14 Poemas de Philip Levine

Dust and memory

A small unshaven man, perhaps fifty,
with a peaked cap pulled sideways
to hide his features. He bowed his head
to the ground, groaned, rose to thrust
his head back in abandon, and flung
his body forward again. A supplicant
on his knees to what? The earth and sea
that had misused him? The power of pain?
The female God-face painted on the prow
of the fishing boat whose shade he hid in?
When the cap fell away I recognized a man
I passed each evening coming home at dusk,
a near neighbor to whom I’d never spoken
and never would. After dark I did not
steal back to find him gone or to hear
the sea, moonless, itself only a word
without consonants, repeated invisibly
inside my head.

                         What is this about?
Wherever you are now there is earth
somewhere beneath you waiting to take
the little you leave. This morning I rose
before dawn, dressed in the cold, washed
my face, ran a comb through my hair
and felt my skull underneath, unrelenting,
soon the home of nothing. The wind
that swirled the sand that day years ago
had a name that will outlast mine
by a thousand years, though made of air,
which is what I too shall become, hopefully,
air that says quietly in your ear,
“I’m dust and memory, your two neighbors
on this cold star”. That wind, the Levante,
will howl through the sockets of my skull
to make a peculiar music. When you hear it,
remember it’s me, singing, gone but here,
warm still in the fire of your care.

Polvo y memoria

Un hombre pequeño sin afeitar, tal vez en
sus cincuenta, con una gorra echada hacia un lado
para ocultar sus rasgos. Inclinó su cabeza
hacia el suelo, gimió, se levantó para dejarla caer
en abandono, y arrojó su cuerpo hacia
adelante de nuevo. ¿Un suplicante
de rodillas ante qué? ¿Ante el abuso
de la tierra y el mar? ¿Ante el poder del dolor?
¿Ante el rostro de la diosa pintado en la proa
del barco de pesca en cuya sombra se escondió?
Cuando la gorra cayó reconocí un hombre
con el que me cruzaba volviendo a casa cada noche,
un vecino cercano con el que nunca he hablado
ni hablaré. Después del anochecer no me volví
para mirar y encontrarlo ausente o para escuchar
el mar, sin luna, en una palabra
sin consonantes, repetida invisiblemente
dentro de mi cabeza.
¿De qué se trata esto?
Dondequiera que estés ahora hay tierra
en algún lugar debajo de ti esperando tomar
lo poco que dejes. Esta mañana me levanté
antes del amanecer, vestido en el frío, lavé
mi cara, pasé un peine por mi pelo
y sentí mi cráneo debajo, implacable,
pronto el hogar de nada. El viento
que arremolinó la arena ese día años atrás
tuvo un nombre que sobrevivirá al mío
por mil años, aunque hecho de aire,
que es en lo que me convertiré, con suerte,
dice en voz baja a tu oído,
“soy polvo y memoria, tus dos vecinos
en esta estrella fría.” Ese viento, el Levante,
aullará por las cuencas de mi cráneo
para hacer una música peculiar. Cuando la escuches,
recuerda que soy yo, cantando, ausente pero aquí,
cálido aún en el fuego de tu cuidado.

Philip Levine photo from the 1950 Wayne University Griffin yearbook (Credit: Walter P. Reuther Library, Wayne State University)

The simple truth

I bought a dollar and a half’s worth of small red potatoes,
took them home, boiled them in their jackets
and ate them for dinner with a little butter and salt.
Then I walked through the dried fields
on the edge of town. In middle June the light
hung on in the dark furrows at my feet,
and in the mountain oaks overhead the birds
were gathering for the night, the jays and mockers
squawking back and forth, the finches still darting
into the dusty light. The woman who sold me
the potatoes was from Poland; she was someone
out of my childhood in a pink spangled sweater and sunglasses
praising the perfection of all her fruits and vegetables
at the road-side stand and urging me to taste
even the pale, raw sweet corn trucked all the way,
she swore, from New Jersey. “Eat, eat”, she said,
“Even if you don’t I’ll say you did”.

Some things
you know all your life. They are so simple and true
they must be said without elegance, meter and rhyme,
they must be laid on the table beside the salt shaker,
the glass of water, the absence of light gathering
in the shadows of picture frames, they must be
naked and alone, they must stand for themselves.
My friend Henri and I arrived at this together in 1965
before I went away, before he began to kill himself,
and the two of us to betray our love. Can you taste
what I’m saying? It is onions or potatoes, a pinch
of simple salt, the wealth of melting butter, it is obvious,
it stays in the back of your throat like a truth
you never uttered because the time was always wrong,
it stays there for the rest of your life, unspoken,
made of that dirt we call earth, the metal we call salt,
in a form we have no words for, and you live on it.

La simple verdad

Compré un dólar y medio de pequeñas patatas rojas,
las llevé a casa, las herví en sus cazuelas
y las comí en el almuerzo con un poco de sal y mantequilla.
Luego caminé por los áridos campos
al borde del pueblo. A mediados de junio
la luz se agarraba de los oscuros surcos a mis pies,
y en la montaña de robles escuché las aves
reunirse para la noche, los arrendajos y sinsontes
graznaban de aquí para allá, los pinzones aún se precipitaban
a la luz polvorienta. La mujer que me vendió
las patatas era de Polonia; ajena a mi infancia,
vestida con abrigo de lentejuelas y gafas
que alcanzaban la perfección de todas sus frutas y vegetales
situados al borde de la calle, me incitaba a probar
el más crudo, pálido y dulce maíz, traído,
juró, de New Jersey. “Come, come”, dijo ella,
“Aunque no lo hagas diré que lo hiciste”.


Algunas cosas
las sabes toda tu vida. Son tan simples y verdaderas
que deben ser dichas sin elegancia, metro o rima,
deben colocarse sobre la mesa al lado del salero,
del vaso de agua, de la ausencia de luz aglutinándose
en la sombra de los marcos, deben estar
vacías y desnudas, deben valerse por sí solas.
Mi amigo Henri y yo llegamos a esto juntos en 1965
antes que me alejara, antes que él empezara a matarse,
y ambos a traicionar nuestro amor. ¿Puedes saborear
lo que digo? Son cebollas o patatas, una simple
pizca de sal, el exceso de mantequilla derritiéndose
es innegable, se queda detrás de la garganta como una verdad
que nunca se dice porque el momento siempre es inadecuado,
se queda ahí por el resto de nuestras vidas, impronunciable,
hecha de esa suciedad que llamamos tierra, del metal que llamamos sal,
en una forma para la que no tenemos palabras, y así vivimos.

Dreaming in Swedish

The snow is falling on the tall pale reeds
near the seashore, and even though in places
the sky is heavy and dark, a pale sun
peeps through casting its yellow light
across the face of the waves coming in.
Someone has left a bicycle leaning
against the trunk of a sapling and gone
into the woods. The tracks of a man
disappear among the heavy pines and oaks,
a large-footed, slow man dragging
his right foot at an odd angle
as he makes for the one white cottage
that sends its plume of smoke skyward.
He must be the mailman. A canvas bag,
half-closed, sits upright in a wooden box
over the front wheel. The discrete
crystals of snow seep in one at a time
blurring the address of a single letter,
the one I wrote in California and mailed
though I knew it would never arrive on time.
What does this seashore near Malmö
have to do with us, and the white cottage
sealed up against the wind, and the snow
coming down all day without purpose
or need? There is our canvas sack of answers,
if only we could fit the letters to each other.

Soñar en sueco

La nieve cae sobre los altos y pálidos juncos
cerca de la costa, y aunque en algunos sitios
el cielo es pesado y oscuro, un claro sol
se asoma lanzando su luz amarilla
sobre la superficie de las olas que llegan.
Alguien ha dejado una bicicleta apoyada
contra el tronco de un arbusto y se adentra
en el bosque. Las huellas de un hombre
desaparecen entre los densos pinos y robles,
un hombre lento, de pies grandes, arrastra
su pie derecho en ángulo extraño
mientras marcha a la única cabaña blanca
que envía su columna de humo al cielo.
Debe ser el cartero. Una bolsa de lona,
medio cerrada, se levanta derecha en una caja de madera
sobre la rueda delantera. Los dispersos
cristales de nieve se filtran uno a uno
empañando la dirección de una sola carta,
aquella que escribí en California y envié
a pesar de saber que no llegaría a tiempo.
¿Qué tiene que ver con nosotros esta orilla
cercana a Malmö, y la blanca cabaña
sellada contra el viento, y la nieve
cayendo todo el día sin propósito
o necesidad? Ahí está nuestro saco de lona de respuestas,
si sólo pudiéramos conectar las cartas entre nosotros.

Sobre el encuentro de García Lorca y Hart Crane 

Brooklyn, 1929. Por supuesto Crane
ha estado bebiendo y no tiene ni idea
de quién es este curioso andaluz, incapaz
incluso de comunicarse en el idioma de la poesía.

El joven que los ha juntado
sabe tanto español como inglés,
pero le duele la cabeza de saltar
una y otra vez de un idioma
a otro. Para descansar un momento
se acerca a la ventana a mirar
el East River, que va oscureciéndose
allí abajo según va llegando la noche.
Algo destella enfrente de sus ojos,
una visión doble de tal horror
que tiene que taparse la boca
con las manos para no gritar.
No seamos frívolos, no
pretendamos que los dos poetas intercambiaron

sabiduría o amor o que pasaron
un buen rato, no
inventemos un diálogo de tal elocuencia
que no olvidarían ni las hormigas
de nuestra propia casa. Los dos
mayores genios poéticos vivos
se encontraron, ¿y qué pasó? Una visión
le llega a un hombre corriente que observa
un asqueroso río. ¿Has tenido alguna
vez una visión? ¿Has sacudido la cabeza
hasta hacerla pedazos para alejarte
bruscamente de la imagen de tu hijo pequeño

cayendo a través del espacio, no
desde la popa de un barco procedente
de Vera Cruz a New York sino desde

el tejado del edificio en que trabaja?
¿Te has levantado de la cama para caminar
incesante hasta el alba para rogar a un Dios inmisericorde

que se llevara estas imágenes? Ah, sí,
bendita sea la imaginación. Nos proporciona
los mitos mediante los que vivimos. Bendito
sea el visionario poder del ser humano
— el único animal que lo tiene —,
bendita la imagen precisa de tu padre
muerto y del mío, muerto, benditas las imágenes
que acechan en los rincones de nuestra vista
y que no desaparecerán. El joven
era mi primo, Arthur Lieberman,
después estudiante de lenguas en Columbia,
que me contó todo esto antes de que muriera

tranquilamente mientras dormía en 1983
en un hotel en Perugia. Un buen hombre,
Arthur, que sobrevivió a la escuela superior,
después volvió a casa a Detroit y vendió
pianos a lo largo de toda la Depresión.
Le prestó a mi hermano uno usado
para que compusiera sus espantosas canciones,
que Arthur pensaba eran obras maestras.
¡Qué imaginación la de Arthur!

De The Simple Truth, 1994, (Traducción de A. Catalán)

Para Miguel Hernández

Llegas a una suave elevación
en la estrecha, sinuosa carretera,
los nidos del blanco pueblo
en el valle más abajo. Una brisa
platea las frías hojas
de los olivos, justo como sabías
que lo haría o tal y como lo viste
en sueños. ¿Cuántos días
has esperado hasta este día?
Pronto deberás enfrentarte a un hijo
hecho ya un hombre, una mujer envejecida,

la diminuta casa sellada de la memoria.
Un solitario cuervo desciende contra el sol

y los campos susurran su coraje.

La búsqueda de la sombra de Lorca.(Visor Libros, 2014)Traducción: Andrés Catalán.

A Story

Everyone loves a story. Let’s begin with a house.

We can fill it with careful rooms and fill the rooms

with things—tables, chairs, cupboards, drawers

closed to hide tiny beds where children once slept

or big drawers that yawn open to reveal

precisely folded garments washed half to death,

unsoiled, stale, and waiting to be worn out.

There must be a kitchen, and the kitchen

must have a stove, perhaps a big iron one

with a fat black pipe that vanishes into the ceiling

to reach the sky and exhale its smells and collusions.

This was the center of whatever family life

was here, this and the sink gone yellow

around the drain where the water, dirty or pure,

ran off with no explanation, somehow like the point

of this, the story we promised and may yet deliver.

Make no mistake, a family was here. You see

the path worn into the linoleum where the wood,

gray and certainly pine, shows through.

Father stood there in the middle of his life

to call to the heavens he imagined above the roof

must surely be listening. When no one answered

you can see where his heel came down again

and again, even though he’d been taught

never to demand. Not that life was especially cruel;

they had well water they pumped at first,

a stove that gave heat, a mother who stood

at the sink at all hours and gazed longingly

to where the woods once held the voices

of birds long fled once the deep woods surrendered

one tree at a time after the workmen arrived

with jugs of hot coffee. The worn spot on the sill

is where Mother rested her head when no one saw,

those two stained ridges were handholds

she relied on; they never let her down.

Where is she now? You think you have a right

to know everything? The children tiny enough

to inhabit cupboards, large enough to have rooms

of their own and to abandon them, the father

with his right hand raised against the sky?

If those questions are too personal, then tell us,

where are the woods? They had to have been

because the continent was clothed in trees.

We all read that in school and knew it to be true.

Yet all we see are houses, rows and rows

of houses as far as sight, and where sight vanishes

into nothing, into the new world no one has seen,

there has to be more than dust, wind-borne particles

of burning earth, the earth we lost, and nothing else.

Una historia

Todo el mundo ama las historias. Empecemos con una casa.

Podemos llenarla con cómodas habitaciones y llenar las habitaciones

con objetos: mesas, sillas, armarios, cajones

cerrados que esconden camas minúsculas

donde los niños durmieron alguna vez

o grandes cajones que bostezan para revelar

prendas dobladas con precisión y lavadas a morir,

impolutas, manidas, esperando a ser gastadas.

Debe haber una cocina, y la cocina

debe tener una estufa, quizás una grande y metálica

con un tubo grueso que desaparezca en el techo

y alcance el cielo y exhale sus olores y conjuras.

Éste era el centro de la vida familiar que fue

alguna vez aquí; éste y el fregadero ?amarillento

alrededor del desagüe? donde el agua, pura o no,

huía sin explicación, más o menos como el punto

de la historia que prometimos y aún estamos por cumplir.

Algo es seguro: una familia estuvo aquí. Puedes ver

la senda desgastada en el linóleo donde la madera,

grisácea, desde luego pino, se revela.

El padre se quedó allí en medio de su vida

para llamar a los cielos que imaginó le escuchaban

más allá del techo. Cuando nadie le contestó

puedes ver dónde su zapato golpeó una

y otra vez, aun cuando había sido educado

en nunca exigir. Y no es que la vida fuera especialmente cruel:

tenían agua que subía del pozo fácilmente,

una estufa que daba calor, una madre que permanecía

ante el fregadero a todas horas y miraba añorante

a donde los bosques alguna vez lanzaron voces

de pequeños osos ?ellos también una familia? y la canción

de los pájaros que huyeron hace tiempo cuando los bosques se rindieron,

un árbol a la vez, ante la llegada de los obreros

con jarras de café. El lugar desgastado en el alféizar

es donde la madre reclinaba la cabeza cuando nadie miraba,

esas dos crestas manchadas eran asideros

en los que ella confiaba; nunca la decepcionaron.

¿Dónde está ella ahora? ¿Crees que tienes derecho

de saberlo todo? ¿Los niños tan pequeños

como para habitar armarios, tan grandes como para tener

habitaciones propias y abandonarlas, el padre

con su mano derecha alzada contra el cielo?

Si esas preguntas son demasiado personales, entonces díganos

¿dónde están los bosques? Alguien tuvo que saberlo

porque el continente estaba vestido de árboles.

Todos leímos eso en la escuela y sabemos que es verdad.

Aun así, todo lo que vemos son casas, filas y filas

de casas hasta donde alcanza la vista, y donde la vista se desvanece

en la nada, en el nuevo mundo que nadie ha visto,

donde tiene que haber más que polvo, partículas

de tierra ardiente, transportadas por el viento,

la tierra que perdimos,, y nada más.

Baby Villon

Me dice que en Bangkok le robaron

porque es blanco; en Londres porque es negro;   

en Barcelona, ??judío; en París, árabe:

en todas partes y en todo momento, y él se defiende.

Levanta siete pequeños dedos gruesos

para mostrarme que está clasificado séptimo en el mundo,   

y no hay pasión en su voz, no hay ira   

en los planos ojos marrones salpicados de sangre.

Me pide que cuente todo lo que puedo recordar.

De mi padre, su tío; el habla de la guerra   

en el norte de África y lo que vino después,

la pérdida de su padre, la pérdida de su hermano,

las ventanas de la panadería se rompieron y el pan fresco   

espolvoreado con vidrio, el olor cálido del centeno

tan fuerte que comió hasta que su boca se llenó de sangre.

“Aquí viven, aquí viven y no mueren”

Y señala su cabeza negra y cresta   

con rizos negros de cabello. Me toca el pelo   

me dice que nunca debería menospreciar

las cerdas rígidas que protegen la cabeza del luchador.

Tristemente sus dedos deambulan por mi cara   

y él dice lo justo que soy, lo suave.   

Estamos para terminar esta primera y última visita.   

Rígido, 116 libras, cinco pies y dos,

no más grande que una niña, él sostiene mis hombros,   

besa mis labios, sus ojos todavía abiertos

mi hermano imaginario, mi primo,

yo hecho de otra manera por todo su dolor.

My sister’s voice

Half asleep in my chair, I hear
a voice quiver the windowpane,
the same high cry of fear I first
heard beside the Guadalquivir
when I wakened to wind and rain
and called out to someone not there
and heard an answer. That was Spain
twenty-six years ago. The voice hers,
my sister’s, and now it’s come again
to ask how we go on without her.
That night beside the great river
I dressed in the dark and alone
left my family and walked till dawn
came, freezing, on the eastern rim
of mountains. I found no answer,
or learned never to ask, for
the wind answers itself if you
wait long enough. It turns one way,
then another, the trees bend, they
rise, the long grasses wave and bow,
all the voices you’ve ever heard
you hear again until you know
you’ve heard nothing. And so I wait
motionless, and as the air calms
my small, lost sister grows quiet,
as shy as she was in her life.
I remember coming back that night
in Sevilla past the rail yards,
trying to hold on to each word
she’d spoken even as the words fled
from my mouth. The switch engines
steamed in the cold. The sentry
in a brown cap sat up to shake
himself awake, and with no fire,
no human cry and no bird song,
the day broke over everything.

La voz de mi hermana

Medio dormido en mi silla, escucho
una voz temblar en la ventana,
el mismo llanto de miedo que sentí
por vez primera junto al Guadalquivir
cuando me despertó el viento y la lluvia,
cuando llamé a alguien ausente,
y escuché la respuesta. Eso fue en España,
veintiséis años atrás. Su voz,
la de mi hermana, viene de nuevo
a preguntar cómo seguimos sin ella.
Esa noche junto al gran río
me vestí en la oscuridad, solo
dejé a mi familia y caminé congelado hasta
la llegada del atardecer, al borde oriental
de las montañas. No encontré respuesta
o aprendí a no preguntar, porque
el viento responde si uno espera
lo suficiente. Gira en una dirección,
luego en otra, los árboles se tuercen,
se levantan, la vasta hierba se ondula y reverencia,
todas las voces que has escuchado
las escuchas otra vez hasta saber
que nada has escuchado. Así espero,
inmóvil, y mientras se calma el viento
crece silenciosa mi pequeña, perdida
hermana, tímida como en vida.
Recuerdo haber regresado esa noche
en Sevilla, pasados los rieles,
tratando de aferrarme a cada palabra
pronunciada por ella, aunque se escaparan
de mis labios sus palabras. Las máquinas
humearon en el frío. El centinela
de gorra marrón se sacudió
para despertar, y sin fuego,
llanto humano o canto de ave,
el día se quebró sobre todas las cosas.

Por Un Duro

Nochebuena, 1965

Por un duro tenías una noche al resguardo.
(Un duro era una moneda de cinco pesetas
con el perfil de Franco, la narizota respingona
como si él solo hubiera recibido
el aliento de Dios. En el 65
sólo él recibía el aliento de Dios).
Por un duro podías tumbarte en el vestíbulo
del Hotel Splendide con tu traje de los domingos,
dormir bajo las luces, y levantarte a tiempo
para bendecir la llegada del Hijo. Por un duro
lo podías tener todo, coches, mujeres,
una comida de siete platos y vistas al mar,
con las camareras inclinándose
al preguntar con reverencia: “¿Más mantequilla?”. Por un duro
compré un paquete de Antillanas y le di uno
al único viajero de la terminal desierta,
un soldado de uniforme. Cuando se agachó
para encenderlo, vi el cogote pálido,
desarreglado. Aún debe estar allí, esperando.
El hotel ya no está, el edificio sí,
un hospital veterinario y un comedor de animales
dirigido por el señor Esteban Ganz, vestido
para trabajar esta mañana con bata blanca,
corbata negra y bambas sucias. Modestamente
me muestra tres cachorros de lobo, pintos,
salvados de la muerte, los feroces gatos silvestres,
recorriendo impacientes la gran jaula como tigres, el tucán
debilitado por un virus desconocido, pero ahora
ya recuperado y acicalándose. Colores bulliciosos:
rojos, verdes y dorados resplandecientes,
idóneos para anuncios que proclaman la paz inter-
galáctica cuando llegue el momento.

El poema de tiza

Esta mañana, de camino al bajo Broadway,
me crucé con un hombre alto
hablándole al trozo de tiza
que sostenía en la mano derecha. La izquierda
estaba abierta y marcaba el compás,
pues su discurso tenía ritmo;
era un canto o una danza o, quizás,
un poema en francés, pues
era de Senegal y hablaba francés
tan lento y con tanta precisión que yo
podía entenderlo como si me hubiesen arrojado
cincuenta años atrás, hacia
mi clase de instituto. Un hombre esbelto,
elegante en las formas, pulcramente vestido
con los restos de dos trajes azules,
con la corbata firmemente anudada y su camisa blanca
sin planchar, aunque impoluta. Conocía
la historia entera de la tiza, no solo
de aquel trozo en particular, sino
de la tiza con la que yo escribí
mi nombre el día en el que regresé
a la escuela tras la muerte
de mi padre. Conocía el feldespato,
el calcio, las conchas de las ostras; sabía
qué criaturas habían dado su espinazo
hasta formar el polvo temporal
prensado en aquellos conos perfectos,
conocía la tristeza de las aulas
en diciembre, cuando la luz decae
temprano y las palabras de la pizarra
abandonan su gramática y sentido
y, más tarde, incluso sus contornos, de tal modo que
cada letra se expande en todas direcciones
y, al mismo tiempo, no significa nada en absoluto.
Al principio pensé que su barba corta
estaba escarchada de tiza; conforme
nos aproximábamos, a menos de un pie
de distancia, vi que sus pelos eran blancos,
así que a pesar de la juventud que había en sus gestos
era, al igual que yo, un hombre entrado en años, aunque
de apariencia mucho más noble, con sus pómulos altos
y tallados, sus hombros anchos
y sus claros ojos negros. Tenía el porte
de un rey del bajo Broadway, alguien
salido de la mente de Shakespeare o
de García Lorca, alguien por quien la pérdida
se había dulcificado en caridad. Nos enfrentamos
durante aquel largo minuto, ambos
compartiendo el último poema de tiza
mientras la gran ciudad se enfurecía a nuestro
alrededor, y luego el poema se acabó, tal y como lo hacen
todos los poemas, y su mano izquierda se desplomó
hacia un lado bruscamente y me tendió
el trozo de tiza. Yo me incliné ante él,
sabiendo cuánta era la importancia de aquel gesto,
y le escribí mis agradecimientos en el aire,
donde podrán ser escuchados para siempre
bajo el grito endurecido de las conchas del mar.

Philip Levine grew up on the outskirts of Detroit and began writing poetry when he was just 13 years old. “It was like I had never enjoyed anything in my life so much,” he said. “It was utterly thrilling. I began to live for it.”

An Abandoned Factory, Detroit

The gates are chained, the barbed-wire fencing stands, 
An iron authority against the snow, 
And this grey monument to common sense 
Resists the weather. Fears of idle hands, 
Of protest, men in league, and of the slow 
Corrosion of their minds, still charge this fence. 

Beyond, through broken windows one can see 
Where the great presses paused between their strokes 
And thus remain, in air suspended, caught 
In the sure margin of eternity. 
The cast-iron wheels have stopped; one counts the spokes 
Which movement blurred, the struts inertia fought, 

And estimates the loss of human power, 
Experienced and slow, the loss of years, 
The gradual decay of dignity. 
Men lived within these foundries, hour by hour; 
Nothing they forged outlived the rusted gears 
Which might have served to grind their eulogy.

What Work Is

We stand in the rain in a long line 
waiting at Ford Highland Park. For work. 
You know what work is—if you’re 
old enough to read this you know what 
work is, although you may not do it. 
Forget you. This is about waiting, 
shifting from one foot to another. 
Feeling the light rain falling like mist 
into your hair, blurring your vision 
until you think you see your own brother 
ahead of you, maybe ten places. 
You rub your glasses with your fingers, 
and of course it’s someone else’s brother, 
narrower across the shoulders than 
yours but with the same sad slouch, the grin 
that does not hide the stubbornness, 
the sad refusal to give in to 
rain, to the hours wasted waiting, 
to the knowledge that somewhere ahead 
a man is waiting who will say, ‘No, 
we’re not hiring today,’ for any 
reason he wants. You love your brother, 
now suddenly you can hardly stand 
the love flooding you for your brother, 
who’s not beside you or behind or 
ahead because he’s home trying to 
sleep off a miserable night shift 
at Cadillac so he can get up 
before noon to study his German. 
Works eight hours a night so he can sing 
Wagner, the opera you hate most, 
the worst music ever invented. 
How long has it been since you told him 
you loved him, held his wide shoulders, 
opened your eyes wide and said those words, 
and maybe kissed his cheek? You’ve never 
done something so simple, so obvious, 
not because you’re too young or too dumb, 
not because you’re jealous or even mean 
or incapable of crying in 
the presence of another man, no, 
just because you don’t know what work is.

El borracho

Le teme al tigre, que espera en su camino.

El tigre toma su tiempo, sonríe y gruñe.

Como lunas, los dos vacantes ojos tiran de sus entrañas.

 “Que Dios me ayude ahora”, atina a murmurar.

“Qué Dios me ayude ahora, de Dios estoy tan cerca.

 Amar y ser amado, bebí yo por amor.

Dame la fe de Pablo o envía una paloma.”

Lo escucha el tigre y se tensa como un báculo.

Al fin, el tigre salta, y al golpear

pútrida marejada agita el alma del borracho.

El tigre, satisfecho, retorna a su patrulla.

Retorna el mundo a sus oficios; el hombre, a su ingenio,

y, trascuerdo, murmura desde las profundidades,

“La vida era un sueño, ah, ¡qué esta muerte sea el sueño!”

A Woman Waking

She wakens early remembering 
her father rising in the dark 
lighting the stove with a match 
scraped on the floor. Then measuring 
water for coffee, and later the smell 
coming through. She would hear 
him drying spoons, dropping 
them one by one in the drawer. 
Then he was on the stairs 
going for the milk. So soon 
he would be at her door 
to wake her gently, he thought, 
with a hand at her nape, shaking 
to and fro, smelling of gasoline 
and whispering. Then he left. 
Now she shakes her head, shakes 
him away and will not rise. 
There is fog at the window 
and thickening the high branches 
of the sycamores. She thinks 
of her own kitchen, the dishwasher 
yawning open, the dripping carton 
left on the counter. Her boys 
have gone off steaming like sheep. 
Were they here last night? 
Where do they live? she wonders, 
with whom? Are they home? 
In her yard the young plum tree, 
barely taller than she, drops 
its first yellow leaf. She listens 
and hears nothing. If she rose 
and walked barefoot on the wood floor 
no one would come to lead her 
back to bed or give her 
a glass ofwater. If she 
boiled an egg it would darken 
before her eyes. The sky tires 
and turns away without a word. 
The pillow beside hers is cold, 
the old odor of soap is there. 
Her hands are cold. What time is it?

 Philip Levine (Detroit, Míchigan,EE.UU., 10 de enero de 1928 – Fresno, California, 14 de febrero de 2015). Poeta, escritor y profesos. Fue ganador del premio Pulitzer en 1995 .

Hijo de inmigrantes judíos procedentes de Rusia.. Quedó huérfano de padre a los cinco años. creció en en Detroit en la época de la Depresión. A los catorce comenzó a trabajar en una planta automovilística. Animado por su madre, se inició en la creación poética.

En 1946 se graduó de Segunda Enseñanza e ingresó en la Universidad de Wayne; posteriormente continuó sus estudios en la de Iowa, donde completó una Maestría en Bellas Artes. En 1957, después de enseñar escritura técnica en Iowa City, viajó a California, donde esperaba mudarse con su esposa y sus dos hijos. Levine fue recibido por el poeta Yvor Winters, quien aceptó alojar al aspirante a poeta hasta que encontrara un lugar para vivir y luego eligió a Levine para una beca de escritura de Stanford.

Levine publicó su primera colección de poemas, On the Edge en 1961, seguida de Not This Pig en (1968),They Feed They Lion (1972),Los nombres de los perdidos (1975), que ganó el Premio Lenore Marshall de poesía de 1977 de la Academia de Poetas Americanos,  7 Years From Somewhere (1979), que ganó el Premio del Círculo Nacional de Críticos del Libro de 1979,Ashes: Poems New and Old(1979), que recibió el National Book Award, el National Book Critics Circle Award y el primer American Book Award for Poetry,What Work Is (1991), que ganó el Premio Nacional del Libro de 1991,The Simple Truth (1994), que ganó el Premio Pulitzer de 1995, Aliento (2004) y News of the World2009). Su última colección de poesía, The Last Shift, así como una colección de My Lost Poets: A Life in Poetry, se publicaron póstumamente en 2016.

Philip Levine ejerció la enseñanza durante más de treinta años en el Departamento de Inglés en varios centros educativos (Universidad californiana de Fresno, Universidad de Nueva York). Levine tenía poco en común con los poetas académicos de su tiempo. Su estilo sencillo resulta accesible y de fácil comprensión para todo el mundo. En su obra, Philip expresa el sentido y visión humanista que tiene de la vida, y su compromiso con la causa de los trabajadores y de los marginados. Sus poemas son retratos de la sociedad obrera y sencilla. Otra fuente de su inspiración es España, país donde vivió varios años, fascinado por la tragedia de la Guerra Civil y fue traductor de Neruda, Vallejo, Gloria Fuertes y otros autores en español.

Levine comentaba que había aprendido a aprovechar sus emociones del gran poeta español, Federico García Lorca, quien proporcionó un antídoto contra el optimismo generalizado, a veces poco realista, de Whitman. En Lorca’s Poet in New York, Levine encontró la clave de su propia poesía: “Nunca en la poesía escrita en inglés había encontrado una confrontación tan directa de una imagen con otra ni había escuchado tal violencia en suspenso y encerrada en una forma musical tan perfecta.” Fue Lorca quien le enseñó a usar la poesía como arma, quien validó su rabia.

Enseñó durante muchos años en la Universidad Estatal de California, Fresno, y sirvió como Poeta Distinguido en Residencia para el Programa de Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York. En 2000 fue elegido canciller de la Academia de Poetas Americanos. Y, en 2011 fue nombrado por la Biblioteca del Congreso, el 18 ° Poeta Laureado de los Estados Unidos.

Aparte de sus libros, los escritos de Levine aparecieron a menudo en The New Yorker, Harper’s Magazine y otras publicaciones importantes.

Ademas del Premio Pulitzer ha recibido el Premio de poesía de la Academia de Poetas Americanos (1977); Premio Harriet Monroe de poesía (1978); Premio del Círculo de Críticos del Libro Nacional (1979); ganó dos veces el National Book Award, en 1980 por Ashes: Poems New & Old (Cenizas: poemas nuevos y viejos) y en 1991 por What Work Is (Lo que es el trabajo). Premio de la Fundación Guggenheim (1980); Premio Levinson de la revista Poetry (1981); Premio de poesía Ruth Lilly de la Asociación de Poesía Moderna (1987). En 2013, recibió el Premio Wallace Stevens por el dominio comprobado en el arte de la poesía por parte de la Academia de Poetas Americanos.

Enlaces de interés :

https://www.theparisreview.org/blog/2015/02/23/my-lost-poet/

https://www.newyorker.com/culture/culture-desk/philip-levine-new-yorker

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