No encuentro paz, ni me permiten guerra; De fuego devorado, sufro el frío; Abrazo un mundo, y quédome vacío; Me lanzo al cielo, y préndeme la tierra.
Ni libre soy, ni la prisión me encierra; Veo sin luz, sin voz hablar ansío; Temo sin esperar, sin placer río; Nada me da valor, nada me aterra.
Busco el peligro cuando auxilio imploro; Al sentirme morir me encuentro fuerte; Valiente pienso ser, y débil lloro.
Cúmplese así mi extraordinaria suerte; Siempre a los pies de la beldad que adoro, y no quiere mi vida ni mi muerte.
Contemplación
Tiñe ya el Sol extraños horizontes; el aura vaga en la arboleda umbría; y piérdese en la sombra de los montes la tibia luz del moribundo día.
Reina en el campo plácido sosiego, se alza la niebla del callado río, y a dar al prado fecundante riego, cae, convertida en límpido rocío.
Es la hora grata de feliz reposo, fiel precursora de la noche grave… torna al hogar el labrador gozoso, el ganado, al redil, al nido el ave.
Es la hora melancólica, indecisa, en que pueblan los sueños los espacios, y en los aires -con soplos de la brisa- levantan sus fantásticos palacios.
En Occidente el Héspero aparece, salpican perlas su zafíreo asiento y -en tanto que apacible resplandece- no sé qué halago al contemplarlo siento.
¡Lucero del amor! ¡Rayo argentado! ¡Claridad misteriosa! ¿Qué me quieres? ¿Tal vez un bello espíritu, encargado de recoger nuestros suspiros, eres?…
¿De los recuerdos la dulzura triste vienes a dar al alma por consuelo, o la esperanza con su luz te viste para engañar nuestro incesante anhelo?
¡Oh, tarde melancólica!, yo te amo y a tus visiones lánguida me entrego… Tu leda calma y tu frescor reclamo para templar del corazón el fuego.
Quiero, apartada del bullicio loco, respirar tus aromas halagüeños, a par que en grata soledad evoco las ilusiones de pasados sueños.
¡Oh! si animase el soplo omnipotente estos que vagan húmedos vapores, término dando a mi anhelar ferviente, con objeto inmortal a mis amores…
¡Y tú, sin nombre en la terrestre vida, bien ideal, objeto de mis votos, que prometes al alma enardecida goces divinos, para el mundo ignotos!
¿Me escuchas? ¿Dónde estás? ¿Por qué no puedo -libre de la materia que me oprime- a ti llegar, y aletargada quedo, y opresa el alma en sus cadenas gime?
¡Cómo volara hendiendo las esferas si aquí rompiese mis estrechos nudos, cual esas nubes cándidas, ligeras, del éter puro en los espacios mudos!
Mas ¿dónde vais? ¿Cuál es vuestro camino, viajeras del celeste firmamento?… ¡Ah! ¡lo ignoráis!…, seguís vuestro destino y al vario impulso obedecéis del viento.
¿Por qué yo, en tanto, con afán insano quiero indagar la suerte que me espera? ¿Por qué del porvenir el alto arcano mi mente ansiosa comprender quisiera?
Paternal Providencia puso el velo que nuestra mente a descorrer no alcanza, pero que le permite alzar el vuelo por la inmensa región de la esperanza.
El crepúsculo huyó; las rojas huellas borra la luna en su esmaltado coche, y un silencioso ejército de estrellas sale a guardar el trono de la noche.
A ti te amo también, noche sombría; amo tu luna tibia y misteriosa, más que a la luz con que comienza el día, tiñendo el cielo de amaranto y rosa.
Cuando en tu grave soledad respiro, cuando en el seno de tu paz profunda tus luminares pálidos admiro, un religioso afecto el alma inunda:
¡Que si el poder de Dios, y su hermosura, revela el Sol en su fecunda llama, de tu solemne calma la dulzura su amor anuncia y su bondad proclama!
El canto de Altabiscar
Súbito se alza un grito en las montañas de los valientes euskaldunes. Presta todo su oído el bravo echeco-jauna, que de su noble hogar guarda la puerta. -¡Qué es eso!, exclama- y se levanta al punto su perro fiel, irguiendo las orejas. ¡Escuchad! ¡Escuchad cual sus ladridos de Altabiscar en derredor resuenan! pero un ruido mayor, más espantoso, parte veloz de lo alto de Ibañeta, y va, de monte en monte retumbando, a ensordecer las solitarias crestas. ¡Es la voz de un ejército que avanza! otras mil, otras mil responden fieras, del ronco cuerno al áspero sonido, entre montes, peñascos y malezas. ¡Los nuestros son! -El bravo echeco-jauna salta blandiendo la acerada flecha. -¡Con él todos!… ¡Mirad! Sobre esas cimas móvil bosque de lanzas centellea, y en medio, sus colores ostentando, majestuosas ondulan las banderas. ¡Oh!… ¡Qué bajan!… ¡Qué vienen!… ¡Qué desfilan, cual lobos a caer sobre su presa!… ¡Qué guerrero tropel!¡Cuéntalos, mozo! -Diez… Quince… Veinte… Veinticinco… Treinta… ¡Y otros tantos!… ¡Y cien!… Se pierde el número, porque son más, señor, que las arenas. -¿Qué importa? Venid todos, ¡euskaldunes! de cuajo arrancaremos estas peñas, y sobre el vil enjambre de enemigos las lanzarán nuestras nervudas diestras. ¿Qué vienen a buscar a nuestros montes esos hijos del Norte en son de guerra? ¿entre ellos y nosotros puso en balde el mismo Dios una muralla eterna? ¡Caiga sobre ellos, caiga desplomado todo este monte, piedra sobre piedra! ¡A una todos!… ¡Así! -Se anubla el aire; La tierra cruje; los peñascos ruedan; Jinetes y caballos confundidos con sus despojos los breñales siembran; Y palpitan las carnes aplastadas, chorros brotando, que en el suelo humean. ¡Cuántos huesos molidos!¡Cuánta sangre, en la que el sol medroso reverbera!… -¡Huid si aún podéis, reliquias miserables! El que aún tiene bridón métale espuelas, y corra como ciervo perseguido el que aún conserve para hacerlo fuerzas. ¡Huye con tu pendón, rey Carlo-Magno, que el rico manto entre las zarzas dejas, mientras el viento en remolinos barre de tu casco rëal las plumas negras! ¿Qué aguardas? ¿A quién buscas? Tu sobrino, el que rival no tuvo en la pelea, tu famoso Roldán, bravo entre bravos, ¡allí tendido entre los muertos queda! ya huyen veloces, ¡euskaldunes!… ¡Huyen!… ¿Do sus lanzas están? ¿Do sus enseñas? ¡Cuál huyen!… ¡Oh! ¡Cuál huyen!… ¡Cuenta, mozo! ¿Cuántos los vivos son que aún aquí restan? ¿Veinte?… ¿Quince?… ¿Diez?… ¿Ocho?… ¿Siete?… ¿Cinco?… -No, señor. -¿Cuatro?… ¿Dos?…- ¡Ni uno siquiera! Todo acabó. -Valiente echeco-jauna, llama a tu perro; vuelve do te esperan los tiernos hijos, la querida esposa, y en tu cuerno de buey guarda las flechas; Que ya en el campo, herencia de tus padres, puedes dormir tranquilo sobre de ellas. ¡Pronto la noche tenderá su manto, y acudiendo de buitres nube espesa, se cebarán en carnes machacadas, esparciendo las blancas osamentas, que en polvo convertidas por los siglos darán abono a nuestra agreste tierra!
Amor y orgullo
Un tiempo hollaba por alfombras rosas; y nobles vates, de mentidas diosas prodigábanme nombres; mas yo, altanera, con orgullo vano, cual águila real a vil gusano, contemplaba a los hombres.
Mi pensamiento -en temerario vuelo- ardiente osaba demandar al cielo objeto a mis amores, y si a la tierra con desdén volvía triste mirada, mi soberbia impía marchitaba sus flores.
Tal vez por un momento caprichosa entre ellas revolé, cual mariposa, sin fijarme en ninguna; pues de místico bien siempre anhelante, clamaba en vano, como tierno infante quiere abrazar la luna.
Hoy, despeñada de la excelsa cumbre do osé mirar del sol la ardiente lumbre que fascinó mis ojos, cual hoja seca al raudo torbellino, cedo al poder del áspero destino… ¡Me entrego a sus antojos!
Cobarde corazón, que el nudo estrecho gimiendo sufres, dime: ¿qué se ha hecho tu presunción altiva? ¿Qué mágico poder, en tal bajeza trocando ya tu indómita fiereza, de libertad te priva?
¡Mísero esclavo de tirano dueño, tu gloria fue cual mentiroso sueño, que con las sombras huye! Di, ¿qué se hicieron ilusiones tantas de necia vanidad, débiles plantas que el aquilón destruye?
En hora infausta a mi feliz reposo, ¿no dijiste, soberbio y orgulloso: -¿Quién domará mi brío? ¡Con mi solo poder haré, si quiero, mudar de rumbo al céfiro ligero y arder al mármol frío!
¡Funesta ceguedad! ¡Delirio insano! Te gritó la razón… Mas… ¡cuán en vano te advirtió tu locura!… ¡Tú mismo te forjaste la cadena, que a servidumbre eterna te condena, y a duelo y amargura!
Los lazos caprichosos que otros días -por pasatiempo- a tu placer tejías, fueron de seda y oro; los que ahora rinden tu valor primero, son eslabones de pesado acero, templados con tu lloro.
¿Qué esperaste, ¡ay de ti!, de un pecho helado de inmenso orgullo y presunción hinchado, de víboras nutrido? Tú, -que anhelabas tan sublime objeto- ¿cómo al capricho de un mortal sujeto te arrastras abatido?
¿Con qué velo tu amor cubrió mis ojos, que por flores tomé duros abrojos, y por oro la arcilla?… ¡Del torpe engaño mis rivales ríen, y mis amantes, ay, tal vez se engríen del yugo que me humilla!
¿Y tú lo sufres, corazón cobarde? ¿Y de tu servidumbre haciendo alarde quieres ver en mi frente el sello del amor que te devora?… ¡Ah!, Velo, pues, y búrlese en buen hora de mi baldón la gente.
¡Salga del pecho -requemando el labio- el caro nombre de mi orgullo agravio, de mi dolor sustento!… ¿Escrito no le ves en las estrellas y en la luna apacible que con ellas alumbra el firmamento?
¿No le oyes, de las auras al murmullo? ¿No le pronuncia -en gemidor arrullo- la tórtola amorosa? ¿No resuena en los árboles, que el viento halaga con pausado movimiento en esa selva hojosa? De aquella fuente entre las claras linfas, ¿no le articulan invisibles ninfas con eco lisonjero…? ¿Por qué callar el nombre que te inflama, si aún el silencio tiene voz, que aclama ese nombre que quiero…?
Nombre que un alma lleva por despojo; nombre que excita con placer enojo, y con ira ternura; nombre más dulce que el primer cariño de joven madre al inocente niño, copia de su hermosura;
y más amargo que el adiós postrero que al suelo damos, donde el sol primero alumbró nuestra vida, nombre que halaga y halagando mata; nombre que hiere -como sierpe ingrata- al pecho que le anida.
¡No, no lo envíes, corazón, al labio! ¡Guarda tu mengua con silencio sabio! ¡Guarda, guarda tu mengua! ¡Callad también vosotras, auras, fuente, trémulas hojas, tórtola doliente, como calla mi lengua!
A Él
No existe lazo ya: todo está roto: plúgole al cielo así: ¡bendito sea¡ Amargo cáliz con placer agoto: mi alma reposa al fin: nada desea.
Te amé, no te amo ya: piénsolo al menos: ¡nunca, si fuere error, la verdad mire! Que tantos años de amarguras llenos trague el olvido: el corazón respire.
Lo has destrozado sin piedad: mi orgullo una vez y otra vez pisaste insano… Mas nunca el labio exhalará un murmullo para acusar tu proceder tirano.
De graves faltas vengador terrible, dócil llenaste tu misión: ¿lo ignoras? No era tuyo el poder que irresistible postró ante ti mis fuerzas vencedoras.
Quísolo Dios y fue: ¡ gloria a su nombre! Todo se terminó, recobro aliento: ¡Ángel de las venganzas!, ya eres hombre… ni amor ni miedo al contemplarte siento.
Cayó tu cetro, se embotó tu espada… Mas, ¡ay!, cuán triste libertad respiro… Hice un mundo de ti, que hoy se anonada y en honda y vasta soledad me miro.
¡Vive dichoso tú! Si en algún día ves este adiós que te dirijo eterno, sabe que aún tienes en el alma mía generoso perdón, cariño tierno.
Mi mal
En vano ansiosa tu amistad procura adivinar el mal que me atormenta; en vano, amigo, conmovida intenta revelarlo mi voz a tu ternura.
Puede explicarse el ansia, la locura con que el amor sus fuegos alimenta… Puede el dolor, la saña más violenta, exhalar por el labio su amargura..
Mas de decir mi malestar profundo, no halla mi voz, mi pensamiento, medio, y al indagar su origen me confundo:
pero es un mal terrible, sin remedio, que hace odiosa la vida, odioso el mundo, que seca el corazón…¡En fin, es tedio!
Soledad del alma
La flor delicada, que apenas existe una aurora, tal vez largo tiempo al ambiente le deja su olor… Mas, ¡ay!, que del alma las flores, que un día atesora muriendo marchitas no dejan perfume en redor.
La luz esplendente del astro fecundo del día se apaga, y sus huellas aún forman hermoso arrebol… mas ¡ay!, cuando el alma le llega la noche sombría, que guarda el fuego sagrado que ha sido su sol?
Se rompe, gastada, la cuerda del arpa armoniosa, a aún su eco difunde en los aires fugaz vibración… Mas todo es silencio profundo, de muerte espantosa, si dan un pecho amante el postrero tristísimo son…
Mas nada, ni noche, ni aurora, ni tarde indecisa cambian del alma desierta la lúgubre faz… A ella no llegan crepúsculo, aroma ni brisa…; a ella no brindan las sombras ensueños de paz.
Vista los campos de flores gentil primavera, doren las mieses los besos del cielo estival, pámpanos ornen de otoño la faz placentera, lance el invierno brumoso su aliento glacial, siempre perdidas, vagando en su estéril desierto, siempre abrumadas de peso de vil nulidad, gimen las almas do el fuego de amor está muerto… Nada hay que pueble o anime su gran soledad.
A la Luna
Imitación de Byron
¡Sol del que triste vela!
¡Astro de lumbre fría,
cuyos trémulos rayos, de la noche
para mostrar las sombras sólo brillan!
.
¡Oh, cuánto te semejas
de la pasada dicha
al pálido recuerdo, que del alma
sólo hace ver la soledad sombría!
.
Reflejo de una llama
ya oculta o extinguida,
llena la mente, pero no la enciende;
vive en el alma, pero no la anima.
.
Descubre, cual tú, sombras
que esmalta y acaricia;
Y como a ti, tan sólo la contempla
el dolor mudo en férvida vigilia.
Al árbol de Guernica
Tus cuerdas de oro en vibración sonora vuelve a agitar, ¡oh lira!, que en este ambiente, que aromado gira, su inercia sacudiendo abrumadora la mente creadora, de nuevo el fuego de entusiasmo aspira.
¡Me hallo en Guernica! Ese árbol que contemplo, padrón es de alta gloria… de un pueblo ilustre interesante historia…, de augusta libertad sencillo templo, que —al mundo dando ejemplo— del patrio amor consagra la memoria.
Piérdese en noche de los tiempos densa su origen venerable; mas ¿qué siglo evocar que no nos hable de hechos ligados a su vida inmensa, que en sí sola condensa la de una raza antigua e indomable?…
Se transforman doquier las sociedades; pasan generaciones; caducan leyes; húndense naciones… y el árbol de las vascas libertades a futuras edades trasmite fiel sus santas tradiciones.
Siempre inmutables son, bajo este cielo, costumbres, ley, idioma… ¡Las invencibles águilas de Roma aquí abatieron su atrevido vuelo, y aquí luctuoso velo cubrió la media luna de Mahoma!
Nunca abrigaron mercenarias greyes las ramas seculares, que a Vizcaya cobijan tutelares; y a cuya sombra poderosos reyes democráticas leyes juraban ante jueces populares.
¡Salve, roble inmortal! Cuando te nombra respetuoso mi acento, y en ti se fija ufano el pensamiento, me parece crecer bajo tu sombra, y en tu florida alfombra con lícita altivez la planta asiento.
¡Salve! ¡La humana dignidad se encumbra en esta tierra noble que tú proteges, perdurable roble, que el sol sereno de Vizcaya alumbra, y do el Cosnoaga inmoble llega a tus pies en colosal penumbra!
¿En dónde hallar un corazón tan frío, que a tu aspecto no lata, sintiendo que se enciende y se dilata? ¿Quién de tu nombre ignora el poderío, o en su desdén impío, tu vejez santa con amor no acata?
Allá desde el retiro silencioso donde del hombre huía —al par que sus derechos defendía—, del de Ginebra pensador fogoso, con vuelo poderoso, llegaba a ti la inquieta fantasía;
y arrebatado en entusiasmo ardiente —pues nunca helarlo pudo de injusta suerte el ímpetu sañudo—, postró a tu austera majestad la frente y en página elocuente supo dejarte un inmortal saludo.
La Convención Francesa, de su seno ve a un tribuno afamado, levantarse de súbito, inspirado, a bendecirte, de emociones lleno… Y del aplauso al trueno retiembla al punto el artesón dorado.
Lo antigua que es la libertad proclamas… —¡Tú eres su monumento!— Por eso cuando agita raudo viento la secular belleza de tus ramas, pienso que en mí derramas de aquel genio divino el ígneo aliento.
Cual signo suyo mi alma te venera, y cuando aquí me humillo de tu vejez ante el eterno brillo, recuerdo, roble augusto, que doquiera que el numen sacro impera, un árbol es su símbolo sencillo.
Mas, ¡ah, silencio!… El sol desaparece tras la cumbre vecina, que va envolviendo pálida neblina… se enluta el cielo…, el aire se adormece… tu sombra crece y crece… ¡Y sola aquí tu majestad domina!
A la Poesía
¡Oh, tú, del alto cielo precioso don, al hombre concedido! ¡Tú, de mis penas íntimo consuelo, de mis placeres manantial querido! ¡Alma del orbe, ardiente Poesía, dicta el acento de la lira mía!
Díctalo, sí, que enciende tu amor mi seno, y sin cesar ansío la poderosa voz, que espacios hiende, para aclamar tu excelso poderío, y en la naturaleza augusta y bella buscar, seguir y señalar tu huella.
¡Mil veces desgraciado quien -al fulgor de tu hermosura ciego- en su alma inerte y corazón helado no abriga un rayo de tu dulce fuego; que es el mundo, sin ti, templo vacío, cielo sin claridad, cadáver frío!
Mas yo doquier te miro; doquier el alma, estremecida, siente tu influjo inspirador; el grave giro de la pálida Luna, el refulgente trono del Sol, la tarde, la alborada… todo me habla de ti con voz callada.
En cuanto ama y admira, te halla mi mente. Si huracán violento zumba, y levanta el mar, bramando de ira; si con rumor responde soñoliento plácido arroyo al aura que suspira… tú alargas para mí cada sonido y me explicas su místico sentido.
Al férvido verano, a la apacible y dulce primavera, al grave otoño y al invierno cano me embellece tu mano lisonjera; ¡que alcanzan, si los pintan tus colores, calor el hielo, eternidad las flores!
¿Qué a tu dominio inmenso no sujetó el Señor? En cuanto existe hallar tu ley y tus misterios pienso: el Universo tu ropaje viste, y en su conjunto armónico demuestra que tú guiaste la hacedora diestra.
¡Hablas! ¡Todo renace! Tu creadora voz los yermos puebla; espacios no hay que tu poder no enlace; y rasgando del tiempo la tiniebla, de lo pasado al descubrir ruinas, con tu mágica luz las iluminas.
Por tu acento apremiados, levántanse del fondo del olvido, ante tu tribunal, siglos pasados; y el fallo que pronuncias -trasmitido por una y otra edad en rasgos de oro- eterniza su gloria o su desdoro.
Tu genio, independiente rompe las sombras del error grosero; la verdad preconiza; de su frente vela con flores el rigor severo, dándole al pueblo, en bellas creaciones, de saber y virtud santas lecciones.
Tu espíritu sublime ennoblece la lid; tu épica trompa brillo eternal en el laurel imprime; al triunfo presta inusitada pompa; y los ilustres hechos que proclama fatiga son del eco de la fama.
Mas, si entre gayas flores, a la beldad consagras tus acentos; si retratas los tímidos amores; si enalteces sus rápidos contentos; a despecho del tiempo, en tus anales, beldad, placer y amor son inmortales.
Así en el mundo suenan del amante Petrarca los gemidos; los siglos con sus cantos se enajenan; y unos tras otros -de su amor movidos- van de Valclusa a demandar al aura el dulce nombre de la dulce Laura.
¡Oh! No orgullosa aspiro a conquistar el lauro refulgente, que humilde acato y entusiasta admiro, de tan gran vate en la inspirada frente; ni ambicionan mis labios juveniles el clarín sacro del cantor de Aquiles.
No tan ilustres huellas seguir es dado a mi insegura planta… Mas, abrasada al fuego que destellas, ¡oh, genio bienhechor!, a tu ara santa mi pobre ofrenda estremecida elevo, y una sonrisa a demandar me atrevo.
Cuando las frescas galas de mi lozana juventud se lleve el veloz tiempo en sus potentes alas, y huyan mis dichas como el humo leve, serás aún mi sueño lisonjero, y veré hermoso tu favor primero.
Dame que puedas entonces, ¡Virgen de paz, sublime Poesía!, no transmitir en mármoles ni en bronces con rasgos tuyos la memoria mía; sólo arrullar, cantando, mis pesares, a la sombra feliz de tus altares.
Al partir
¡Perla del mar! ¡Estrella de occidente! ¡Hermosa Cuba! Tu brillante cielo la noche cubre con su opaco velo, como cubre el dolor mi triste frente.
¡Voy a partir!… La chusma diligente, para arrancarme del nativo suelo las velas iza, y pronta a su desvelo la brisa acude de tu zona ardiente.
¡Adiós, patria feliz, edén querido! ¡Doquier que el hado en su furor me impela, tu dulce nombre halagará mi oído!
¡Adiós!… Ya cruje la turgente vela… el ancla se alza… el buque, estremecido, las olas corta y silencioso vuela.
Gertrudis Gómez de Avellaneda (Santa María de Puerto Príncipe, Cuba, 23 de marzo de 1814 – Madrid, 1 de febrero de 1873), conocida como «Tula» o «La Avellaneda». Poeta, novelista y dramaturga del Romanticismo. Es considerada como una de las precursoras de la novela hispanoamericana y de la literatura antiesclavista. Fue la primera escritora propuesta para ser miembro de la Real Academia Española, pero fue rechazada por votación por el sólo hecho de ser mujer. Recordemos que la primera mujer en ser admitida como miembro de pleno derecho en la RAE fue Carmen Conde en… ¡1978! .
El tratamiento que dio a sus personajes femeninos la convirtieron en una de las precursoras del feminismo moderno. Tanto Juan Valera como Marcelino Menéndez y Pelayo fueron grandes admiradores de su obra, considerándola como una de las más grandes poetas de lengua castellana y refiriéndose a ella como «la poetisa más grande de los tiempos modernos»
Gertrudis Gomez De Avellaneda fue la hija mayor de Manuel Gómez de Avellaneda y Gil de Taboada, un oficial naval español de Sevilla, y Francisca María del Rosario de Arteaga y Betancourt, cubana, cuyos antepasados provenían del País Vasco y las Islas Canarias. El padre de Gertrudis había llegado a Cuba en 1809 y tenía dos hijos anteriores al matrimonio, y en común tuvieron cinco hijos, pero solo ella y su hermano Manuel sobrevivieron a la infancia. Su padre falleció en 1823, y su madre volvió a casarse diez meses después con el militar español Gaspar Isidoro de Escalada y López de la Peña, de origen gallego, con quien tuvo tres hijos. Gómez de Avellaneda, no mantuvo una buena relación con su padrastro, lo consideraba muy estricto.
A los 13 años, su abuelo materno arregla su compromiso de matrimonio con un rico pariente lejano, pero ella lo rompe a los 15 años, quedando excluida de su testamento.
En 1836 su padrastro convence a su mujer de la conveniencia de vender las propiedades en Cuba e instalarse en la Península.
La familia zarpó hacia Europa el 9 de abril de 1836, y durante los dos meses de viaje, Gómez de Avellaneda compuso uno de sus más conocidos poemas: el soneto «Al partir», una composición antológica por excelencia, marcada por el desgarramiento existencial, y que posteriormente encabezará su producción en el futuro. La familia se estableció durante dos años en La Coruña, donde escribió sus primeras seis composiciones, entre ellas «A la poesía», «A las estrellas», «La serenata», «A mi jilguero». En la capital gallega mantuvo una relación amorosa con el hijo del capitán general de Galicia, Mariano Ricafort Palacín y Abarca, pero el noviazgo se rompe porque el joven Ricafort no consideró oportuno que su novia se dedicara a escribir poesías.
Junto con su hermano Manuel se traslada a Andalucía y allí publicó versos en varios periódicos de Cádiz y Sevilla (La Aureola de Cádiz y El Cisne de Sevilla) bajo el seudónimo de La Peregrina, que le granjearon una gran reputación. Instalada definitivamente en Sevilla, es donde en 1839 conoce al que será el primer gran amor de su vida, Ignacio de Cepeda y Alcalde, con el que vive una tormentosa relación amorosa, nunca correspondida de la manera apasionada que ella anhelaba, pero que le dejará una imborrable huella. Para él escribió una autobiografía y gran cantidad de cartas publicadas a la muerte de su destinatario.
En 1840, estrenó en Sevilla su primer drama Leoncia. Posteriormente se instala en Madrid donde en 1940 publica su primer poemario Poesías, que contenía el soneto «Al partir». En Madrid participa en las veladas literarias del reconocido Liceo madrileño, donde se relaciona con los grandes escritores e intelectuales de la época: Alberto Lista, Juan Nicasio Gallego, Manuel Quintana, Bernardino Fernández de Velasco, duque de Frías, Nicomedes Pastor Díaz, José Zorrilla, Francisco de Paula y Mellado, entre otros, que se convertirán en sus protectores y amigos.
En 1841 publica la novela Sab, considerada la primera novela antiesclavista , anterior incluso a Uncle Tom’s Cabin, La cabaña del tío Tom, de la escritora estadounidense Harriet Beecher Stowe que se publicó primero como serial en prensa y después como libro… en 1852: once años más tarde que Sab.
En 1842 publica Dos mujeres, novela en la que apoya el divorcio como la solución a una unión no deseada, cosechando sus primeros detractores por el abierto feminismo que ya destaca en su obra. Su tercera novela será Espatolino, obra de corte social, en la que denuncia la terrible situación en que se encuentra el sistema penitenciario de entonces. En 1844 estrena Alfonso Munio su segunda obra de teatro con la que alcanza gran fama y triunfo y obtuvo los dos primeros premios de un certamen poético organizado por el Liceo Artístico y Literario de Madrid, momento a partir del cual Gómez de Avellaneda figuró entre los escritores de mayor renombre de su época, convirtiéndose en la mujer más importante de todo Madrid, después de Isabel II.
En 1845, después de una tormentosa relación con el poeta sevillano Gabriel García Tassara se encuentra embarazada y soltera en el Madrid de mediados del siglo XIX. En abril de 1845 nace su hija María,( Brenhilde), pero la niña nace muy enferma y muere a los siete meses sin que su padre se interese por conocerla.
En 1846 se casó con don Pedro Sabater, gobernador civil de Madrid. Era un hombre con aficiones literarias, adinerado y algo más joven que ella. Sin embargo, este padece una grave enfermedad, y los recién casados viajan a París en el intento de buscar una cura a la dolencia del enfermo, pero el 1 de agosto, durante el regreso, don Pedro Sabater muere en Burdeos. Gómez de Avellaneda, totalmente desesperada se recluyó en un centro espiritual perteneciente a la Congregación La Sagrada Familia de Burdeos, lugar donde escribió composiciones poéticas de carácter místico cuyo manuscrito inicial se perdió, pero que, posteriormente, apareció entre los papeles guardados por Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) en la Biblioteca que lleva su nombre en Santander ; dicho original fue publicado en 1975 por la escritora Carmen Bravo–Villasante , biógrafa de Gertrudis Gómez de Avellaneda y de Emilia Pardo Bazán bajo el titulo de Manual del cristiano.
Entre 1849 y 1853 estrena siete obras dramáticas:Saúl (1849) tragedia bíblica calurosamente acogida por el público, Flavio Recaredo (1851), La verdad vence apariencias (1852), Errores del corazón(1852), El donativo del diablo (1852),La hija de las flores (1852) y La Aventurera (1853). Reedita sus Poesías (1851) y publica un relato de tema históricoDolores. Páginas de una crónica de familia.
En 1853 a raíz de la muerte de Juan Nicasio Gallego, su gran amigo y mentor, presentó su candidatura a la Real Academia Española, pero el sillón disponible fue ocupado por un hombre.
El 26 de abril de 1856 se casó con un político, el coronel Domingo Verdugoy Massieu. En 1858 se estrena Baltasar, considerada su obra cumbre en el ámbito dramático. En 1858, a raíz del fracaso en el estreno de su comedia Los tres amores (un gato fue arrojado a las tablas), su esposo achacó a un tal Antonio Riber la supuesta autoría del incidente. Por tal motivo ambos se enfrentaron en la calle y Antonio Riber hirió de gravedad a su esposo. El matrimonio viajó a Cuba en 1859, con la esperanza de que el clima del Caribe sanara las heridas. En Cuba, Gómez de Avellaneda fue agasajada por sus compatriotas después de veintitrés años de ausencia. En una fiesta en el Liceo de La Habana fue proclamada poetisa nacional. Durante seis meses dirigió en La Habana la revista Álbum cubano de lo bueno y lo bello (1860). A finales de 1863 moría su esposo, lo que acentuó su espiritualidad y devoción religiosa.
En 1864 regresó a España, tras pasar por Nueva York, Londres y París, se instala en Sevilla y posteriormente en Madrid dedicándose, casi exclusivamente, a la tarea de corregir sus obras y preparar la edición completa de las mismas, Obras literarias, dramáticas y poéticas (1869-1871).
Gertrudis Gómez de Avellaneda falleció en Madrid a los cincuenta y ocho años de edad el 1 de febrero de 1873. A su funeral fueron pocos los escritores que asistieron: entre ellos, el cubano José Ramón Betancourt y un ferviente admirador, Juan Valera.
Gertrudis Gómez de Avellaneda, en cumplimiento de su voluntad está enterrada en el cementerio de San Fernando de Sevilla, España.
El testamento dice:
«Ordeno que provisionalmente sea colocado mi cadáver en un nicho de la Sacramental de San Mártín, San Ildefonso y San Marcos, hasta que transcurrido el tiempo señalado por la Ley, se le traslade a Sevilla, donde descansará definitivamente en la tumba de familia que allá existe en el Cementerio de San Fernando, y que fue hecho a costa mía y de mi cuñada (…) y los dos nichos del otro lado, me pertenecen a mí, queriendo sean colocados mis restos mortales en uno de ellos y en el otro los de mi marido Don Domingo Verdugo, cuyo cuerpo yace en el cementerio general de la Habana, desde diciembre de 1863; pero que es mi voluntad sea también trasladado a Sevilla a costa de la parte de mis bienes que he reservado para cumplimiento de las disposiciones contenidas en esta memoria. En el mármol que cubre los dos nichos que poseo en la indicanda tumba de familia, quiero se pongan los nombres de mi marido y el mío, y que en la capilla que hay sobre el Panteón, se coloque el cuadro del Señor Crucificado, que se hallará en mi dormitorio bajo el dosel de seda encarnado…»
Testamento de G.G.De Avellaneda
Gertrudis Gómez de Avellaneda fué una mujer extraordinaria que brilló con luz propia en medio de una sociedad llena de prejuicios y que utilizó su talento literario no solo como medio de expresión creativa sino también como medio de protesta y denuncia social.
La propia Gertrudis Gómez de Avellaneda se definió a sí misma de esta elocuente manera:
«Viuda, poeta, independiente por carácter, sin necesitar de nadie, ni nadie de mí…y con edad bastante para que no pueda pensar el mundo que me hacen falta tutores, es evidente que estoy en la posición más propia para hacer cuanto me dé la gana, sin más responsabilidad que la de dar cuenta a Dios y a mi conciencia: pero a pesar de todo sucede que no hay en la tierra persona que se encuentre más comprimida que yo, y en un círculo más estrecho».