10 Poemas de John Keats

Oda a un ruiseñor 

Me duele el corazón y aqueja un soñoliento
torpor a mis sentidos, cual si hubiera bebido
cicuta o apurado algún fuerte narcótico
ahora mismo, y me hundiese en el Leteo:
no porque sienta envidia de tu sino feliz,
sino por excesiva ventura en tu ventura,
tú que, Dríada alada de los árboles,
en alguna maraña melodiosa
de los verdes hayales y las sombras sin cuento,
a plena voz le cantas al estío.

¡Oh! ¡Quién me diera un sorbo de vino, largo tiempo
refrescado en la tierra profunda,
sabiendo a Flora y a los campos verdes,
a danza y canción provenzal y a soleada alegría!
¡Quién un vaso me diera del Sur cálido,
colmado de hipocrás rosado y verdadero,
con bullir en su borde de enlazadas burbujas
y mi boca de púrpura teñida;
beber y, sin ser visto, abandonar el mundo
y perderme contigo en las sombras del bosque!

A lo lejos perderme, disiparme, olvidar
lo que entre ramas no supiste nunca:
la fatiga, la fiebre y el enojo de donde,
uno a otro, los hombres, en su gemir, se escuchan,
y sacude el temblor postreras canas tristes;
donde la juventud, flaca y pálida, muere;
donde, sólo al pensar, nos llenan la tristeza
y esas desesperanzas con párpados de plomo;
donde sus ojos claros no guarda la hermosura
sin que, ya al otro día, los nuble un amor nuevo.

¡Perderme lejos, lejos! Pues volaré contigo,
no en el carro de Baco y con sus leopardos,
sino en las invisibles alas de la Poesía,
aunque la mente obtusa vacile y se detenga.
¡Contigo ya! Tierna es la noche
y tal vez en su trono esté la Luna Reina
y, en torno, aquel enjambre de estrellas, de sus Hadas;
pero aquí no hay más luces
que las que exhala el cielo con sus brisas, por ramas
sombrías y senderos serpenteantes, musgosos.

Entre sombras escucho; y si yo tantas veces
casi me enamoré de la apacible Muerte
y le di dulces nombres en versos pensativos,
para que se llevara por los aires mi aliento
tranquilo; más que nunca morir parece amable,
extinguirse sin pena, a medianoche,
en tanto tú derramas toda el alma
en ese arrobamiento.
Cantarías aún, mas ya no te oiría:
para tu canto fúnebre sería tierra y hierba.

Pero tú no naciste para la muerte, ¡oh, pájaro inmortal!
No habrá gentes hambrientas que te humillen;
la voz que oigo esta noche pasajera, fue oída
por el emperador, antaño, y por el rústico;
tal vez el mismo canto llegó al corazón triste
de Ruth, cuando, sintiendo nostalgia de su tierra,
por las extrañas mieses se detuvo, llorando;
el mismo que hechizara a menudo los mágicos
ventanales, abiertos sobre espumas de mares
azarosos, en tierras de hadas y de olvido.

¡De olvido! Esa palabra, como campana, dobla
y me aleja de ti, hacia mis soledades.
¡Adiós! La fantasía no alucina tan bien
como la fama reza, elfo de engaño.
¡Adiós, adiós! Doliente, ya tu himno se apaga
más allá de esos prados, sobre el callado arroyo,
por encima del monte, y luego se sepulta
entre avenidas del vecino valle.
¿Era visión o sueño?
Se fue ya aquella música. ¿Despierto? ¿Estoy dormido?

Historia en versos

Lo hermoso es alegría para siempre:
su encanto se acrecienta y nunca vuelve
a la nada, nos guarda un silencioso
refugio inexpugnable y un reposo
lleno de alientos, sueños, apetitos. 
Por eso cada día nos ceñimos
guirnaldas que nos unan a la tierra,
pese a nuestro desánimo y la ausencia
de almas nobles, al día oscurecido,
a todos los impávidos caminos 
que recorremos; cierto, pese a esto,
alguna forma hermosa quita el velo
de nuestro temple oscuro: talla luna,
el sol, los árboles que dan penumbra
al ganado, o tales los narcisos 
con su universo húmedo o los ríos
que construyen su fresco entablamento
contra el ardiente estío; o el helecho
rociado con aroma de las rosas.
Y tales son también las pavorosas
formas que atribuimos a los muertos,
historias que escuchamos o leemos
como una fuente eterna cuyas aguas
del borde de los cielos nos llegaran.

Y no sentimos a estos seres sólo 
por breve lapso; no, sino que como
los árboles de un templo pronto aúnan
su ser al templo mismo, así la luna,
la poesía y sus glorias infinitas
cual una luz alegre nos hechizan
el alma y nos seducen con tal fuerza
que, haya sombra o luz sobre la tierra,
si no nos acompañan somos muertos.
Así, con alegría, yo refiero
la historia de Endimión (…)

Versión de Gabriel Insuasti

Oda a la melancolia

I
No vayas al Leteo ni exprimas el morado
acónito buscando su vino embriagador;
no dejes que tu pálida frente sea besada
por la noche, violácea uva de Proserpina.
No hagas tu rosario con los frutos del tejo
ni dejes que polilla o escarabajo sean
tu alma plañidera, ni que el búho nocturno
contemple los misterios de tu honda tristeza.
Pues la sombra a la sombra regresa, somnolienta,
y ahoga la vigilia angustiosa del espíritu.

II
Pero cuando el acceso de atroz melancolía
se cierna repentino, cual nube desde el cielo
que cuida de las flores combadas por el sol
y que la verde colina desdibuja en su lluvia,
enjuga tu tristeza en una rosa temprana
o en el salino arco iris de la ola marina
o en la hermosura esférica de las peonías;
o, si tu amada expresa el motivo de su enfado,
toma firme su mano, deja que en tanto truene
y contempla, constante, sus ojos sin igual.

III
Con la Belleza habita, Belleza que es mortal.
También con la alegría, cuya mano en sus labios
siempre esboza un adiós; y con el placer doliente
que en tanto la abeja liba se torna veneno.
Pues en el mismo templo del Placer, con su velo
tiene su soberano numen Melancolía,
aunque lo pueda ver sólo aquel cuya ansiosa
boca muerde la uva fatal de la alegría.
Esa alma probará su tristísimo poder
y entre sus neblinosos trofeos será expuesta.

Oda a una urna griega

Tú, todavía virgen esposa de la calma,
criatura nutrida de silencio y de tiempo,
narradora del bosque que nos cuentas
una florida historia más suave que estos versos.
En el foliado friso ¿qué leyenda te ronda
de dioses o mortales, o de ambos quizá,
que en el Tempe se ven o en los valles de Arcadia?
¿Qué deidades son ésas, o qué hombres? 
¿Qué doncellas rebeldes?
¿Qué rapto delirante? ¿Y esa loca carrera? 
¿Quién lucha por huir?
¿Qué son esas zampoñas, qué esos tamboriles, 
ese salvaje frenesí?

Si oídas melodías son dulces, más lo son las no oídas;
sonad por eso, tiernas zampoñas,
no para los sentidos, sino más exquisitas,
tocad para el espíritu canciones silenciosas.
Bello doncel, debajo de los árboles tu canto
ya no puedes cesar, como no pueden ellos deshojarse.
Osado amante, nunca, nunca podrás besarla
aunque casi la alcances, mas no te desesperes:
marchitarse no puede aunque no calmes tu ansia,
¡serás su amante siempre, y ella por siempre bella!

¡Dichosas, ah, dichosas ramas de hojas perennes
que no despedirán jamás la primavera!
Y tú, dichoso músico, que infatigable
modulas incesantes tus cantos siempre nuevos.
¡Dichoso amor! ¡Dichoso amor, aun más dichoso!
Por siempre ardiente y jamás saciado,
anhelante por siempre y para siempre joven;
cuán superior a la pasión del hombre
que en pena deja el corazón hastiado,
la garganta y la frente abrasadas de ardores.

¿Éstos, quiénes serán que al sacrificio acuden?
¿Hasta qué verde altar, misterioso oficiante,
llevas esa ternera que hacia los cielos muge,
los suaves flancos cubiertos de guirnaldas?
¿Qué pequeña ciudad a la vera del río o de la mar,
alzada en la montaña su clama ciudadela
vacía está de gentes esta sacra mañana?
Oh diminuto pueblo, por siempre silenciosas
tus calles quedarán, y ni un alma que sepa
por qué estás desolado podrá nunca volver.

¡Ática imagen! ¡Bella actitud, marmórea estirpe
de hombres y de doncellas cincelada,
con ramas de floresta y pisoteadas hierbas!
¡Tú, silenciosa forma, tu enigma nuestro pensar excede
como la Eternidad! ¡Oh fría Pastoral!
Cuando a nuestra generación destruya el tiempo
tú permanecerás, entre penas distintas
de las nuestras, amiga de los hombres, diciendo:
«La belleza es verdad y la verdad belleza»… 
Nada más se sabe en esta tierra y no más hace falta.

Bien venida alegría, bien venido pesar

Bien  venida alegría, bien venido pesar,
la hierba del Leteo y de Hermes la pluma:
vengan hoy y mañana,
que los quiero lo mismo.
Me gusta ver semblantes tristes en tiempo claro
y alguna alegre risa oír entre los truenos;
bello y feo me gustan:
dulces prados, con llamas ocultas en su verde,
y un reírse zumbón ante una maravilla;
ante una pantomima, un rostro grave;
doblar a muerto y alegre repique;
el juego de algún niño con una calavera;
mañana pura y barco naufragado;
las sombras de la noche besando a madreselvas;
sierpes silbando entre encarnadas rosas;
Cleopatra con regios atavíos
y el áspid en el seno;
la música de danza y la música triste,
juntas las dos, prudente y loca;
musas resplandecientes, musas pálidas;
el sombrío Saturno y el saludable Momo:
risa y suspiro y nueva risa…
¡Oh, qué dulzura, el sufrimiento!
Musas resplandecientes, musas pálidas,
de vuestro rostro alzad el velo,
que pueda veros y que escriba
sobre el día y la noche
a un tiempo; que se apague
mi sed de dulces penas;
ramas de tejo sean mi refugio,
entrelazadas con el mirto nuevo,
y pinos y limeros florecidos,
y mi lecho la hierba de una fosa.

Oda a Psique

¡Oh diosa! Escucha estos versos silentes arrancados
por la dulce coacción y la memoria amada,
y perdona que cante tus secretos
incluso en tus suaves oídos aconchados.
¿Soñé hoy acaso, o es que he visto
a Psique alada con ojos despiertos?
Vagaba descuidado por un bosque sin razón ni cuidado,
y observé de repente, lleno de sorpresa
dos hermosas criaturas que juntas yacían,
sobre la hierba crecida bajo un techo de hojas
que susurran y flores temblorosas y fluía
un arroyuelo perceptible apenas.

Entre flores tranquilas, de raíces frescas y aromáticos
capullos, azules plateadas con yemas de púrpura,
yacen sosegados en el lecho de hierba;
juntos, abrazadas sus alas,
sus labios no se rozan, mas no se despiden,
separados por las suaves manos del letargo,
y dispuestos a exceder los besos ya entregados
al abrir sus tiernos ojos como auroras de amor:
al muchacho alado conocía,
pero ¿ quién eres tú, feliz paloma?
¡Eras tú, su fiel Psique!
¡Tú, la última nacida, y visión más hermosa
de aquella apagada jerarquía del Olimpo!
Más clara que la estrella de Febe en su espacio
de zafiros, que Véspero, amorosa luciérnaga
del cielo, más hermosa, aunque templo no tengas
ni altar de flores colmado
ni un coro de vírgenes con cantos deliciosos
en las hojas de la noche,
ni voz, ni laúd, ni flauta, ni incienso dulce
ni santuario, ni bosque, ni oráculo, ni ardor
de profeta de labios macilentos que sueña.

¡Oh tú, la más brillante! Ya es tarde para votos antiguos,
muy tarde para liras devotas y entusiastas,
cuando sagrados eran los bosques encantados
y sagrados el aire, el agua y el fuego;
incluso en estos días, tan alejados
de ofrendas jubilosas, tus alas refulgentes,
batiendo entre los pálidos seres del Olimpo,
veo, y canto inspirado tan sólo por mis ojos.
Déjame ser, entonces, el coro que te cante
en las horas de la noche,
tu voz, tu laúd, tu flauta, tu incienso dulce
que exhala el incensario que ligero oscila,
tu santuario, tu bosque, tu oráculo, tu ardor
de profeta de labios macilentos que sueña.
Yo seré tu sacerdote y edificaré un templo
En alguna región oculta de mi mente,
En la que rámeas ideas, nacidas con dolor
Gozoso, murmuren al viento en vez de los pinos:
y lejos esos árboles oscuramente unidos
cubrirán cada ladera de las montañas de cimas
agrestes, y los céfiros, los ríos, aves y abejas
arrullarán a las dríadas sobre el musgo;
y en medio de esta vasta quietud
adornaré un santuario con rosas
con el rico emparrado de mi laboriosa mente,
con brotes, campanillas, y con estrellas sin nombre,
con todo aquello que Fantasía pudo jamás crear,
jardinera que cría flores que nunca crecen iguales,
y para ti habrá las más suaves delicias
que consiguen los pensamientos vagos,
una antorcha brillante y una ventana en la noche
para que el cálido Amor penetre.

A la soledad

¡Oh, Soledad! Si contigo debo vivir,
que no sea en el desordenado sufrir
de turbias y sombrías moradas,
subamos juntos la escalera empinada;
Observatorio de la naturaleza,
contemplando del valle su delicadeza,
sus floridas laderas,
su río cristalino corriendo;
Permitid que vigile, soñoliento,
bajo el tejado de verdes ramas,
donde los ciervos pasan como ráfagas,
agitando a las abejas en sus campanas.
Pero, aunque con placer imagino
estas dulces escenas contigo,
el suave conversar de una mente,
cuyas palabras son imágenes inocentes,
es el placer de mi alma; y sin duda debe ser
el mayor gozo de la humanidad,
soñar que tu raza pueda sufrir
por dos espíritus que juntos deciden huir.

Versión de Màrie Montand

Meg Merrilies

La vieja Meg era gitana
y vivía en el monte:
era el brezo rojizo su lecho
y al aire libre tuvo su morada.
Negras moras de zarza por manzanas tenía,
por grosellas, simiente de retama;
su vino era el rocío de blancas zarzarrosas,
tumbas del camposanto eran sus libros.

Las ásperas quebradas por hermanas tenía
y por hermanos los alerces:
y sólo en compañía de su familia vasta,
vivió cómo le plugo.
Pasó sin desayuno más de alguna mañana
y sin almuerzo más de un mediodía,
y en vez de cenar, fijamente
contemplaba la luna.

Mas todas las mañanas, con tierna madreselva
sus guirnaldas tejía,
y cada noche, el tejo de la hondonada oscura,
cantando, entrelazaba.
y con sus dedos viejos y morenos
tejía esteras de junco,
que daba a los labriegos
al pasar por el monte.

Fué Meg bizarra como la reina Margarita,
y como de amazona era su talla:
llevó por capa el trozo de alguna manta roja,
tocóse con un mísero sombrero.
Que a sus huesos de vieja conceda Dios descanso,
pues murió ya hace tiempo.

Versión de Màrie Montand

La paloma

Una paloma tuve muy dulce, pero un día
se murió. Y he pensado que murió de tristeza.
¡Oh! ¿Qué le apenaría? Sus pies ataba un hilo
de seda, y con mis dedos lo entrelacé yo mismo.
¿Por qué morías, tú, de pies lindos y rojos?
¿Por qué dejarme, pájaro tan dulce? ¿Por qué? Dime.
Muy solito vivías en el árbol del bosque:
¿Por qué, gracioso pájaro, no viviste conmigo?
Te besaba a menudo, te di guisantes dulces:
¿Por qué no vivirías como en el árbol verde?

Sobre la muerte

I

¿Puede la Muerte estar dormida, si la vida es solo un sueño,
Y las escenas de dicha pasan como un fantasma?
Los efímeros placeres a visiones se asemejan,
Y aun creemos que el dolor más grande es morir.

II

Cuán extraño es que el hombre deba errar sobre la tierra,
Y llevar una vida de tristeza, pero que no abandone
Su escabroso sendero, ni se atreva a contemplar solo
Su destino funesto, que no es sino despertar.

John Keats ( Londres, Reino Unido, 31 de octubre de 1795 – Roma, Italia, 23 de febrero de 1821) es uno de los poetas más grandes del Romanticismo europeo.

Era el mayor de los cuatro hijos de Thomas Keats y de Frances Jennigs Keats.
En el año 1804 su padre falleció de una fractura de cráneo, al caer de su caballo y ese mismo año su madre se volvió a casar con William Rawlings. En 1810 muere la madre de tuberculosis quedando huérfanos y a cargo de su abuela.

Keats comenzó su etapa escolar en el colegio Clark y posteriormente estudió Medicina y farmacia en diversos hospitales bajo las enseñanzas del Doctor Thomas Hammond, pero al final abandonó la medicina por la poesía , iniciando su trayectoria literaria con la publicación de sus primeros textos en “Examiner”, una revista editada por Leigh Hunt quien le dio a conocer entre los intelectuales ingleses de la época, en especial los poetas Lord Byron y Percy Shelley. Publicó su primer poemario en 1816 (Poemas) que no fue bien recibido por la critica; le siguió Endymion (1817)que tampoco fue bien acogido y las críticas a su trabajo le afectaron considerablemente

. En 1818, tal y como ocurriera con su madre, su hermano Tom contrajo la tuberculosis, John se dedicó a cuidar a su hermano hasta su muerte en diciembre de ese mismo año. Poco después  Keats se trasladó a casa de su amigo Charles Brown en Hampstead donde se enamoró de Fanny Brawne, quien le inspiró sus mejores versos, recogidos en el volumen Lamia, Isabella, The Eve of St. Agnes, and Other Poems (1820).

A principios de 1820 comenzó a mostrar los síntomas de la tuberculosis. Ese mismo año embarcó rumbo a Italia junto a su amigo Joseph Severn , buscando un clima más cálido, con la esperanza de que esto mejoraría su salud, pero unos meses después su enfermedad se agravó y murió en Roma, donde fue enterrado en el cementerio protestante bajo el siguiente epitafio:

Aquí yace alguien cuyo nombre se escribió en el agua.

Pese a los pocos años que vivió, la obra poética de Keats es una de las más altas y hermosas de la literatura inglesa y de las letras universales y sólo fue reivindicado después de su muerte.

Obra de Keats:

  • Poemas (1817)
  • Endymion (1818)
  • Lamia, Isabella, The Eve of St Agnes, and Others Poems (1820)

Enlaces de interés :

https://elvuelodelalechuza.com/2018/11/18/john-keats-poesia-para-sanar-el-alma/?

fbclid=IwAR2nLAxSBFVnWhr1TolwjFUgbLZDWEBm4tmq4TWxmN7oORgvVtwfXKqmYfQ

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