10 Poemas de Ida Gramcko

“El poeta se aferra a las palabras como a un vientre”

Ida Gramcko

Arráncame la aridas raíces

Arráncame las áridas raíces

déjame suspendida en el espacio,

entre los vientos firmes.

Allí se está como en un gran regazo

maternal y sin límites.

Déjame con los pájaros,

indagan lo invisible.

¡Ah, más allá del cielo se alza un árbol

que sus alas indómitas persiguen!

No lo han visto jamás y, sin embargo,

creen sentir su rumor en los confines.

Rumor de hojas distantes… Pero ¿acaso

no lo vieron, gigante, en el origen

primero de la vida, y en sus cantos

no es la voz de la ausencia lo que aflige?

Deja que suba a lo alto

y que mi canto vibre.

Canto la ausencia de algo,

de una estrella enterrada en nubes grises.

La sombra azul del árbol

se dilata y me ciñe.

Déjame con los pájaros.

Soy una flor delimitada y triste.

Arráncame los pétalos y el tallo

y la fragancia, y líbrame.


Poemas (1952)

Paisaje al fondo de un espejo

Estaba exhausta del paisaje eterno:
el mar, una cigarra, una columna,
yo, asomada a las aguas del espejo.
(La cornucopia era una crencha rubia).
Mirándome la frente y el pañuelo
en ascensión a las pupilas húmedas
por la trémula escala de los dedos;
mirándome en la luna,
en el claro de luna del espejo.
A su charco avancé, clara y desnuda.
Alrededor hallé el paisaje eterno:
el mar, una cigarra, una columna…
Oí la voz del mar en el silencio;
la voz de la cigarra en la penumbra;
enlacé la columna con mi cuerpo
y al fondo del espejo vi una ruta,
los árboles y el cielo.
Era un jardín no visitado nunca.
Vi estatuas maceradas cuyos senos
caían a la yerba como frutas,
vi fugaces destellos
de fuentes moribundas,
y una flor columpiada por el viento
volaba en el cristal ajada y mustia.
Oí la voz del mar en el silencio:
El jardín se derrumba…
Se amarán las estatuas, los espectros
de mármol que se ocultan
a la sombra de un pino o en el denso
caracol de una gruta,
Se amarán las estatuas y sus besos
serán huecos sonidos en la tumba
de sus cuerpos sin vida, de los miembros
que en la lápida marmórea los sepultan.
Caerá el amor sobre la piedra, muerto.—
Y me habló la cigarra en la penumbra:
—La salvación es el viviente gesto
que se alza de tu ser como una lluvia.
¡Riegue tu surtidor el campo yermo!
El jardín se derrumba…
Te preparan las hojas blando lecho.
¡Abandona la rígida columna!
Cruza el radiante y virginal sendero,
toca la misteriosa cerradura.—
Me encaminé al espejo,
llamé a las puertas de cristal; rotunda
pronuncié mi palabra de consuelo.
El mar sonó a lo lejos… mas ninguna
voz respondió a mi acento.
Volví a tocar… llamé al amor de nuevo;
pero las puertas continuaron mudas.
Ni resonancia ni eco
callaron mi pregunta.
y llamé largo tiempo…
y me enlacé al espejo con angustia.
Hubo tormento
y lucha
hasta que un brusco y singular estruendo
llenó la mansa alcoba de iracundia.
Vi descender, agónico, el espejo
y le tendí mis dedos como brújula.
Pero el naufragio se cumplió. Fragmentos
de paisaje clavados en mis uñas
miré y aún miro en el temblor sangriento
de mis manos convulsas:
un hilo de agua, un pedestal desierto
en que una estatua levantó su espuma,
y una flor azotada por el viento
que en una arista de cristal se mustia.
Mientras el mar suspira en el silencio
y llora la cigarra en la penumbra.

 La vara mágica (1948)

El cuervo

A Edgar Allan Poe

Solo quedan, roídos, los peldaños
de una escalera en sombras;
una percha que incita con los garfios
de dos cuernos agudos, y unas ropas
sobadas por el tiempo y el espacio
y ausentes de calor y de memoria;
sólo un tapiz de raso
con manchas de oro y un sillón con borlas;
un abanico abierto, y un retrato
erguido, solitario, en una cónsola
un espejo que es agua de los años
con amorcillos en la cornucopia.
¡Ah, ya lo ves! Y mis dormidos pasos
que suben, sin querer, mientras azota
el viento en los cristales como un pájaro
con las húmedas alas en zozobra.
¡Ah, ya lo ves! ¿Acaso
soy el espectro errante de Leonora?
De mi cuerpo, caído campanario
se alejaron las últimas palomas.
Hoy sólo anida un cuervo en mi regazo
como en una cornisa melancólica.

 Poemas de una psicótica (1964)

Cámara de cristal

Cámara 

de cristal

mi lágrima.

Y el mar.

Y alcoba pálida

mi sollozo.

Mundo de celofán.

Pecera de hondo

movimiento estelar.

Niebla de otoño.

Y algo más

 que naufraga en mi llanto misterioso.


Cámara de cristal (1943)

Voz

Hay alguien que llama desde remotas cimas,

hay una voz profunda que me pide estar cerca.

Los aires se arremansan en corrientes continuas

hasta fundir los ecos en la dormida piedra.


El camino es un paso que dio el gigante mundo

con sus botas de angustia, pensativas y negras;

era un viajero entonces, desamparado y rudo,

y con su andar de nave fue duplicando huellas.


A veces tengo alas. Los cabellos furtivos

se fugan entre ratos de las furias del viento,

las manos, como arañas, van tejiendo en sus giros

una red infinita de locura y de ensueño.


¡Llegaré hasta la cumbre! Tendré todas las flores

azules y mojadas que habitan en las cuevas,

y habrá un concierto claro de pájaros y voces

en la garganta virgen de la desnuda tierra.


Hay alguien que me llama desde remotas cimas

y voy tras su llamado como la humilde sierva:

manos y pies descalzos…entre luces y vidas,

hasta la voz profunda que me pide estar cerca.

Umbral (1941)

Ida Gramcko y Elizabeth Schön

Casi silencio

La piedra cae el fondo. Así caen todas

las piedrecillas. Un día, algo que remueve

las aguas las hace correr, precipitarse,

abriendo heridas en la fina arena. El

agua toda es llanto. Pero un rayo de

sol aparece. Las aguas se hacen claras.

Al fondo, lentamente, las piedrecillas

hallan al fin sitio. Y encima de las aguas,

flota una flor entreabierta: la

conciencia.

La esencia no es pérdida de tierna

presencia.

La esencia es la presencia

de lo intemporal,

de lo divino y sobrehumano.

El cambio, para que lo sea,

tiene que cambiar siempre.

He ahí la permanencia.

La muerte es lo único

que no es curable.

Para lo más hondo, yo no creo

en instantes. Lo supremo jamás

es actual.

El amor sin mortal asidero,

no se somete al tiempo.

Porque lo que está sometido

al devenir y no al alcance

de lo más luminoso y más puro,

aunque sea emotivo, es ligero.

Lo que no conocemos no es misterio.

Son aspectos insignificantes

del mundo material.

Conocemos lo eterno, lo inmenso,

lo máximo, —es suyo, es mío

y sólo es así—

y ante tamaña luz,

¿caben hallazgos,

descubrimientos o sorpresas?

Un afecto puede ser hermoso pero,

ante el sentimiento único e inmutable,

nos resulta pequeño.

Como la yerba ante el astro.

Como el guijarro ante la nube.

Como fronda salpicada de frutos ante

el cielo en que alumbra una sola flor

áurea y suprema.

Atienda aquel que dijo

Hallar dicha y sosiego
en un sueño beatífico y tranquilo;
atienda a lo que digo y lo que creo.
¿Sabes, nocturno amigo,
a qué cosa en verdad llamamos sueño?
Atiende, hermano mío,
sin pena y sin recelo,
yo, que he soñado, yo, que no he dormido,
te pregunto sin voz desde mi lecho:
¿crees que el sueño protege del abismo,
rescata del asalto y del incendio?
Yo, soñadora inmóvil, no he creído
en mi rostro apacible cuando duermo.
Lucho soñando, sórdida, conmigo,
con un pájaro extraño, con el viento,
con un agudo y afilado pico
que me horada las sienes y el cerebro
y dejo sangre en el cojín y heridos
flotan ardiendo, aullando, mis cabellos.
Soñador y sonámbulo es lo mismo.
Se va entre nieblas, huérfano.
¿Quién hiló las almohadas? ¿El olvido?
La mano movediza del recuerdo
con un sombrío ovillo
y tejió la crisálida del lienzo
con una larga víbora de lino
que se enrosca en el alma y en el cuerpo.
Atienda aquel que alguna vez me dijo
hallar quietud seráfica en el sueño;
atienda a mi creencia, a mi pregunta,
que es la de todo soñador despierto.
Creo en mi corazón, su llama oculta
bajo las sábanas, ardiendo.
Creo en mi sangre muda
corriendo como un río del infierno.
¿Cree alguien en la calma de las tumbas,
en la paz de los muertos?
Quieren creer... ¡No lo han creído nunca!
Descansa en paz, sólo es un gran deseo.
Descansa en paz, pero la paz no escucha;
descansa en paz, pero el descanso es ciego.
La muerte, insomne, mira hacia la lucha
y el sueño es el más íntimo desvelo.
Elsa Gramcko, Ida Gramcko y Elizabeth Schön,1940

Lo Absoluto

Lo absoluto
no contiene recodo ni aledaño.
Libérrimo de pájaros y fruto,
de la escarcha o el pétalo del año.
Opuesto a ese despliegue disoluto
del cuerpo, de la cauda, del castaño.
Librado de lo móvil, del minuto,
conserva, como un lúcido rebaño,
oveja, esencia sin posible luto,
vellones no esquilmados, sin engaño,
aquel blancor divino e impoluto
que se hizo nuestro desde un día extraño.

¿Importa aquí la historia?
¿Acaso no forjamos del segundo
un hallazgo solar? La transitoria
piel se nos vuelve resplandor rotundo.
No sé sentirme miga migratoria
sino espiga del Sol fijo y fecundo.
Dime tú, mi honda, mi veraz victoria,
¿puedes sentirme breve o en el mundo?

Salmos (1968)

Ida y Mariano Picon Salas,1946

Biografia de las alas

Pero algo surge repentinamente.
El mar, que era todo una tierna arboleda, tibia y henchida ramazón con
la curiosa sedosidad de las hortensias que abren su bravío cogollo tierna-
mente, es lo que siempre ha sido: elevación.
Dos olas, dos góticas aristas se levantan.
Mansas, melódicas agujas tocan infinitud.
Lo auténtico del mar no es el refugio. Es el disparo hacia lo inmenso.
La niña se encuentra ante las olas.
Inservible e inútil para el impulso alado, como un objeto olvidado por un
pirata de la vida, por un usurpador de los husos con hilos irisados el
reloj, agobiante, goteando su insistencia.
El cráneo puede deshacerse bajo el golpe seguido de una gota. Un
minúsculo redondel continuado atraviesa la roca más férrea.
Y es un morir despacio. Es preferible el tajo en la garganta. El boquete
del cuchillo en el pecho. Tales acabamientos son sangrantes, espectacu-
lares, pero esa muerte morosa, minuciosa, meticulosa, de la gota cayendo
es un escalofrío sin escape. No parece solucionarse. Agonía en suspenso.
Jadeo, respiro, estertor, bocanada… El pollo picotea. Se detiene. Vuelve
a picotear. El perforador hiende el asfalto. Hace una pausa. Torna a
perforar.
Son más aniquiladoras las muertes que no acaban de serlo que las muertes.
Es mejor despeñarse por un acantilado, destrozándose, que permanecer,
impotente, atado en un sillón, siendo devorado, a pequeños bocados, por
un hambriento insecto.
No es un crónico goterón. Es más agudo que el estruendo de las cataratas.
Porque no dice nada, no hace ruido. No proclama su devastación. Va
hendiendo, por tiempo indefinido, como una carcoma roe un mueble.
Una grieta pulmonar, de las que consumían a los antepasados, con su
escenografía de almohadones y sábanas tiznadas, con sus acordes de
expectoraciones y quejidos, de fatigas y flemas, podía soportarse pues
se trataba de un estallido sin ambigüedad.
Pero hay estallidos sin escena. Irrupciones sin violencia aparente. Una
tos seca, graznadora, que prosigue entre lapsos, que persiste detrás de la
pared de nuestra habitación, es un cronómetro insufrible que no se quiebra
de una vez y que, repetitivamente, sigue con su sonido ya esperado de
voraz y sin fin pájaro carpintero.
Si se pudiese oír la circulación de la sangre, nada sucedería. Se sentiría,
quizás, una movediza corriente. Si el párpado sonara cada vez que des-
ciende, tendría que anhelarse estar sordo. Si viésemos desplegar un
mantel, aspiraríamos quizás una ráfaga de retallones. Pero si escuchára-
mos un tejido parlante —puntada, paréntesis, puntada— seríamos capa-
ces de meter un pedrusco en cada oreja.
Así es la gota.
Pero las olas se remontan. Y la balandra las contempla, ágiles dunas lige-
rísimas que ascienden sin ninguna demora, que no han sido formadas en
la arcilla, que son un triángulo azul e interminable, lo que hace sentir que
las espaldas son sensoriales y superfluas.
A un ser humano le han crecido, de pronto, dos grandes hojas en los
hombros: eso es un ángel. Pero las hojas no son de la naturaleza. No se
mustian. No caen en la enramada. Esa criatura retoñada, el ángel, tiene
olas u hojas para alcanzar el resplandor de la perpetua primavera.
Todo el mar convertido en dos pirámides livianas, formadas por un haz
de aires marineros, en dos puntiagudas catedrales que suben sin cesar, y
sin que sean de piedra, sino de espirales de brisa. Volutas de inasible
zafiro. Humo de cobaltos etéreos.
La espuma parece enroscarse, ensortijarse, elaborando una pluma en las
olas luminosas y leves. Llega un momento en que las olas, que parecían
al comienzo las enormes velas de un barco sumergido, son asimiladas de
tal modo que ya no hay olas sino alas. No hay mar. Hay un alado, ilimi-
tado, inagotable azul supremo.

 0 grados norte franco (1969)

En lo quebrado un ámbito comienza

En lo quebrado un ámbito comienza
nueva modalidad se imprime al mundo.
El dolor ya tan diáfano destrenza
venas que vibran; vástago rotundo
cristaliza en lo cárdeno, condensa
lo que quemó. Sin dejo gemebundo
gotean aguas gárrulas. Se inciensa
en humareda prístina e intensa
fuego fluvial fosfórico, que fundo.
Persona, pulpa pálida propensa
a predicar vitalidad. Profundo
pulso de perfilar deja indefensa
la tez que trama tréboles y trenza
trinos. Salobre ceguedad suspensa
donde lo humano es hálito fecundo
fraguando fuentes. Al plasmar se piensa
que lo fundado deja sin defensa
pues con soma solícito secundo
toda explosión errática y extensa
y una hilación intrépida le infundo.
Rostro rasgado por la extraña ofensa
de dibujar dinteles que difundo
permite al corazón que lo convenza:
el llanto no es total si es errabundo.
Ya destinado a diluviar, dispensa
un destello jerárquico y jocundo
de arroyos. Algo aislado se avergüenza
desconcertada dulcedumbre densa,
una rareza interna donde me hundo,
la intimidad patética e inmensa
y un beso como un día meditabundo.
Mas la rosa no tiene recompensa.
Rosa con nadie, soledad circundo.

Salto ángel (1985)

Lo formal no es profundo. Profundo es lo formal cuando trae una carga de amor, de infinitud, de ensueño. Una palabra sola no es profunda. Profundo son los sentimientos o pensares y, a veces, tan profundos que no llegan. La dificultad no estriba entonces en la palabra sino en el sentir o pensamiento.”

Ida Gramcko

Ida Gramcko.(Puerto Cabello, Venezuela, 11 de octubre de 1924-2 de mayo de 1994 Caracas, Venezuela). Poeta, periodista, ensayista y dramaturga .

Estudia un año en el colegio y el resto de su educación es en casa. A sus diecinueve años, sin ser bachiller, es la primera reportera de periodismo policial en El Nacional, donde hace carrera como periodista durante cincuenta años; de la mano del que sería su esposo, José Domínguez Benavides, también periodista quien había sido uno de los fundadores del periódico El Nacional y también el fundador de la Asociación Venezolana de Periodistas. Ida, aún muy joven, entrevista a personajes como Rufino Blanco Fombona y Antonia Palacios. Colabora en la Revista Nacional de Cultura desde 1947 hasta 1963. En 1948, enviada por el presidente Rómulo Gallegos, realiza labores diplomáticas como encargada cultural en la Unión Soviética. A sus cuarenta años, después de terminar la escolaridad, egresa como licenciada en Filosofía de la Universidad Central de Venezuela, casa de estudios a la que volverá después para enseñar la cátedra de Poesía y Poetas de la Escuela de Letras.

Obra poética: 

Umbral (1942), Cámara de cristal (1943), Contra el desnudo corazón del cielo (1944), La vara mágica (1948), Poemas (1952), Poesía y teatro (1955), María Lionza (1955), Juan sin miedo (1956), La dama y el oso (1959), Teatro (1961), Poemas de una psicótica (1964), Lo máximo murmura (1965), Sol y soledades (1966), Preciso y continuo (monografía sobre el pintor Mateo Manaure, 1967), Este canto rodado (1967), El jinete de la brisa (1967), Salmos (1968), 0 grados norte franco (1969), Magia y amor del pueblo (1970), Los estetas, los mendigos, los héroes (1970), Sonetos del origen (1972), Quehaceres Conocimientos Compañías (1973), Tonta de capirote (novela infantil autobiográfica, 1972), Mitos simbólicos (1973), Pirulerías (1980), Mito y realidad (1980), Poética (ensayo sobre arte poética, el símbolo y la metáfora, 1983), Salto Ángel (1985), La mujer en la obra de Gallegos (1985), Historia y fabulación en «Mi delirio sobre el Chimborazo» (1987) y Treno (1993).

Con Umbral obtuvo una mención honorífica por parte de la Asociación Cultural Interamericana en 1941. Por su novela fragmentaria Juan sin miedo obtuvo en 1957 el Premio de Prosa «José Rafael Pocaterra». Luego, los premios de Teatro: del Ateneo de Caracas, en 1958, por su pieza La rubiera, de la Universidad Central de Venezuela, dos años después, por Penélope. En 1961 fue acreedora nuevamente del Premio «José Rafael Pocaterra», esta vez mención Poesía; y, un año después, del Premio Municipal de Poesía, por su trabajo El poeta. En 1964 le conceden el Premio de Poesía de la Universidad del Zulia por Lo máximo murmura. Su poemario Quehaceres Conocimientos Compañías la hace merecedora, por segunda vez, del Premio Municipal de Literatura, en 1972. En 1977 recibió el Premio Nacional de Literatura por toda su obra poética. Y en 1983 gana el premio «Enrique Otero Vizcarrondo» al mejor artículo de 1982, por Recuerde el alma dormida.

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