de ello vida y labor propias. 
Así amanece el día; así la noche 
cierra el gran aposento de sus sombras. 

Y esto es un don. ¿Quién hace menos creados 
cada vez a los seres? ¿Qué alta bóveda 
los contiene en su amor? ¡si ya nos llega 
y es pronto aún, ya llega a la redonda 
a la manera de los vuelos tuyos 
y se cierne, y se aleja y, aún remota, 
nada hay tan claro como sus impulsos! 

Oh, claridad sedienta de una forma, 
de una materia para deslumbrarla 
quemándose a sí misma al cumplir su obra. 
Como yo, como todo lo que espera. 
Si tú la luz te la has llevado toda, 
¿cómo voy a esperar nada del alba? 

Y, sin embargo -esto es un don-, mi boca 
espera, y mi alma espera, y tú me esperas, 
ebria persecución, claridad sola 
mortal como el abrazo de las hoces, 
pero abrazo hasta el fin que nunca afloja. 

A las puertas de la ciudad

Voy a esperar un poco
a que se ponga el sol, aunque estos pasos
se me vayan allí, hacia el baile mío,
hacia la vida mía. Tantos años
hice buena pareja con vosotros,
amigos. Y os dejé, y me fui a mi barrio
de juventud creyendo
que allí estaría mi verbena en vano.
¡Si creí que podíais seguir siempre
con la seca impiedad, con el engaño
de la ciudad a cuestas! ¡Si creía
que ella, la bien cercada, mal cercado
os tuvo siempre el corazón, y era
todo sencillo, todo tan a mano
como el alzar la olla, oler el guiso
y ver que está en su punto! ¡Si era claro:
tanta alegría por tan poco costo
era verdad, era verdad! Ah, cuándo
me daré cuenta de que todo es simple.
¿Qué estaba yo mirando
que no lo vi? ¿Qué hacía tan tranquila
mi juventud bajo el inmenso arado
del cielo si en cualquier parte, en la calle,
se nos hincaba, hacia el trabajo
removiéndonos hondo a pesar nuestro?
Años y años confiando
en nuestros pobres laboreos, como
si fuera nuestra la cosecha, y cuánto,
cuánto granar nos iba
cerniendo la azul criba del espacio,
nada era nuestro ya: todo nuestro amo.
Como el Duero en abril entra la casa
del hombre y allí suena, allí va dando
su eterna empresa y su labor, y, entonces,
¿qué se podría hacer: ponerse a salvo
con el río a la puerta,
vivir como si no entrara hasta el cuarto,
hasta el más simple adobe el puro riego
de la tierra y del mundo?; y bien, al cabo
así nosotros, ¿qué otra cosa haríamos
sino tender nuestra humildad al raso,
secar al sol nuestra alegría, nuestra
sola camisa limpia para siempre?
Basta de hablar en vano
que hoy debo hacer lo que debí haber hecho.
Perdón si antes no os quise dar la mano
pero yo qué sabía. Vuelvo alegre
y esta calma de puesta da a mis pasos
el buen compás, la buena
marcha hacia la ciudad de mis pecados.
¡De par en par las puertas! Voy. Y entro
tan seguro, tan llano
como el que barbechó en enero y sabe
que la tierra no falla, y un buen día
se va tranquilo a recoger su grano.

De: Conjuros

Una pincelada imaginaria

Las corrosiones, las resurrecciones

entre sudario intemporal, la ascesis

aventurada en lujo muy dentro de la historia

y la bilis en flor

entre el azar del mundo y de su forma.

¿De movimiento o de quietud?

Ahora es como un rito acusando y salvando

la configuración, la transfiguración.

Todo aparece y desaparece

en el temblor del pulso de esta mano,

en su honda cerradura boquiabierta,

ojo que ya madura, desvalido

y genital.

¿Quién entra o sale ahora

de la laceración y de la gracia

de esta pincelada

entre la escoria viva?

Sombra de la amapola

Antes de que la luz llegue a su ansia
muy de mañana,
de que el pétalo se haga
voz de niñez,
vivo tu sombra alzada y sorprendida
de humildad, nunca oscura,
con sal y azúcar,
con su trino hacia el cielo,
herida y conmovida a ras de tierra.

Junto a la hierbabuena,
este pequeño nido
que está temblando, que está acariciando
el campo, dentro casi
del surco,
amapola sin humo,
tú, con tu sombra, sin desesperanza,
estás acompañando
mi olvido sin semilla.
Te estoy acompañando.
No estás sola.

Adiós

Cualquier cosa valiera por mi vida
esta tarde. Cualquier cosa pequeña
si alguna hay. Martirio me es el ruido
sereno, sin escrúpulos, sin vuelta
de tu zapato bajo. ¿Qué victorias
busca el que ama? ¿Por qué son tan derechas
estas calles? Ni miro atrás ni puedo
perderte ya de vista. Esta es la tierra
del escarmiento: hasta los amigos
dan mala información. Mi boca besa
lo que muere, y lo acepta. Y la piel misma
del labio es la del viento. Adiós. Es útil
norma este suceso, dicen. Queda
tú con las cosas nuestras, tú, que puedes,
que yo me iré donde la noche quiera.

Una aparición

Llegó con un aliento muy oscuro,
en ayunas,
con apetito seco,
muy seguro y muy libre, sin fatiga,
ya viejo, con arrugas
luminosas,
con su respiración tan inocente,
con su mirada audaz y recogida.
Llegó bien arrimado, bien cantado
en su cuerpo, en su traje sin boda,
con resplandor muy mudo de su paso.
Volvió atrás su mirada
como si hiciera nata antes de queso,
con la desecación sobria y altiva
de sus manos tan sucias,
con sus dientes nublados,
a oscuras, en el polen de la boca.

Llegó. No sé su nombre,
pero lo sabré siempre.
Estaba amaneciendo con un silencio frio,
con olor a resina y a vino bien posado,
entre taberna y juerga.
Y dijo: «Hay un sonido
dentro del vaso» …
¿De qué color?, yo dije. Estás mintiendo.
Sacó un plato pequeño y dibujó en la entraña
de la porcelana,
con sus uñas maduras,
con su aliento y el humo de un cigarro,
una casa,
un camino de piedra estremecida,
como los niños.
—¿Ves?

¿No oyes el viento de la piedra ahora?
Sopló sobre el dibujo
y no hubo nada. «Adiós.
Yo soy el Rey del Humo».

autógrafo

Claudio Rodríguez García(Zamora, España, 30 de enero de 1934-Madrid, España, 22 de julio de 1999).

Hijo de María García Moralejo y de Claudio Rodríguez Diego. Estudió primaria en la escuela de Los Bolos y bachillerato en el Instituto Claudio Moyano. Cuando tenia 13 años muere su padre, quien le había inculcado su amor por la poesía.

En 1948 escribe sus primeras composiciones poéticas,que él llama «ejercicios para piano”, y en 1949 en el diario “El Correo de Zamora”, publica su primer poema, “Nana de la Virgen María”.

A los 18 años gana el  premio Adonais por Don de la ebriedad, una obra que impresiona al poeta Vicente Aleixandre, con el que luego Claudio Rodríguez mantendría una estrecha e íntima amistad.

En 1952 se traslada a Madrid para cursar Filosofía y Letras en la Universidad Central. Se licenció en la sección de Filología Románica, en 1957.

En 1953 conoce a Clara Miranda, quien será su compañera y con quien se casa el 23 de julio de 1959.

Hasta 1958 no publicará su siguiente libro de poemas, Conjuros, y entremedias conoce al poeta vasco Blas de Otero en 1954 (con el que frecuenta el Duero y las tabernas de la ciudad). Con la ayuda inicial de Dámaso Alonso y Vicente Aleixandre viajó a Inglaterra. Allí fue lector de español, primero en Nottingham y luego en Cambridge. Estuvo entre 1958 y 1964, y allí escribió su tercer libro, Alianza y condena. De regreso a Madrid, se dedica a la enseñanza universitaria.

En 1976 publicará su cuarto libro, El vuelo de la celebración, y en 1983 se edita Desde mis poemas, un libro recopilatorio de toda su obra y por el que recibe el Premio Nacional de Literatura. Dos años después, en 1985, aparece Reflexiones sobre mi poesía, y en 1986 recibe el Premio de las Letras de Castilla y León.

En 1987 fue elegido miembro de número de la Real Academia Española de la Lengua para ocupar el sillón I, sustituyendo a Gerardo Diego. Fue nombrado “Hijo Predilecto de la Ciudad de Zamora” (1989) y en 1991 publica su último libro de poemas, Casi una leyenda.

El 28 de mayo de 1993 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras y días después el II Premio Reina Sofía de poesía Iberoamericana.

Murió en Madrid el 22 de julio de 1999.

Obra poética:

  • Don de la ebriedad, Madrid, Adonáis, 1953. (Premio Adonáis)
  • Conjuros, Torrelavega, Ed. Cantalpiedra, 1958.
  • Alianza y condena, Madrid, Revista de Occidente, 1965. (Premio de la Crítica)
  • El vuelo de la celebración, Madrid, Visor, 1976.
  • Casi una leyenda, Barcelona, Tusquets, 1991.
  • Aventura, (edición facsímil), Salamanca, Tropismos, 2005.Claudio

Enlaces de interés :

https://www.claudiorodriguez.com/otras_miradas.html

https://ifc.dpz.es/recursos/publicaciones/27/69/_ebook.pdf

http://fcmanrique.org/recursos/publicacion/poemaslaterales.pdf


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