«Y si alguna mujer aprende tanto como para escribir sus pensamientos, que lo haga y que no desprecie el honor sino más bien que lo exhiba, en vez de exhibir ropas finas, collares o anillos. Estas joyas son nuestras porque las usamos, pero el honor de la educación es completamente nuestro. »
Christine de Pizan
Esta página es de poesía pero también queremos dar presencia a algunas mujeres que, aunque no escribieron poesía, o no destacaron por ser poetas, su voz como mujeres, pioneras, pensadoras y/o escritoras es tan importante en la historia que creemos deben ser incluidas.
Este es el caso de la gran Christine de Pizan, considerada la primera feminista del Occidente.
Una de nuestras Imprescindibles.
Canción en honor a Juana de Arco (fragmento)
XXXV
Una muchacha de dieciséis años
que ligera armas pesadas porta
(…)
y que hace que los enemigos de Dios
antes de caer muertos huyan al verla.
XXXVI
Ella libera Francia del invasor
recobra ciudades y castillos
Nunca un ejército pudo más,
ni con más de cien mil hombres.
De nuestros soldados valerosos
ella es el caudillo y el primer comandante
Dios la hizo tan grande
que ni Aquiles y Héctor podrían igualarla.
XLI
Con la inspiración de Juana
los ingleses serán doblegados.
No volverán a levantarse.
Dios así lo quiere, que escuchó
los gritos de aquellos que padecieron
tanto dolor.
La sangre de los que murieron
clama hacia Inglaterra sin cesar.
XLII
Ella expulsará a los sarracenos
y conquistará la Tierra Santa.
¡Dios guarde a Carlos! Ella lo llevará allí.
(…)
Y allí es donde ambos habrán de morir
para la ganar la gloria,
y así todo habrá sido completado.
XLIII
Ella por sí sola ha tomado la corona.
Su triunfo enseña que
Dios le ha dado más valor
que a todos los grandes hombres
que antes fueron cantados.
XLVLL
¿No ven, ingleses,
que en ella Dios ha enseñado su mano?
Solo los tontos no lo pueden comprender.
Porque fue por su deseo
que la Doncella ha venido a Francia.
No tienen fuerza para oponersele.
XLVLLL
¿No ha sido el rey por fin coronado?
¿Quién lo condujo?
Ninguna bravura en Tierra Santa
ha sido mayor que lo obrado por la Doncella.

Y ahora, ya es tiempo de mi obra comenzar;
como sucedió, sin más demora, lo relataré,
si os place oírlo y escucharlo,
de dónde, de qué y de cómo fue, tomad nota.
Como Fortuna perversa
me ha sido a menudo adversa,
y como aún no se cansa
sin cesar de hacerme daño
con su girar que a muchos mata,
del todo me ha abatido;
así, con dolor excesivo,
a menudo solita y pensativa,
estoy, añorando el tiempo pasado
y feliz, ahora todo arrebatado
por ella y por la muerte,
cuya memoria me muerde
recordándome sin cesar a aquel
por quien sin necesidad de otra cosa
yo vivía feliz
y muy placenteramente,
cuando la muerte vino a atraparlo,
a él, que para mí no tenía igual
en este mundo, así lo creo,
pues no puedo en verdad imaginar
otro más sabio, prudente, bello y bueno
que él, en todas las cosas.
Me amaba, y justo era que así fuera
que muy joven le fui entregada.
Habíamos así concertado
nuestro amor y nuestros dos corazones
mejor que hermanos o hermanas
en un único y entero querer,
en la alegría y en la pena.
De «El camino del largo estudio»

Me vino entonces al pensamiento
que este mundo solo es viento,
poco durable, lleno de tristeza,
sin seguridad ni suerte buena,
donde los grandes no están al abrigo
de Fortuna, ni de desgracias.
Tan corrompido está el mundo
que apenas queda gente buena.
Pensaba en las ambiciones,
en las guerras, en las aflicciones,
en las traiciones, en los grandes males
que encierra, en los grandes desastres
que ocurren, las grandes faltas,
que se cometen, las grandes desgracias
-me espanto- que de ellas pueden venir,
que no podemos en paz vivir.
De «El camino del largo estudio»

La Ciudad de las Damas (fragmento)
1
Aquí empieza
el libro de La Ciudad de las Damas, cuyo primer capítulo cuenta cómo surgió este libro y con qué propósito
Sentada un día en mi cuarto de estudio rodeada toda mi persona de los libros más dispares, según tengo costumbre, ya que el estudio de las artes liberales es un hábito que rige mi vida, me encontraba con la mente algo cansada, después de haber reflexionado sobre las ideas de varios autores. Levanté la mirada de! texto y decidí abandonar los libros difíciles para entretenerme con la lectura de algún poeta. Estando en esa disposición de ánimo, cayó en mis manos cierto extraño opúsculo, que no era mío sino que alguien me lo había prestado. Lo abrí entonces y vi que tenía como título Libro de las Lamentaciones de Mateolo. Me hizo sonreír, porque, pese a no haberlo leído, sabía que ese libro tenía fama de discutir sobre e! respeto hacia las mujeres. Pensé que ojear sus páginas podría divertirme un poco, pero no había avanzado mucho en su lectura, cuando mi buena madre me llamó a la mesa, porque había llegado la hora de la cena. Abandoné al instante la lectura con e! propósito de aplazarla hasta el día siguiente. Cuando volví a mi estudio por la mañana, como acostumbro, me acordé de que tenía que leer el libro de Mateolo. Me adentré algo en el texto pero, como me pareció que el tema resultaba poco grato para quien no se complace en la falsedad y no contribuía para nada al cultivo de las cualidades morales, a la vista también de las groserías de estilo y argumentación, después de echar un vistazo por aquí y por allá, me fui a leer el final y lo dejé para volver a un tipo de estudio más serio y provechoso.
**********
Pese a que este libro no haga autoridad en absoluto, su lectura me dejó, sin embargo, perturbada y sumida en una profunda perplejidad. Me preguntaba cuáles podrían ser las razones que llevan a tantos hombres, clérigos y laicos, a vituperar a las mujeres, criticándolas bien de palabra bien en escritos y tratados. No es que sea cosa de un hombre o dos, ni siquiera se trata de ese Mateolo, que nunca gozará de consideración porque su opúsculo no va más allá de la mofa, sino que no hay texto que esté exento de misoginia. Al contrario, filósofos, poetas, moralistas, todos -y la lista sería demasiado larga- parecen hablar con la misma voz para llegar a la conclusión de que la mujer, mala por esencia y na- turaleza, siempre se inclina hacia e! vicio. V olviendo sobre todas esas cosas en mi mente, yo, que he nacido mujer, me puse a examinar mi carácter y mi conducta y también la de otras muchas mujeres que he tenido ocasión de frecuentar, tanto princesas y grandes damas como mujeres de mediana y modesta condición, que tuvieron a bien confiarme sus pensamientos más íntimos. Me propuse decidir, en conciencia, si eltestimonio reunido por tantos varones ilustres podría estar equivocado. Pero, por más que intentaba volver sobre ello, apurando las ideas como quien va mondando una fruta, no podía entender ni admitir como bien fundado el juicio de los hombres sobre la naturaleza y conducta de las mujeres. Al mismo tiempo, sin embargo, yo me empeñaba en acusarlas porque pensaba que sería muy improbable que tantos hombres preclaros, tantos doctores de tan hondo entendimiento y universal clarividencia -me parece que todos habrán tenido que disfrutar de tales facultades- hayan podido discurrir de modo tan tajante y en tantas obras que me era casi imposible encontrar un texto moralizante, cualquiera que fuera e! autor, sin toparme antes de llegar al final con algún párrafo o capítulo que acusara o despreciara a las mujeres. Este solo argumento bastaba para llevarme a la conclusión de que todo aquello tenía que ser verdad, si bien mi mente, en su ingenuidad e ignorancia, no podía llegar a reconocer esos grandes defectos que yo misma compartía sin lugar a dudas con las demás mujeres. Así, había llegado a fiarme más del juicio ajeno que de lo que sentía y sabía en mi ser de mujer.
Me encontraba tan intensa y profundamente inmersa en esos tristes pensamientos que parecía que hubiera caído en un estado de catalepsia. Como e! brotar de una fuente, una serie de auto- res, uno después de otro, venían a mi mente con sus opiniones y tópicos sobre la mujer. Finalmente, llegué a la conclusión de que al crear Dios a la mujer había creado un ser abyecto. No dejaba de sorprenderme que tan gran Obrero haya podido consentir en hacer una obra abominable, ya que, si creemos a esos autores, la mujer sería una vasija que contiene el poso de todos los vicios y males. Abandonada a estas reflexiones, quedé consternada e in- vadida por un sentimiento de repulsión, llegué al desprecio de mí misma y al de todo e! sexo femenino, como si Naturaleza hubiera engendrado monstruos. Así me iba lamentando:
-¡A y Señor! ¿Cómo puede ser, cómo creer sin caer en e! error de que tu sabiduría infinita y tu perfecta bondad hayan podido crear algo que no sea bueno? ¿Acaso no has creado a la mujer deliberadamente, dándole todas las cualidades que se te antojaban? ¿Cómo iba a ser posible que te equivocaras? Sin embargo, aquí están tan graves acusaciones, juicios y condenas contra las mujeres. No alcanzo a comprender tamaña aberración. Si es verdad, Señor Dios, que tantas abominaciones concurren en la mujer, como muchos afirman -y si tú mismo dices que la concordancia de varios testimonios sirve para dar fe, tiene que ser verdad-, ¡ay, Dios mío, por qué no me has hecho nacer varón para servirte mejor con todas mis inclinaciones, para que no me equivoque en nada y tenga esta gran perfección que dicen tener los hombres! Ya que no lo quisiste así y no extendiste hacia mí tu bondad, perdona mi flaco servicio y dígnate en recibirlo, porque e! servidor que menos recibe de su señor es e! que menos obligado queda.
Así, me deshacía en lamentaciones hacia Dios, afligida por la tristeza y llegando en mi locura a sentirme desesperada porque Él me hubiera hecho nacer dentro de un cuerpo de mujer.
II
Cómo tres Damas aparecieron delante de Cristina y cómo la primera se dirigió a ella para consolarla
Hundida por tan tristes pensamientos, bajé la cabeza avergonzada, los ojos llenos de lágrimas, me apoyé sobre el recodo de mi asiento, la mejilla apresada en la mano, cuando de repente vi bajar sobre mi pecho un rayo de luz como si el sol hubiera alcanzado el lugar, pero, como mi cuarto de estudio es oscuro y el sol no puede penetrar a esas horas, me sobresalté como si me despertara de un profundo sueño. Levanté la cabeza para mirar de dónde venía esa luz y vi cómo se alzaban ante mí tres Damas coronadas, de muy alto rango. El resplandor que emanaba de sus rostros se reflejaba en mí e iluminaba toda la habitación.
Huelga decir mi sorpresa, ya que las tres Damas habían entrado pese a estar cerradas las puertas. Tanto me asusté que me santigüé en la frente temiendo que aquello fuera obra de algún demonio. Entonces la primera de las tres Damas me sonrió y se dirigió a mí con estas palabras:
-No temas, querida hija, no hemos venido aquí para hacerte daño sino para consolarte. Nos ha dado pena tu desconcierto y queremos sacarte de esa ignorancia que te ciega hasta tal punto que rechazas lo que sabes con toda certeza para adoptar una opinión en la que no crees, ni te reconoces, porque sólo está fundada sobre los prejuicios de los demás. Te pareces al tonto de la historia que, mientras dormía al lado del molino, disfrazaron con ropa de mujer: cuando se despertó, en vez de fiarse de su propia experiencia, creyó las mentiras de los que se burlaban de él afirmando que se había transformado en mujer. ¿Dónde anda tu juicio, querida? ¿Has olvidado que es en el crisol donde se depura el oro fino, que allí ni se altera ni cambia sus propiedades sino todo lo contrario, cuanto más se trabaja más se depura y afina? ¿Acaso ignoras que lo que más se discute y debate es precisamente lo que más valor tiene? Piensa en las Ideas, es decir, las cosas divinas que mayor trascendencia tienen: ¿no ves que incluso los más grandes filósofos cuyo testimonio alegas en contra de tu propio sexo no han logrado determinar qué es lo verdadero o lo falso, sino que se corrigen los unos a los otros en una disputa sin fin? Tú misma lo has estudiado en la Metafísica de Aristóteles, que critica y refuta de tal suerte las ideas de Platón y otros filósofos. Mira también cómo san Agustín y otros Doctores de la Iglesia hicieron lo mismo con ciertos pasajes de Aristóteles, al que llaman, sin embargo, el Príncipe de los filósofos y a quien se deben las más altas doctrinas de la filosofía natural y de la moral. Ciertamente, tú pareces creer que todo cuanto afirman los filósofos es artículo de fe y que no pueden equivocarse.
« En cuanto a los poetas a los que te refieres, ¿no sabes que utilizan a menudo un lenguaje figurado, y que a veces hay que entender lo contrario del sentido literal? Así, puede aplicarse la figura retórica llamada «antífrasis» que significa -como muy bien sabes- que si por ejemplo dices que algo es malo hay que entender todo lo contrario. Yo te recomiendo que des la vuelta a los escritos donde desprecian a las mujeres para sacarles partido en provecho tuyo, cualesquiera que sean sus intenciones. Puede que el que en su libro dice llamarse Mateolo así lo haya querido, porque en él se encuentran muchas cosas que, tomadas literalmente, serían pura herejía. Por ejemplo, en lo que se refiere a la diatriba en contra del estado del matrimonio -algo, sin embargo, sano y digno, según la Ley de Dios-la experiencia demuestra claramente que la verdad es lo contrario de lo que se afirma al intentar cargar a las mujeres con todos los males. No se trata sólo de ese Mateolo, sino de otros muchos, en particular del Roman de la Rose,que goza de mayor crédito por la gran autoridad de su autor. De verdad, ¿dónde podría encontrarse jamás un marido que tolerase que su mujer tuviera tal poder sobre él que ésta pudiera verter sobre su persona los insultos e injurias que, según dichos autores, son propias de todas las mujeres? Sea lo que fuere lo que hayas podido leer, dudo que lo hayas visto con tus propios ojos, porque no son más que habladurías vergonzosas y palpables mentiras.
«Para concluir, querida Cristina, te diría que es tu ingenuidad la que te ha llevado a la opinión que tienes ahora. Vuelve a ti, recobra el ánimo tuyo y no te preocupes por tales necedades. Tienes que saber que las mujeres no pueden dejarse alcanzar por una difamación tan tajante, que al final siempre se vuelve en contra de su autor.
III
Cómo la Dama que se había dirigido
a Cristina le explicó quién era y asimismo le anunció que, ayudada por las tres Damas, ella levantaría una Ciudad
Tal fue el discurso que me hizo esa alta Dama. No sé cuál de mis sentidos quedó más solicitado por su presencia: el oído, al escuchar unas palabras tan dignas de atención, o la vista, al contemplar la gran belleza de su rostro, la suntuosidad del atuendo y su suprema distinción. Como lo mismo se podía decir de las otras dos Damas, yo no sabía hacia cuál de ellas dirigir la mirada; en efecto, se parecían tanto que costaba establecer una diferencia entre ellas, salvo con una -la que hablaría en tercer lugar, aunque no por ello con menor autoridad- cuyo gesto era tan altivo que nadie, por muy osado que fuera, podía mirarla a los ojos sin temer ser fulminado por su mal comportamiento. Yo me quedaba de pie ante ellas en señal de respeto, mirándolas en silencio como arrobada y sin habla. Mi mente quedaba estupefacta, me preguntaba por su nombre, su estado, por qué habrían venido, qué significaban los distintos cetros que cada una llevaba en la mano diestra, a cual más valioso. Todas esas preguntas se las habría hecho de buen grado, de haberme atrevido, pero me estimaba indigna de interrogar a unas Damas tan distinguidas.
Permanecía callada y seguía mirándolas algo asustada, aunque reafirmada por las palabras que acababa de oír, las cuales habían servido para despertar de la amargura de mi ánimo. Pero la muy docta Dama que me había hablado leía en mis pensamientos con gran clarividencia, y sin que yo preguntara, respondió a mis interrogaciones:
-Debes saber, querida hija, que la divina Providencia, que nada deja al azar, nos ha encargado vivir entre los hombres y mujeres de este bajo mundo, pese a nuestra esencia celeste, para cuidar del buen orden de las leyes que rigen los distintos estados. En lo que a mí atañe, tengo por misión corregir a los hombres y a las mujeres cuando yerran para volver a ponerlos en la vía recta; si se pierden pero su entendimiento puede atender a razones, llego sigilosamente a sus mentes, los amonesto y sermoneo para hacerles ver sus errores, explicándoles las causas, y luego les enseño cómo hacer el bien y evitar el mal. Como mi papel es que cada uno y cada una se vea en su alma y conciencia y conozca sus vicios y defectos, no tengo por emblema el cetro sino el espejo refulgente que llevo en la diestra. Has de saber que quien se mire en este espejo se verá reflejado hasta en lo más hondo de su alma. iQué poderosa virtud la de este espejo mío! Míralo, con sus piedras preciosas: nada puede llevarse a cabo sin él, ahí quedan conocidas las esencias, cualidades, relación y medida de todas las cosas.
»Corno deseas también conocer el papel de mis hermanas aquí presentes, cada una dará testimonio por sí misma sobre su nombre y calidad, para garantizar la verdad del relato. Antes, sin embargo, tengo que aclararte sin dilación el porqué de nuestra venida. Te prometo que nuestra aparición por estos lares no es gratuita, porque todo lo que hacemos obedece a una razón: no frecuentamos cualquier lugar ni nos presentamos ante cualquiera. Pero tú, querida Cristina, por el gran amor con el que te has dedicado a la búsqueda de la verdad en tu largo y asiduo estudio, que te ha retirado del mundo y ha hecho de ti un ser solitario, te has mostrado digna de nuestra visita y has merecido nuestra amistad, que te dará consuelo en tu pena y desasosiego, haciéndote ver con claridad esas cosas que, al nublar tu pensamiento, agitan y perturban tu ánimo.
»Debes saber que existe además una razón muy especial, más importante aún, por la cual hemos venido, y que vamos a desvelarte: se trata de expulsar del mundo el error en el que habías caído, para que las damas y todas las mujeres de mérito puedan de ahora en adelante tener una ciudadela donde defenderse contra tantos agresores. Durante mucho tiempo las mujeres han quedado indefensas, abandonadas como un campo sin cerca, sin que ningún campeón luche en su ayuda. Cuando todo hombre de bien tendría que asumir su defensa, se ha dejado, sin embargo, por negligencia o indiferencia que las mujeres sean arrastradas por el barro. No hay que sorprenderse por lo tanto si la envidia de sus enemigos y las calumnias groseras de la gente vil, que con tantas armas las han atacado, han terminado por vencer en una guerra donde las mujeres no podían ofrecer resistencia. Dejada sin defensa, la plaza mejor fortificada caería rápidamente y podría ganarse la causa más injusta pleiteando sin la parte adversa. En su ingenua bondad, siguiendo en ello el precepto divino, las mujeres han aguantado, paciente y cortésmente, todos los insultos, daños y perjuicios, tanto verbales como escritos, dejando en las manos de Dios todos sus derechos. Ha llegado la hora de quitar de las manos del faraón una causa tan justa. Ése es el motivo de que estemos aquí las tres: nos hemos apiadado de ti y venimos para anunciarte la construcción de una Ciudad. Tú serás la elegida para edificar y cerrar, con nuestro consejo y ayuda, el recinto de tan fuerte ciudadela. Sólo la habitarán damas ilustres y mujeres dignas, porque aquellas que estén desprovistas de estas cualidades tendrán cerrado el recinto de nuestra Ciudad.
IV
Cómo la Dama habló a Cristina de la Ciudad que debía construir y de cómo su misión era ayudarla a levantar las murallas y a cerrar el recinto de la ciudadela
»Así, querida hija, sobre ti entre todas las mujeres recae el privilegio de edificar y levantar la Ciudad de las Damas. Para lle- var a cabo esta obra, como de una fuente clara, sacarás agua viva de nosotras tres. Te proveeremos de materiales más duros y resistentes que bloques de mármol macizos que esperan a estar sellados. Así alcanzará tu Ciudad una belleza sin par que perdurará eternamente.
«Has leído ciertamente cómo el rey Tragos fundó la gran ciudad de Troya con la ayuda de Apelo, Minerva y Neptuno, a los que los antiguos tomaban por dioses, y cómo, asimismo, el rey Cadmos fundó la ciudad de Tebas por orden divina. Con el paso del tiempo, sin embargo, aquellas ciudades se hundieron en ruinas. Pero yo, la verdadera Sibila, te anuncio que la Ciudad que fundarás con nuestra ayuda nunca volverá a la nada sino que siempre permanecerá floreciente; pese a la envidia de sus enemigos, resistirá muchos asaltos, sin ser jamás tomada o vencida.
«Como te ha enseñado el estudio de la historia, el reino de Amazonia, creado hace tiempo por iniciativa de muchas y muy valientes mujeres que despreciaban la condición de esclavas, permaneció bajo el imperio sucesivo de distintas reinas, damas elegidas por su sabiduría, para que su buen gobierno conservara al Estado todo su poder. En la época de su reinado conquistaron gran parte de Oriente y sembraron el pánico en las tierras colindantes, haciendo temblar hasta a los habitantes de Grecia, que eran entonces la flor de las naciones. Pese a tanta fuerza, aquel imperio, el reino de las amazonas -como ocurre con todo poder- acabó por desmoronarse, de tal suerte que hoy sólo su nombre sobrevive en la memoria. Los cimientos y edificios de la Ciudad que has de construir y construirás serán mucho más fuertes. De común acuerdo las tres hemos decidido que yo te proporcione un mortero resistente e incorruptible, para que eches sólidos cimientos y levantes todo alrededor altas y fuertes murallas con anchas y hermosas torres, poderosos baluartes con sus fosos naturales y artificiales, como conviene a una plaza tan bien defendida. Bajo nuestro consejo cavarás hondos cimientos para que estén seguros y elevarás luego las murallas hasta tal altura que jamás ningún adversario las haga peligrar. Acabo de explicarte, hija mía, las razones de nuestra venida, y para dar más peso a mis palabras, quiero revelarte ahora mi nombre. Con sólo oírlo, y si quieres seguir mis consejos, sabrás que tienes en mí una fiel guía para acabar tu obra sin equivocarte. Razón me llaman. Puedes felicitarte por estar en tan buenas manos. Esto es todo por ahora.

Christine de Pizan (Venezia, 1364-Monasterio de Poissy, Francia, hacia 1430). Poeta, filósofa y feminista.
Hija de Tommaso da Pizzano, un boloñés que se ha puesto al servicio de la República de Venecia. La madre de Cristina, hija de un gran sabio, el anatomista Mondino de Luzzi. Son buenos tiempos para la familia pues el rey sabio, Carlos V de Francia, acoge la familia en 1368 haciéndola gozar de su favor a cambio de las variadas tareas que realiza Tommaso de Pizzano en su en- torno como consejero, médico o astrónomo. Christine de Pizan conoce pues la lengua italiana, lo cual le permite acceder a obras de escritores italianos antes de que sean traducidas y, además, ha vivido desde su infancia en un ambiente culto, con un padre que no pensaba que el conocimiento la perjudicara, sino que se alegraba de comprobar su buena disposición para las letras. Por otra parte, los trabajos de su padre le hicieron conocer la corte en su juventud, lo cual supuso un caudal de experiencia y relaciones que le serían más tarde de gran ayuda cuando decidió vivir de su pluma. Pero no solo eso, en tanto que joven de rango es muy posible que se iniciara entonces en los juegos literarios corteses en los que participan las damas aristocráticas.
En 1380 a sus 15 años se casó con Étienne du Castel (secretario de la corte), diez años mayor que ella. El matrimonio tuvo tres hijos (una niña y dos niños) y por lo que se ha podido saber tuvieron siempre una buena relación. Prueba de ello es el apoyo que Christine recibió por parte de su marido, que no solo lo permitió sino que la alentó para que siguiera estudiando y leyendo. Por lo tanto, consiguió tener un gran equilibrio en su vida: era madre y escritora. Desafortunadamente, el rey Carlos V murió ese mismo año y muchos de los ingresos de Étienne fueron reducidos por el nuevo rey. Tomaso, su padre, murió debido a una enfermedad en 1390 y Étienne también murió en forma repentina, por lo que Christine, con 25 años, viuda y a cargo de tres niños, su madre y una sobrina no hizo lo que más se podía esperar de ella: volver a casarse o entrar en un convento. Por el contrario, durante la década de 1390, con una intensa vocación intelectual, se ha dedicado al estudio, con amplias lecturas de diversa índole, hasta conseguir vivir de su trabajo intelectual. Tanto es así que al cabo de unos años, en 1403, Christine afirma haber compuesto obras que, en su conjunto, suponen setenta cuadernos de gran volumen. Al inicio del siglo XV, Christine de Pizan es una intelectual consumada con una amplia obra, cuyos manuscritos son adquiridos por la alta nobleza.
Varios hechos ponen de manifiesto que Christine de Pizan es, aunque no le falten detractores, una intelectual reconocida a principios del siglo XV. Durante los años de apaciguamiento del conflicto anglo-francés, el rey usurpador Enrique IV de Lancaster le ofrece acogerla en su corte y, poco después, lo mismo hace el duque de Milán. Pero además, en 1404, por encargo del duque de Borgoña Philippe le Hardi, acaba de relatar la historia del reino del difunto rey sabio Carlos V, por el que Christine siente una profunda admiración. Lo inusitado que una mujer recibiera ese encargo, cuya trascendencia política es evidente para la situación que vive el reino, da prueba de la notoriedad intelectual que había alcanzado la autora.
Y es que Christine de Pisan participó en la disputa del Roman de la Rose, situándose en un enfrentamiento de posturas que tuvo amplios ecos en los medios universitarios y la nobleza. Christine se encuentra entre los que indigna la segunda parte del famoso Roman de la Rose, compuesta por el universitario Jean de Meung y en la que se pierde la magia del universo cortés de la primera, obra Michel de Lorris. Simone Roux resume así las ideas de Christine sobre el Roman de la Rose de Jean de Meung: es un texto obsceno que usa un vocabulario crudo, incita al pecado porque denigra la castidad de las mujeres y propugna la promiscuidad sexual y la lujuria, al tiempo que es difamatorio por denigrar el valor del matrimonio y el amor sincero de las esposas honestas (Roux, 2006: 156). Christine de Pizan participa en la disputa con L’Epistre au Dieu Amours en 1369, obra a la que pronto seguirá una traducción abreviada al inglés, refutando planteamientos misóginos y haciendo de Jean de Meung, entre otros, objeto de sus críticas. Los apoyos y ataques que recibió entonces de intelectuales de la época la pusieron en primera fila del combate de ideas, lo cual contribuyó a aumentar su notoriedad como escritora. Era excepcional que una mujer participara con lo más granado de la intelectualidad del momento en un debate de altos vuelos como este.
Cuando empezó a ser más conocida logró recibir el apoyo de muchos nobles medievales, especialmente del rey Carlos VI y su esposa la reina Isabela de Baviera quien le proporcionó un estudio en la Biblioteca Real. De esta manera Christine De Pizan fue la primera mujer en tener un espacio personal para dedicarse a escribir, al que llamó “Estude”, que puede ser considerado el antecedente de la Habitación Propia de Virginia Woolf. Ahí Christine comenzó a escribir baladas de amores perdidos, poemas que son motivados por la tristeza de la muerte de su marido, de los que compuso 300 entre 1393 y 1412 y que fueron un éxito popular.
Con el tiempo Christine, como otros escritores coetáneos, en particular Alain Chartier, deja el lirismo personal de las baladas para situarse en el plano de la reflexión y comenzó a profundizar en temas más filosóficos, políticos y mitológicos, entre los que destacan “Epístola del Dios del Amor” (1399) donde aborda los falsos amores; “Epístola a la reina Isabel” sobre la política de la época; “Las epístolas de Otea a Héctor “ una colección de 90 cuentos alegóricos.
Al comenzar el siglo XV, empezó a escribir sobre los derechos de las mujeres y fundó La Querelle de la Rose, también conocida como “la querella de las mujeres”, una agrupación femenina que debatía sobre el papel de las mujeres, su acceso al conocimiento y la denuncia de la subordinación que sufrían en la época. Este grupo estuvo activo hasta el siglo XVII. La obra más conocida de Christine de Pizan es La ciudad de las damas, terminada en 1405 y considerada como la precursora del feminismo occidental. El libro surge como respuesta a Roman de la Rose. Para refutar las afirmaciones y argumentos misóginos, la pensadora crea una ciudad alegórica en la que se dan cita una multitud de mujeres ilustres. María Magdalena, la Reina de Saba, Safo, Medea, Circe, Medusa y otras tantas habitan la Ciudad de las Damas y cada una aporta un ejemplo de contraargumentación.
En 1418 debido a la guerra civil, Christine abandona París para recluirse en el convento de Poissy, donde permanecerá el resto de su vida. Son años de silencio literario, solo interrumpido por dos obras devotas, las Heures de contemplation sur la Passion de notre Seigneur y la Epistre de la prison de la vie humaine, que hacen si aún cabe más variada su trayectoria. Sin embargo, Christine de Pizan iba a encontrar una inesperada satisfacción en los últimos meses de su vida al ser conocedora de las proezas de Juana de Arco, cuya acción fue decisiva en 1429 para que los franceses comenzaran a invertir el curso de la guerra. Después de haber defendido a las mujeres, poniendo de manifiesto no solo la ampli- tud de sus cualidades positivas sino también su capacidad para conocer y actuar similar a la de los hombres, es imaginable la satisfacción que le produjo el que una joven doncella fuera determinante para cambiar el curso de la guerra. Su última obra es precisamente un poema en honor a Juana de Arco: Le Dictié de Jeanne d’Arc, “Canción en honor de Juana de Arco” (1429).
De Pizan murió en 1430 a los sesenta y cinco años de edad.
La amplitud y calidad de la obra de Chistine es enorme ya que abarca desde la poesía lírica a la reflexión sobre los males morales y políticos que aquejaban entonces Francia, así como su notoria difusión, atestiguada por los numerosos manuscritos conservados y sus traducciones al inglés, flamenco y portugués ya en el siglo XV (Roux, 2006: 183). Amante de la libertad, filósofa, erudita y escritora en mayúsculas. Ni las convenciones machistas de la época, ni el matrimonio, ni la maternidad, ni la viudez, ni la adversidad frenaron su vocación intelectual. Precursora del feminismo proclamó una nueva imagen y papel para las mujeres en la sociedad, siendo ella misma, el ejemplo viviente de su forma de pensar.
Fue Simone de Beauvoir quien recordó al mundo quién había sido esta gran intelectual. En su libro «El segundo sexo» expresó que Cristina de Pizan había sido la primera mujer en tomar la pluma para defender los derechos de «su sexo». Hoy Christine De Pizan es considerada la primera feminista del Occidente.
“Si fuera costumbre mandar a las niñas a las escuelas e hiciéranles luego aprender las ciencias, cual se hace con los niños, ellas aprenderían a la perfección y entenderían las sutilezas de todas las artes y ciencias por igual que ellos… pues… aunque en tanto que mujeres tienen un cuerpo más delicado que los hombres, más débil y menos hábil para hacer algunas cosas, tanto más agudo y libre tienen el entendimiento cuando lo aplican. Ha llegado el momento de que las severas leyes de los hombres dejen de impedirles a las mujeres el estudio de las ciencias y otras disciplinas. Me parece que aquellas de nosotras que puedan valerse de esta libertad, codiciada durante tanto tiempo, deben estudiar para demostrarles a los hombres lo equivocados que estaban al privarnos de este honor y beneficio. Y si alguna mujer aprende tanto como para escribir sus pensamientos, que lo haga y que no desprecie el honor sino más bien que lo exhiba, en vez de exhibir ropas finas, collares o anillos. Estas joyas son nuestras porque las usamos, pero el honor de la educación es completamente nuestro”
Christine de Pizan «La ciudad de las damas»( Madrid: Ediciones Siruela, 2015)
A continuación os compartimos un poema de la poeta mexicana Claudia Posadas donde la autora toma el yo o la voz de Christine para escribir en nombre de ella, un poema dedicado a la Doncella(Juana de Arco).
Como explica Claudia : » el último poema que en vida escribió Christine fue dedicado a Juana de Arco, pero a la vez, le doy una vuelta de tuerca, porque hablo como si Christine estuviese hablando desde el cielo, fuera del tiempo, recordando los últimos pensamientos de su vida«.
CHRISTINE LLORA A LA PUCELLE
Naciste en un buen día, Juana,
bendito el que te creó,
doncella de Dios mandada,
que el Espíritu colmó
de su gracia, que has tenido
de dones toda abundancia,
todo ruego concedido,
¿cómo te daremos gracias?
CHRISTINE DE PIZAN, LA DITTIÉ DE JEHANNE D ́ ARC, XXI
Doncella, el blasón de tu acorazado corazón,
la corona coronándolo;
Doncella,
tu figura cabalgando al viento, la pureza de tus causas…
Domrémy, seis de enero,
nacida como promesa de la Epifanía,
como última y libertaria exhalación de conciencias que habían sido quebrantadas contra los
muros.
Fuiste la niña elegida por Dios para llevar los tres ángeles del estandarte:
uno para encauzar, aún contra el viento, la espiral del río que guiase las barcas a puerto
adverso;
el mismo para imantar la flecha a tendón enemigo;
otro para ondear el silencio en el ara secreta;
uno más para resistir al arcano que, no lo sabías, reclamaría tu nombre.
Seas bienvenida,
la pequeña pastora que logró escuchar el llamado observante del día;
la invocada por las redes extrañas de la causalidad,
aquel deseo que fuese traído al mundo por Beda y Sybilla desde el confín del sueño:
la espada en alto de una mujer sostendrá la fe que nos despertará…
Cómo es que esa empuñadura no logró enclavar el ansia inquisidora
como una transverberación que figurase al ángel;
cómo fue, Juana, que no logró detener al verdugo
al perturbarse éste en la transparencia oracular de tus ojos
al ver su cráneo hundido por siempre bajo la mezquindad de su juicio.
Tus ojos.
Esos tus ojos con que soportaste el resplandor avivado en tu propia carne en la plaza Vieux-
Marché;
esos tus ojos que no dejaron de mirar la cruz mientras su devoción se fundía con tus médulas,
tu boca deshecha con que aún pudiste clamar seis veces al Salvador como un pequeño
(Jeshus…)
conjuro…
y tu pecho ahorcado por el humo
un estallamiento
tu sangre goteando en el rostro de quienes lloraban tu cauterio
un estallamiento
el grito gutural del tórax
mas tu corazón,
tu corazón tres veces incendiado el cuerpo para que no quedase nada
pero quedaba todo:
quedaban tus venas todavía,
quedaban tus vísceras tus células tres veces el martirio hasta confundirse con las cenizas de
la pira
mas tu corazón,
tu corazón intacto como tu verdad.
Y tú Juana, sola con tu diminuta fe ante los templos de poder,
tú con tus desahuciadas palabras ante la investidura de esas hienas ocultando sus huesos
y ante los rubíes de sus cuencas,
con tu doméstica y salvaje bondad ante aquellas bestias de guerra y tributos
sola,
con tan sólo tu pureza frente a los retorcimientos con los que buscaban confundirte,
acaso llegaste a dudar de tus voces,
si tus voces realmente eran tus Santas,
si era el Arcángel:
“habré interpretado mal su lenguaje,
por qué Majestades tan dignas tendrían que revelarse ante mí.”
O acaso llegaste a dudar de ti misma:
“si fui tentada no por el ángel y si por mi enorme soberbia caí porque sólo amaba mi silueta
cabalgando al viento y era una mentira que quería el bien de mi pueblo;
si falté a mis padres por haberlos abandonado,
si merezco el castigo porque, como dicen todos, sólo soy una pobre mujer…”
Tu soledad en medio de la celda pestífera
con tu cuerpo estrellado contra las heladas baldosas,
cuánto dolor, cuánto llanto Juana,
¿habrías llegado a maldecir a ese tu Rey por haber sido indigno del Orbe que Dios puso entre
sus manos debido a tu estandarte?
(espero que sí, por la maldición intrínseca a sus miserables restos):
“no mi delfín, tú no puedes abandonarme porque soy la doncellez dicha por los profetas;
no debes, Rey mío, porque también fui tocada por el sol que te coronó en Reims,
no debes, no puedes, no tú,
mon Roi…”
O habrías dudado, Juana, de tus ordenanzas:
“desobedecí a mi príncipe y altiva libré las batallas que me había prohibido;
nunca debí ataviarme la armadura anómala, el yelmo informe,
pertrechos de los hombres
ellos,
nunca debí desafiarlos…”
Ay, Juana mía…
Sola, con tu inocente y no sabías que fatal, causa de Dios.
Cómo podías saber que la puerta que casi cercenó tu rostro negándote sólo a ti la entrada a la
fortaleza auxiliadora,
fue cerrada por voluntad de ese reyezuelo bastardo o por su madrastra reptil (cuya estirpe, que
ya no reina, ha sido y será maldecida al haber derramado tu sangre),
o por los babeantes gusanos de la corte
o por todos;
sola, en Ruan, con tu desquiciante soledad,
en esa torre;
cómo podías saber que eras ya una profecía inservible,
una virtud incómoda;
que tus cenizas disueltas en el Sena eran la moneda de cambio ante los pactos.
Sola con tu desamparo en medio de tu calcinación:
“Señor, por qué me has abandonado…”
No Juana, Dios nunca te dejó.
Yo, Christine, evocando la soledad de mi terrenal clausura,
ya entregado el esplendor de nuestra tierra,
(aquella por la que luchaste),
al extranjero y al blasfemo traidor,
y con el sólo consuelo de haber estado con mi hija allí, conmigo,
también consagrada al Eterno;
en esa hora oscura de mi desaparición que bien recuerdo, te digo que fuiste mi gran esperanza,
la piedra preciosa de mi ciudad interior donde todas nosotras viviríamos salvas y salvadas;
cuánto dolor, cuánto llanto si antes de haber escrito mis últimos versos
por supuesto dedicados a tu gloria,
hubiese sabido de tu hoguera a manos de esos mismos que condenaron mis dichos, los mismos
condenados por la eternidad que destruyeron también por fuego a otras hermosas
damas junto con sus hermosas obras.
No, Juana, Dios siempre estuvo contigo.
Ahora que habito, junto con mi hija y mi pequeño Étienne en esta Ciudad del Cielo,
sé que Dios tomó en sus manos tu corazón,
ése tu corazón ignífugo.
Yo, Christine, abro de par en par las puertas del castillo amparador a ti y a ese tu corazón que
será la llama viviente de nuestro altar,
tu acorazado corazón,
la corona del tiempo coronándolo
Amén.
Ciudad de las Damas, Reino de Cielo, Abadía Celeste de Saint-Louis de Poissy.
Este poema fué publicado originalmente en el siguiente enlace :
Seguimos con otro poema de Claudia Posadas sobre Christine y su padre, en la Biblioteca real.
En palabras de la autora : «me puse a imaginar cómo sería la relación de ensañanza entre padre e hija, y la comunión y complicidad que implicó para los dos».
LA HIJA DEL ASTRÓLOGO
Mirar las estrellas para saber a cuál pertenece
(el designio…)
Adivinar cuál será entre los cúmulos,
acaso Alfa Centauro o aquel cintilar azul
o el Venus gigantesco
No
dejar nada a la suerte (el azar); mejor distinguir el astro para anclarlo a su corazón
por siempre…
Ella mira a su padre girar la rueda de los pergaminos. Lo observa tomar de ésta un manuscrito
y descifrar los símbolos celestes al desplegar la Miniatura sobre su mesa;
ve cómo toma una esfera y la sitúa frente a sí para mirarla al trasluz;
también ve cómo dispone el astrolabio conforme el mapa del cielo que ha consultado
Sí,
eso quiere para ella. No el huso y la rueca sino la esfera:
observa su centro despertar en resplandores mínimos, encuentra en ese hervidero de fotones
muchos caminos para descifrar y nombrarlos y encontrar y nombrar el suyo,
el propicio,
el incuestionable,
(la fuerza)
ella,
apenas niña…
Del cielo elige, finalmente, un prisma de matices y vórtices titilantes
que me sea una constelación favorable, —murmura para sí.
Sabe que el prisma será su Astro, uno entre todos, y se lo indica a su padre;
su padre quien busca en sus libros la Casa a la que pertenece el enjambre,
una más allá,
una entre todas,
el astro:
(3) γ Algieba, la doble corona:
(2) β Dafira, elipse más grande que el radio solar,
(1) α Regulus, la más
brillante,
Sí,
α β γ
Cor Leonis aurada por el Sol
ella,
apenas limen
que sin saberlo todavía,
construirá la Ciudad Protectora,
enfrentará las coartadas de la Vía Láctea.
Hija y padre, entrelazando sus manos, toman la esfera en cuyo interior brilla el corazón elegido
por siempre
(el designio, el azar, la fuerza,
el designio que le dio el azar, el azar que le dio la fuerza, la fuerza que le dio la sangre,
el designio, la fuerza, el azar que le dieron la sangre y la carne).
Sí,
el padre lo sabe también;
pronto anotará las coordenadas con azur especular en su libro de estrellas aguardando en
secreto el día en que la hija o alguien, más allá, descifren el nombre y la ruta de lo astral.
Ambos sonríen, mirándose uno al otro
sí,
por siempre
en su corazón.
Poema publicado también en: http://revistaliterariaalga.com/85_54.htm
Nota: La publicación de estos dos poemas en nuestra pagina ha sido autorizado por su autora *Claudia Posadas a quien agradecemos su amabilidad y confianza.
*Claudia Posadas (México, 1970). Poeta, ensayista y periodista cultural. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, Fonca-Conaculta, 2011 y 2016. De la misma instancia ha sido becaria en el Programa de Intercambio de Residencias Artísticas para Chile (2008), en Jóvenes Creadores en Poesía (2000 y 2005), y en el Programa de Fomento a Proyectos y Coinversiones Culturales con una investigación sobre literatura iberoamericana contemporánea (2002).
Ha publicado, entre otros, La memoria blanca de los muros (poesía, 1997), Liber Scivias (2010), Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines 2009, reeditado por la UNAM (2016), y las antologías de las poetas chilenas Carmen Berenguer. Plaza tomada. Poesía, 1983-2020 (UANL, 2021) y Stella Díaz Varín (Colección Vindictas Poetas Latinoamericanas, Material de Lectura de la UNAM, 2023), ambas selección y prólogo suyo.
Ensayos, poemas y entrevistas suyas con autores hispanoamericanos de primer orden han sido incluidos en compilaciones de Latinoamérica. Fue becaria de varios programas de la Secretaría de Cultura a través del Fondo Nacional para la cultura y las Artes, entre ellos el de Residencias Artísticas para Chile (2008), y también miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte, en 2011 y 2016.
Enlaces de interés :
https://roderic.uv.es/bitstream/handle/10550/47675/Introduccion%20CBAD.pdf?sequence=1
https://seminariolecturasfeministas.files.wordpress.com/2012/01/la-ciudad-de-las-damas-texto.pdf
https://www.poemas-del-alma.com/blog/especiales/cristina-pizan-mujeres-literatura
Deja una respuesta