10 Poemas y un cuento de Valeria Correa Fiz

Hoteles imprecisos

Me gustan las cosas que otros rechazan:
las bolsas de náilon que vuelan los días de tormenta,
la semilla desnuda por la rapacidad del pico,
las grúas quietas (tanto óxido repentino en la constancia de la intemperie);
tu risa exagerada en un garito escondido, tus manos ásperas (quieto, quieto);
la hipérbole, el drama, el frenesí de tus excesos;
la comida recalentada, la lluvia idiota del Norte de España,
el olor a tienda de mascotas de nuestra cama en todos los hoteles furtivos después del sexo;
las colillas platónicas de los cigarros que no fumas en todos los ceniceros,
tu ropa arrugada (la ropa nos duele y por eso la arrancamos) en el centro de un poema.

Me gusta el revés de lo que nadie mira
y lo curvo (tu nariz napoleónica)
y lo que nadie sabe (caballo de Troya):
que me despeines, que me despeines, que me despeines (quieto, quieto),
Me gusta hasta tu nuca

que pasa fugaz por todos los espejos cuando ella te llama

y te alzas (ahora corres)
abandonas la cama y el hotel
hacia un alba remota,
lejos de mí.

¿Quién no desea acaso lo que ha desaparecido?

De “Museo de pérdidas” (Ed. La Palma)

La espera

Solo las sombras visitan el patio de nuestra casa esta tarde. 

Entran filosas por orificios y rendijas, emborronan las raíces de los árboles que trepan más allá de los muros: las hojas hacia arriba haciendo el cielo verde. 

Las luciérnagas corrompen la luz final de la tarde; el perro dice lo último del hueso. 

Y llega la noche. 

Entra, como un polen negro que nada fecunda, en el jardín entra. Balancea el cuerpo tibio de la hierba, esparce el silencio en la casa y las sábanas blancas de las camas. 

Y no llegas. 

Se propaga el insomnio como un fuego, se abre el corazón al grito. Ya no sueño, ya no. Ya no hay tiempo de soñar lo que el gallo me rehúsa. 

Nadie vendrá, 

Nadie tendrá tus ojos, ni tú mismo. 

Y, sin embargo, en el umbral de la mañana, cumplo el deber absurdo de la espera. 

Estímulos sobre el muro

Será esa sombra lo más visible de mí,

la extremidad más larga de mi cuerpo. 

la que nada pregunta, 

la que no siente 

la tierra firme bajo los pies 

y, sin embargo, aún 

en la hora peligrosa, 

camina. 

Elegía Otoñal

Desprendimiento y desapego. Todo 
lo que se secó y cae
sin vida. Me gusta
cuando las ramas agitan
su verdad sin sombra
con voz de pájaro:

Asume, como las hojas, el reto 
de ser muchas; y que cada caída
por tierra sea descanso y alimento.

Silencio, Hospital Militar

Ese olor a desinfectante

                          precipitándose por las venas hacia la garganta

           contra las cuerdas vocales

ese ahogo

                           cuando ajustan los hilos las Parcas y el mundo

            rechina en su óxido orbital

cubren el cuerpo

como una sábana blanca o un silencio

de tijeras. 

Aliento Vegetal

Después de la tormenta,

el vaivén de las hojas celebra la supervivencia desde lo alto

sobre el lecho de ramas arrancadas por el viento

que se precipitan hacia la podredumbre

de su estructura.

Es una música de alivio luego del odio de la lluvia

que escucho como una letanía que debo aprender:

toda pregunta es

un lujo de la mente

y el sentimiento de desolación, inútil.

Los árboles me susurran

que ni el desorden del mundo,

ni su propia destrucción

les competen. 

Plegaria salvaje

Ven a mí, no te encierres, ni me des tregua,
no permitas que duerma
o sueñe.

Desespérame.
No seas sonrisa, pan ni guante.
Sé un ángel y una bestia enfurecidos: fauces, saliva, plumas.

Que cada dolor y sacrificio en mi carne
seas tú (tajo, sangre y cicatriz)
que vuelves.

No te encierres, embísteme.
Pulsa mis nervios con tus pezuñas.
En plena luz del día, ciégame, hazme escamas.

Corta mi lengua, mi carne, dame todas sus espinas
Que con cada corte tuyo yo renaceré

   lentamente.

Sea para mí la liturgia de tu furia,
lo que a nadie enseñas,
lo que escondes hasta el hueso (cal, lágrimas ácidas).

Oblígame a saber quién soy.

Oblígate a pronunciar por fin tu nombre

   entre mis piernas.

Egon Schiele A Su Hermana Gerti, En Un Hotel En Trieste, 1906

A Maria Chiara y Maddalena Antonini

Recuérdate, Hermana,
cómo eres,
cómo estás ahora
(blanca y tersa, igual que en mis sueños)
no en el fuego mas al inicio,
antes de la combustión que lo alimenta.
No es nuestra la culpa
sino del cielo y de sus ángeles,
severos pero inútiles halcones,
que no han sabido detener
ni derribar lo que el mundo llama
mi monstruosa incontinencia.

Todos mis pasos hacia tu carne
tienen la cadencia del artista
extraviado que soy
y el ritmo
enloquecido de saber que daré
con tus muslos en llamas.

Soy la huella de un animal desbocado y sus cadenas,
la baba de los belfos, el gusto a ceniza en tus labios.
Mi espada transparente te atraviesa, Hermana
(tu cuerpo adolescente, tus brazos de humo)
y te bendice.
Mis palabras apenas son humanas.

No quiero verte llorar en tus pensamientos ni en los ojos:
que sepas que nunca he tocado nada
de lo que en verdad tú eres.
Nadie toca jamás a nadie, no temas,
la carne es falsa esencia y por eso pintaré los cuerpos
desnudos, en marrón y descompuestos, retorcidos, en extrañas posturas complicadas:
la carne
(niebla, pozo oculto, muerto que avanza)
es un espejo que no importa, Hermana,
manifestación física,
un medio (¿un miedo?) de otra cosa,
que este mundo agosta y hace miserable.

Pero tú y yo, aquí
(los lobos, los signos, lo punzante de todas las miradas puertas afuera de este cuarto),
mientras oímos el ruido del mar, las cortinas que se mecen,
tu respiración junto a la mía,
inmóviles como los muertos
estamos
a salvo del mundo de los vivos.

De El invierno a deshoras” (XI Premio Internacional de Poesía “Claudio Rodriguez», Editorial Hiperión 2017).

Naturaleza Perdida*

Hay que acostumbrarse a perder poemas. Como se pierden

         hombres y recetas,

llaves,

          calcetines y religiones.

No necesitamos malos poemas:

          1. Poemas feto o sacados con fórceps de entre los dientes

          2. Poemas atroces escritos con la letra distraída de las buenas intenciones

          3. Poemas helados en el instante sucio de la nieve. 

          4. Poemas infértiles, de frutos de plástico

          5. Poemas llagaviva-en-un-cuenco-de-tristeza

          6. Poemas graves o que fingen ser agudos

          7. Poemas adheridos a las sombras

          8. Poemas trepadores

          9. Poemas mecánicos

         10. Poemas sin pilas

         11. Poemas de mi infancia y mercurio

         12. Poemas de la fiebre y una naranja

         13. Poemas llenos de cansancio

         14. Poemas agónicos

         15. Poemas momia, sin ironía

         16. Poemas que nacen envueltos en un sudario

         17. Poemas inventario

         18. Poemas que riman

         19. Poemas en construcción

         20. Poemas que lleven la palabra etcétera

         21. Etcétera

Y aprender a esperar a que el azar y el caos resplandezcan y se

         hagan forma

para que los versos no sean una naturaleza muerta ni perdida:
                                                    forma es fondo sedimentado. 

* Un poema malogrado es como «un cisne: un ángel castigado; un ángel inmovilizado que no ha perdido su pureza, ni sus alas. Unas alas incoherentes, demasiado grandes para tan leve cuerpo, al que no consiguen, sin embargo, arrastrar hacia lo alto y que, más que órgano, son señal, nostalgia de una perdida naturaleza». María Zambrano, Filosofía y poesía

Exilio

No duele
la noche de la carne ni el cardo
en las heridas.

Duele en los tendones el saber
que no hay
adonde regresar.

No hay cuerpo que aguante esa distancia.

De “Museo de pérdidas” (Ed. La Palma)

FRÍO EN ALASKA

Allá por los años cincuenta mi padre y yo vivíamos en un pequeño asentamiento costero cerca del Círculo Polar Ártico. Yo tenía cinco años y no hacía mucho más que mirar los diferentes azules del hielo durante el día y contar estrellas por la noche. Mi padre trabajaba en tierra para las industrias pesqueras, en la Royal Seafoods Inc., y solía hacerme promesas de cómo nuestra vida cambiaría pronto.—Ya nos iremos de aquí, Peque.

También me hablaba mucho de nuestras próximas vacaciones, de lo buenos que serían nuestros días cuando él hubiera ahorrado lo suficiente y pudiéramos hincharnos a langosta en los bares de las playas de Miami y dormir en una hamaca bajo el sol suave de la península de Florida en diciembre. Por las noches, veríamos las luces de los árboles de Navidad de los centros comerciales competir con el brillo de las estrellas. Santa Claus adivinaría todos nuestros deseos y secretos.

—Eso sí que es vida —me decía mientras se quitaba los guantes manchados de sangre de abadejo o de bacalao para rozarme la mejilla—; ya verás, Peque.

Antes de dormir me daba siempre un abrazo. Olía mucho a cerveza y a grasa de pescado y yo me escabullía debajo de las mantas para escapar de él. Mi padre no era un mal tipo por entonces.

La vida en la costa no era fácil.

Los hombres no tenían más distracción que el ruido del viento y el alcohol. No había mujeres, excepto por la propietaria del bar y su hija. Las dos se llamaban Masha. Creo que eran rusas o tenían parientes de origen ruso de cuando Alaska no era territorio estadounidense aún. Algo así. Llevaban el pelo corto y aplastado, como las plumas del pecho de un pájaro. Repartían las jarras de cerveza tan bruscamente que la espuma acababa volcándose sobre el mostrador. Yo tenía unos cinco años por entonces y hacía casi cuatro que vivía en Alaska, los años que mi madre llevaba muerta. No sabía muy bien cómo debía ser una mujer para ser considerada bella, pero estaba seguro de que sería todo lo contrario a las dos Masha.

En mi recuerdo, los días se amontonan helados con sus porciones diversas de aburrimiento y esperanza hasta que, durante el solsticio de invierno, sucedió lo del derrame de petróleo en el mar.

Fue el golpe que nos faltaba.

El gobierno suspendió los permisos de pesca por tiempo indefinido y el trabajo en tierra escaseaba. La Royal Seafoods Inc. redujo su plantilla a la mitad y toda esa gente se largó quien sabe dónde. Al resto de los empleados, la compañía les quitó la mitad del jornal. No digo más. Mi padre comenzó a beber mucho y ya no me prometía casi nada. El sueño de mis vacaciones navideñas fue muriendo lentamente, al igual que el sol del invierno en los cristales. Fue entonces cuando una de las Masha, la más joven, empezó a hacer otros trabajos.

Una madrugada la vi cuando salía del cuarto de mi padre. Tiraba de la falda hacia abajo sin ninguna gracia, lo que le daba un aire de albatros aireándose las plumas. Tenía las piernas muy delgadas y pálidas. Unas venas violáceas le recorrían las pantorrillas: eran iguales a unos largos termómetros que yo había visto cerca de los congeladores en las dependencias de la Royal Seafoods Inc. Estaba descalza y despeinada.

—Vuelve aquí —gritó mi padre desde la habitación y le arrojó una almohada que golpeó contra la puerta—. Te he dicho que vuelvas.

Estar cerca de mi padre cuando bebía era como meterse en uno de esos pantanos del bosque templado de Alaska: su ira lo engullía todo y la putrefacción parecía no tener fin.

—Regresa, puta, todavía no hemos terminado.

Esa madrugada o quizá otra, ya no lo recuerdo, mi padre volvió a hablarme:

—Mira bien este cielo nocturno, Peque. En unos dos meses o así nos largaremos de aquí, nos iremos de vacaciones permanentes a Florida.

Pero mi padre solo se dedicaba a beber y a endeudarse. Nuestra familia estaba deshecha y yo había tomado por hogar la idea partir. No hizo falta esperar dos meses para ello. Sucedió antes, mucho antes.

Los Servicios Sociales me subieron a un barco.

Me sacaron de allí, de la casa de mi padre para siempre, envuelto en una manta de un azul tan oscuro como el de las noches desesperadas de Alaska cuando no había estrellas y el cielo era una cúpula de frío.

Aún hoy recuerdo el sonido gutural de las aguas mientras nos alejábamos en el barco.

El alboroto de la espuma me evocaba constantemente a las dos mujeres rusas con las jarras de cerveza. Tampoco se me olvidan los gigantes bloques de hielo flotando en el mar como lápidas sin nombres, el gusto a sal en los labios resecos, ni la gritería de los pájaros cuando el aire se hizo más caliente y las costas de Alaska ya no se veían por la distancia, engullidas por la bruma marina que en ocasiones puede tener la consistencia de la arena del desierto.

Valeria Correa Fiz (Rosario, Argentina, 1971). Poeta y narradora. Estudió Derecho y ha ejercido de abogada. Nacida en una familia de emigrantes españoles, desde el año 2016 reside en Madrid, España.

Es autora de los  libro de relatos La condición animal (Páginas de Espuma, 2016), que fue seleccionado para el IV Premio Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez y finalista del Premio Setenil 2017, y de ” Hubo un jardín“,(2022); siete cuentos magistrales que exploran diferentes momentos de la vida de sus personajes en los que la naturaleza (la propia o la exterior) se desborda: un matadero bajo un diluvio, un invernadero de Eiffel en la pampa, un departamento junto a un cementerio, un hotel de propietarios filonazis, un bar que fue posada de un patriota anticolonialista, el Parque del Retiro de Madrid o el parque de España frente al río Paraná. Estructurado sobre dos ejes, el primero la memoria de los personajes y el segundo la culpa.

Así mismo ha publicado los poemarios El álbum oscurodistinguido con el I Premio de Poesía Manuel del Cabral 2016, El invierno a deshoras (Hiperión, 2017), merecedor del XI Premio Internacional de Poesía Claudio Rodríguez, Museo de pérdidas (Ed. La Palma, 2020) y Así el deseo (plaquette, Editorial BGR, 2021).

Coordina el Club de Lectura del Instituto Cervantes de Milán e imparte talleres de escritura creativa en Milán y Madrid.

Sus relatos han sido recogidos en diversas antologías y traducidos al inglés, francés, rumano y hebreo.

Enlaces de interés :

Valeria Correa Fiz: «Sentimos la poesía como sentimos el cuerpo del hombre amado»

Valeria Correa Fiz entrevistada en Libros de Arena

https://www.eldiadecordoba.es/cordoba/Valeria-Correa-Fiz-Cosmopoetica-manera_0_1726927929.html

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