12 Poemas de Marosa di Giorgio

Los leones rondaban la casa

Los leones rondaban la casa.
Los leones siempre rondaron.
Siempre se dijo que los leones rondaron siempre.
Parecían salir de los paraísos y el rosal.
Los leones eran sucios y dorados.
Ellos eran muy bellos.
Los ojos como perlas. Y un broche brillante en el pecho
entre aquel pelo áureo.
Los leones entraron a la casa.
Corrimos a esconder los floreros de sal, de azúcar, el cometa
                               Halley, las queridísimas sábanas nevadas, la
                               colección
estampillas. Y a traer los sudarios.
Los leones eran al mismo tiempo, presentes e invisibles, al
mismo tiempo, visibles e invisibles.
Se oía el rumor de la leche que robaban, el clamor de la miel
y la carne que cortaban.
Llevaron hacia afuera a la abuela oscura, la que tenía una
guía de rositas alrededor del corazón.
Y la comieron fríamente. Como en un simulacro.
Y -como si hubiese sido un simulacro!- ella tornó a la
casa y dijo: -Los leones rondaron siempre. Están delante
de los paraísos y el rosal. Dijo: -Los leones están acá.

«Mesa de esmeralda» 1985

Misa del árbol

Al despegarse del árbol tomó por la callejuela, que iba empinada y en tramos y hechas con baldosas rudas. Al rato, pasaban 
las mujeres;  jóvenes y viejas eran iguales bajo los negros hábitos y la trenza.
Al que las partía por la mitad desde la nuca al ano. 
Vio que eran flacas como bien sabía. Con pechos gruesos, aunque no se veía. Algunas los llevaban sueltos y expuestos. Había tenido varias. Esa tarde iba de caza, también. Ellas, como siempre, no lo miraban. El sol estaba aún radioso. 
De pronto, una se perfiló en la altura, luego se puso de frente y empezó a bajar. Él empezó a esperarla. Como si hubiese salido 
a esperar a Una. 
Cuando Una estuvo más cerca, se encandiló. Se dijo: -Quiero atrapar a Una. 
Ella pasó delante de él y para mejor vio que bajo el pollerón negro, relampagueaba una enagua de papel rosado. Los vuelos 
de la enagua hacían un bisbiseo, un susurro. Como si la enagua fuera el diablo. -Una -le dijo- Venga a mí, coneja, señora Una. 
Venga al árbol. 
A las veras estaban los tazones, (del tiempo de las reinas), era porcelana transparente, con un zapallo dentro, una albahaca, 
un cebollón emperlado. Él vio eso vagamente, como si todo hubiese quedado ya sin precisar. 
Señora Una miraba en otro jarrón y miraba mucho: 
-Tiempo Violena, dijo. Y él no añadió nada. Pero adentro de eso, del jarrón, iba una caballa con caracolillos insertos 
que se la comían viva. Tal vez, dijo él, esto a la señora caballa dé placer. Es casi seguro que los caracolillos, al comerla, 
hacen de maridos. 
(Y ¿cómo habría nacido esa caballa? ¿Habría llovido? No lo percibió). 
La pálida mujer opinó que sí, que la señora caballa tendría gusto en eso. Que ella era de buen oído y la oía gemir. 
Su cara era en forma de almendra. Llevaba desde la oreja colgada la consabida cuchara de té. Es una virgen, entonces. 
Qué almíbar. Pero, no dejó de temer. 
-Venga, señora. El árbol está cerca. Allá podrá quitarse los negros velos, decía sin sacar ojo de lo que había debajo, el revoltijo hechizado, el vuelo de las hortensias. 
Con leves pies ella iba saltando hacia abajo, al parecer, justamente adónde él ansiaba llevarle. ¡Con qué facilidad la traigo! se decía. 
Le dijo llamarse Manto -mintió como siempre, sonrió para sí- y tener una maravilla para ella. 
Tendió los dedos y tocó la gasa incendiada, volante. Ella se estremeció. Como si la hubiese tocado allí adentro. 
Las jarras con flores y gruesas caballas se sucedían a los costados. 
Él iba un poco detrás de Una (sin comprometerse) que no hablaba casi nada; a ratos, se mordía los labios. 
Comenzó, como era lógico, a anochecer. 
-Es raro que no pase más nadie -comentó ella y fue lo único que habló durante todo el rato. 
-Es una suerte, pensó él. 
En realidad, parecía haberse acabado ya todo, de un modo singular. 
Él, algo perplejo, indicó: -Llegamos a mi habitación. Es allí. Es esa planta. 
Ella se dirigió a la planta como si la conociese, estuviera segura de algo. Quedó de pie. El viento le levantó el vestido, se lo llevó cerca del óvalo y quedó fuera la enagua rosa, el color de las fresias. 
Pero, ¿qué significa todo eso? 
Él ordenó con una sonrisa arriba del bigote: 
-Arrodíllese, señora. Oremos. Es bueno rezar antes. Porque después se peca tanto. Que a eso vinimos. Como usted sabrá. A pecar. La miró. Ella asintió apenas. 
Así se hizo; rezaron un poco. Señora Una parecía de almendra, que le hubiesen quitado la piel marrón y estuviese blanca 
y expuesta.
Él le preguntó: – ¿Le duele algo? ¿Está bien, señora? ¿No tiene padres? 
Sobre esto escuchó. 
A todo respondía vagamente, con un leve movimiento de boca que no se sabía que era. En un instante tuvo intenciones él 
de deshacerse ese fardo místico, que se fuese por la escalinata, por el aire de donde había surgido. 
El árbol se iba entretanto prendiendo despacio, se iba volviendo de hilos rubí; se le aparecían unas pajarillas rígidas, apenas vivas, que movían apenas la cabeza, y eran de todos colores, a cuál más luciente. Y entre ellas unas varas rectas de azul violeta con globos lilas. Todo rígido y resplandeciente. 
Querida Una estaba tendida en la mesa; era en el pasto pero parecía la mesa, como esperando el regalo, sin mayor apuro ni sorpresa. 
Él tironeaba de la enagua en flor advirtiendo con espanto, que la enagua procedía de ella; estaba hecha de la misma leve carne, sujeta con pedúnculos vivos a todo el cuerpo. 
Era una gran enagua sexual, todo de ovarios, todo de clítoris recios, como pimpollos de rosas rojas en hilera. 
-Está usted colmada… Hay muchos, varios, le decía él, triste -sin saber por qué- y gozosamente. buscaba enceguecido entre todo, entre todo el vuelo, el nervio central que atacar.
Lástima que ella no guiase en nada. Era terrible aquel delantal. 
Y el árbol que se hacía inminente, que casi estorbaba con su mascarilla. ¿Por qué se habría puesto así tan guarnecido y tan rígido?
La almendra tendida en el piso esperaba. Quizá qué. Él escudriñó el viso hecho de rosas moradas. La luz del árbol caía sobre las rosas. En el árbol se encendían lirios catedralicios, que no ayudaban en nada. Al contrario.
La trenza de ella se había deshecho secretamente. Estaba todo el pelo bajo de ella como una frazada de seda.
¡Qué momentos! 
Él le preguntó si no había estado casada. Ella le contestó que muy poco, un rato.
¿Cómo muy poco? ¿Cómo un rato?
-Un ratito. Y hace mucho, mucho, señor. Agregó Una.
Él buscó con su cuchillo sexual entre todo lo del viso buscando la almeja céntrica. Ella se estremecía como si la hubiese atado 
al cielo.
Pero a la vez parecía lejos como si no fuese ella. Él pensaba como siempre. Habrá tenido otros maridos. Todas tienen. Y le buscó la caravana que ya no estaba, tal si ella dijese: Ahora, sí, la quito.
Este detalle leve apresuró a él, la acomodó a su gusto, a su interés, ella caía de espaldas, se quedaba como de papel. Las manos 
se le volvían ramos.
En ese instante surgió lo que buscaba. Las dos valvas crípticas, perfumadas y de grana; tuvo miedo que se le esquivasen otra vez entre los tules y demás cosillas de fuego de la enagua. La sujetó bien e hincó el puñal. Ella dio un leve ay. El pimpollo hizo un leve plop como si se cruzaran dos papeles.
Había desde el árbol un sonido.
Ella parecía ajena a todo. Pero seguía viniendo un leve rumor de pericos y de lirios.
-¿No escucha nada? dijo él. ¿Es todo de flor, señora? Acabo de comerle la rosita. ¿Le gustó? Veo que tiene muchas.
Vaciló. Subió a mirarle los senos. Se había olvidado de eso que nunca olvidaba; miró. Grosos, bellos. Y habían quedado fuera. 
Con ellos no copuló.
Le miró la cara que se mecía un poco. Estaba dormida. Tenía un ojo cerrado. El otro ojo confuso y abierto, le decía: Prosiga señor, no siga. Señor, prosiga.
Él miró el árbol, rojo de misa. Era incomprensible, pero dudaba. ¿Sentarse otra vez a seguir? Cruzó la callejuela, y como no supo bien que hacer, miró los vasos (de un tiempo de reinas), en unos salía la flor de zapallo y seguía viaje. En otro bogaba una caballa pasada por un pez largo.

Arbol de magnolias

Árbol de magnolias,
te conocí el día primero de mi infancia,
a lo lejos te confundes con la abuela, de cerca, eres el aparador
de donde ella sacaba el almíbar y las tazas.
De ti bajaron los ladrones;
Melchor, Gaspar y Baltasar;
de ti bajaban los pastores y los gatos;
los pastores, enamorados como gatos,
los gatos, serios como hombres, con sus bigotes y sus ojos de enamorados
Esclava negra sosteniendo criaturitas, inmóviles, nacaradas.
Virgen María de velo negro,
de velo blanco, allá en el patio.
Eres la abuela, eres mamá, eres Marosa, todo eres, con tu
eterna
juventud, tu vejez eterna,
niña de Comunión, niña de novia,
niña de muerte.
De ti sacaban las estrellas como tazas,
las tazas como estrellas.
Estuvo oculto en tus ramos el Libro del Destino.
Te has quedado lejos, te has ido lejos.
Pero, voy retrocediendo hacia ti,
voy avanzando hacia ti.
Te veré en el cielo.
No puede ser la eternidad sin ti.

«Los papeles salvajes» 1991

Cuando nació, apareció el lobo…

Cuando nació, apareció el lobo. Era un domingo al mediodía, –a las once y media, luz brillante–, y la madre vio a través del vidrio, el hocico picudo, y en la pelambre, las espinas de escarcha, y clamoreó; mas, le dieron una pócima que la adormecía alegremente.

El lobo asistió al bautismo y a la comunión; el bautismo, con faldones; la comunión, vestido rosa. El lobo no se veía; sólo asomaban sus orejas puntiagudas entre las cosas. 

La persiguió a la escuela, oculto por rosales y repollos; la espiaba en las fiestas de exámenes, cuando ella tembló un poco. 

Divisó al primer novio, y al segundo, y al tercero, que sólo la miraron tras la reja. Ella con el organdí ilusorio, que usaban entonces, las niñas de jardines. Y perlas, en la cabeza, en el escote, en el ruedo, perlas pesadas y esplendorosas (era lo único que sostenía el vestido). Al moverse perdía alguna de esas perlas. Pero los novios desaparecieron sin que nadie supiese por qué.

Las amigas se casaban; unas tras otras; fue a las grandes fiestas; asistió al nacimiento de los niños de cada una.

Y los años pasaron y volaron, y ella en su extrañeza. Un día se volvió y dijo a alguien: Es el lobo.

Aunque en verdad ella nunca había visto un lobo.

Hasta que llegó una noche extraodinaria, por las camelias y las estrellas. Llegó una noche extraordinaria.

Detrás de la reja apareció el lobo; apareció como novio, como un hombre habló en voz baja y convincente. Le dijo: Ven. Ella obedeció; se le cayó una perla. Salió. Él dijo: –¿acá?

Pero, atravesaron camelias y rosales, todo negro por la oscuridad, hasta un hueco que parecía cavado especialmente. Ella se arrodilló; él se arrodilló. Estiró su grande lengua y la lamió. Le dijo: ¿Cómo quieres?

Ella no respondía. Era una reina. Sólo la sonrisa leve que había visto a las amigas en las bodas.

Él le sacó una mano, y la otra mano; un pie, el otro pie; la contempló un instante así. Luego le sacó la cabeza; los ojos, (y puso uno a cada lado); le sacó las costillas y todo.

Pero, por sobre todo, devoró la sangre, con rapidez, maestría y gran virilidad. 

La naturaleza de los sueños

Al alba bebía la leche, minuciosamente, bajo la mirada vigilante de mi madre; pero, luego, ella apartaba un poco,

volvía a hilar la miel, a bordar a bordar, y yo huía hacia la inmensa pradera, verde y gris.

A lo lejos, pasaban las gacelas con sus caras de flor; parecían lirios con pies, algodoneros con alas. Pero, yo sólo miraba

a las piedras, a los altos ídolos, que miraban a arriba, a un destino aciago.

Y, qué podía hacer; tenderme allí, que mi madre no viese, que me pasara, otra vez, aquello horrible y raro.

De súbito, estalló la guerra

De súbito, estalló la guerra. Se abrió como una bomba de azúcar 
arriba de las calas. Primero, creíamos que era juego;
después, vimos que la cosa era siniestra. El aire quedó
ligeramente envenenado. Se desprendían los murciélagos
desde sus escondites, sus cuevas ocultas caían a los platos,
como rosas, como ratones que volvieran del infinito,
todavía, con las alas.
Por protegerlos de algún modo, enumerábamos los seres y las cosas: 
«Las lechugas, los reptiles comestibles, las tacitas…».
Pero, ya los arados se habían vuelto aviones; cada uno, tenía
calavera y tenía alas, y ronroneaba cerca de las nubes, al alcance 
de la manos pasaron los batallones al galope, al paso. Se prolongó
la aurora quieta, y al mediodía, el sol se partió; uno fue hacia el este, 
el otro hacia el oeste. Como si el abuelo y la abuela se divorciaran. 
De esto ya hace mucho, aquella vez, cuando estalló la guerra, 
arriba de las calas.

«Los papeles salvajes» 1991

Era la noche de mi casamiento… 

Aunque, asombrosamente, los preparativos hubieran empezado años antes; antes de

que yo naciese, antes de las bodas de mis padres. 

Pero, esa noche, bajo los dorados soles, y entre las berenjenas, que de tan azules, daban

resplandores rojos, se atraparon criaturas inocentes y legítimas; se les sacaba el pelo y

el sexo, y eran tendidas sobre las grandes asaderas. 

Por lo menos, eso fue lo que vi en un cuadro, mucho tiempo después: mis familiares, de

pie, ante la Divinidad de los tomates. 

Y toda la noche se oyó una música grave, inexplicable; como si sonaran juntos, o fueran

uno solo, la Danza del Fuego y el Bolero de Ravel.

Yendo por aquel campo

Yendo por aquel campo, aparecían, de pronto, esas extrañas
cosas. Las llamaban por allí, virtudes o espíritus. Pero, en
verdad eran la producción de seres tristes, casi inmóviles,
                          que nunca se salían de su lugar.
Estancias al parecer, del otro mundo, y casi eternas,
porque el viento y la lluvia las lavaban y abrillantaban, cada
vez más. Era de ver aquellas nieves, aquellas cremas,
aquellos hongos purísimos… Esos rocíos, esos huevos,
                           esos espejos.
Escultura, o pintura, o escritura, nunca vista, pero, fácilmente
                           descifrable.
Al entreleerla, venía todo el ayer, y se hacía evidente
                           el porvenir.
Los poetas mayores están allá, donde yo digo.

«Clavel y tenebrario» 1979

Así que ése era el jardín de mandrágoras

Así que ése era el jardín de mandrágoras. Estaba allí y no me había dado cuenta. 
Ése es el jardín de los ahorcados. Tironeé una mata, y sí, vi la raíz en forma de hombre. 
Corrí, loca de terror, al interior de las habitaciones, de donde por cierto, nunca me había movido. 
Así que ése era el jardín de los ahorcados. 
Por cada ahorcado, una mata. Pero, hurgué en mi memoria y no había señas. 
Busqué papel y pluma, mas los parientes demoraban tres años en contestar. 
Di un grito y fue inútil. Corrí hasta el fichero, el armario, y sólo había cajas de dulce y quesos de color rosa, o celestes, cada uno con un ratón en el interior. 
¿Los periódicos? Nunca trajeron nada verdadero. 
Entonces, llamé a las empleadas: —Aline. Todas se llamaban Aline y tenían un par de alas minúsculas cerca del hombro. 
Les dije: —Díganme, ¿es verdad que los ahorcaron? 
Ellas se cubrieron el rostro, volaban, se deslizaban, sigilosamente, a ras del suelo.

Mi alma es un vampiro

Mi alma es un vampiro grueso, granate, aterciopelado. Se
alimenta de muchas especies y de sólo una. Las busca en la 
noche, la encuentra, y se la bebe, gota a gota, rubí por rubí.
Mi alma tiene miedo y tiene audacia. Es una muñeca grande,
con rizos, vestido celeste.
Un picaflor le trabaja el sexo.
Ella brama y llora.
Y el pájaro no se detiene.

«Obra completa » 2005

Mis padres resolvieron irse

Mis padres resolvieron irse.

Al volver de la escuela encontré una carta debajo de una piedra; decía: Nos vamos por mucho tiempo; arréglate sola.

Estuve un largo rato inmóvil; luego, penetré en la cocina desierta donde quedaban restos de las últimas palomas y ratas asadas, y un huevo de pavo, celeste como el cielo, que no me atrevía a quebrar y comer; y con él entre los dedos. ?Nos vamos por muchos años? me recosté en la pared como buscando una protección.

En todos los días y días y días siguientes, sólo di vueltas en torno a la casa.

Debajo de los malvones creció un pueblo de gente diminuta; las mujeres parecían hortensias, rosadas y lisas, y encajes en bucles.

Pero, eran pueblos nevadísimos como el azúcar. Alcancé a divisar funerales y bodas.

Siempre algunos de ellos me miraban con alegre sorpresa.

Pero, yo les retiré todo interés.

Sigo fija junto a la puerta. Y mis desolados ojos taladran el horizonte.

Aquella muchacha escribía poemas; los colocaba cerca de las hornacinas, de las tazas. Era cuando

iban las nubes por las habitaciones, y siempre venía una grulla o un águila a tomar el té con mi

madre.

Aquella muchacha escribía poemas enervantes y dulces, con gusto a durazno y a hueso y sangre de

ave. Era en los viejos veranos de la casa, o en el otoño con las neblinas y los reyes. A veces llegaba un

druida, un monje de la mitad del bosque y tendía la mano esquelética, y mi madre le daba té y fingía

rezar. Aquella muchacha escribía poemas; los colocaba cerca de las hornacinas, de las lámparas. A

veces, entraban las nubes, el viento de abril, y se los llevaban; y allá en el aire ellos resplandecían;

entonces, se amontonaban gozosos a leerlos, las mariposas y los santos.

María Rosa di Giorgio Médici, Marosa di Giorgio (Salto,Uruguay, 16 de junio de 1932-Montevideo, Uruguay, 17 de agosto de 2004).Poeta, escritora y actriz, es considerada como una de las voces poéticas más singulares de Latinoamérica por su estilo experimental y el erotismo salvaje de sus textos. Descendiente de inmigrantes italianos  y vascos que fundaron quintas en zonas rurales del Uruguay, sus padres fueron Giorgio y Clementina Médici. Sus primeros trece años de vida transcurrieron en una casa rural de propiedad de su abuelo Medici, entre olivares, vides y hongos italianos hasta que  su familia dejó la casona del abuelo y se trasladaron a Salto donde escribió sus primeros poemas y se inicio en el mundo del teatro, oficio que le serviría más adelante para encarar sus recitales poéticos. En sus letras conviven ángeles y demonios dentro de un paisaje rural, donde los distintos elementos de la naturaleza son exaltados y trastocados con un vuelo poético único. Fue, además, un personaje extraordinario y absolutamente auténtico. Gestó y participó en tertulias que reunieron a grandes artistas de la bohemia montevideana.

Su primer libro fue Poemas, publicado en Salto, en 1954. Luego vinieron Humo (1955), Historial de las violetas (1965), Magnolia (1968) , La guerra de los huertos (1971). En 1978 se trasladó a vivir a Montevideo. En 1979 publica Papeles salvajes que es una recopilación de sus poemas publicados hasta ese momento. Le siguen Misales. Relatos eróticos (1993) y Camino de las pedrerías (1997) y Reina Amelia (1999). En el 2000 AH publicó en una edición posterior -en dos tomos- a Papeles salvajes, donde se agregó el libro Diamelas a Clementina Médici, dedicado a su madre. Marosa también escribió relatos eróticos y una novela.

 Su obra, que recibió numerosos premios, ha sido traducida al inglés, francés, portugués e italiano.

Enlaces de interés :

http://www.marosadigiorgio.com.uy


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