12 Poemas de Isabel Quiñones

Los árboles insisten en dar hojas

Solar de casa derribada.

Bolas de periódico alimentando la hoguera,

manos que se frotan.

Cuerpo poroso donde se han sedimentado islas de sombra:

velador de ojos lejanos

permeado a la helazón del húmedo cemento,

en esa lumbre cremita la yedra sin raíces.

Resquebrajado ha sido el silencio de la noche,

humoso, entre los vidrios, amanece.

La de humedecidas manos, la que trata con jabones,

jergas ásperas chorreantes, en el patio de la tierra

restregaba, sus miembros de mujer nutriéndose en la edad.

La de manos enrojecidas corrió cuando las sábanas

ondeaban lerdamente, y no logró dar con el bulto de la muerte.

Jadeando, empujada a fuerza de latidos lo envolvió:

su arrebol: el que bullía, el que la tibiaba:

Dos metros bajo tierra yace

el hilo de sus huesos nace

un pensamiento moradísimo

sol de terciopelo

juego de reflejos las alas

los ángeles despostillados

ópalos fueron las lágrimas

transparentando la fuente

entre las tumbas

nardos y gladiolas

la mirada perdida

entre los fresnos que sombreaban

y durante el entierro un pájaro cantaba

y la tierra del panteón tan fresca que aromaba.

La de toscos dedos cierra la puerta, como un costal golpea.

Metálica petaca. Caja de cartón. Dos corazones de plata

oprimen su anular

Un milagro, gran corazón refulge

Ramo de cristal cortado, flores de pan

Gracias, Señor.

El lazo colorado. El trajecito que tenía

cuando lo encontramos

Misericordioso: dejo en silencio

el gran favor que me concediste.

Voy a ofrecer a mi niño

se murió el angelito

y no quisiera, quisiera

con su coronada de trenzas camina entre las calles como jetas

grises; con su peineta, enredándose en las cuerdas de su pena,

bajo la arrugada oscuridad de los inmuebles.

Mientras algunos dedos

tiran certeramente la canica

(dedos de niños vivos)

“no juegues con los muertos,

te pueden quemar con su tristeza”

Haz el tamal, pon las naranjas. No me dejes descansar

¡Y ella fue la Virgen de Semana Santa! Niña sepia, alada

No llores más, mira esos ojos. El cuatro a oscuras, el vestido negro

¡Santo Cristo, Madre Dolorosa! El luto brota manchas en la piel

Pon chocolate, y un atado de cigarros. Yo nací después,

ahora tengo cuarentaiséis. ¿Cuántos dices?

Me deprimo, me despierto, me entristezco.     ¡Hija!

estás apenas en la mitad del camino. Quisiera amanecer bajo la tierra.

Santo, Santo, Santo es el Señor Dios del Universo,

llenos están el cielo y la tierra de su gloria.

El olor recién despierto de la hierba.

La luz, su pequeña canción. Aquella divina transparencia

posada entre las ramas

comienza a calentar,

en sus empozamientos, en sus alcantarillas.

Su pavimento de rostro avejentado.

Las casonas ocres, los opacos ventanales, los hoyancos;

la ciudad es un perfil que se abandona al tránsito del ruido.

Oscuros,

medio sordos, los templos dejan entrar a las ancianas

a mustiar sus nombres tras los cirios.

Las iglesias del centro de esta ciudad, florecidas,

labradas y hundiéndose. Las vecindades. Los conventos absortos:

por sus junturas, por sus canaladuras la pesadumbre escurre.

Son las últimas gotas de la lluvia

junto a las vías del tren se están dando mazorcas,

los helechos se pudren en la sombra. Balcones turbios.

En las calles, en los edificios se murmura una historia

ensimismada:

con la garganta sola de su vida el tragafuego lanza llamas,

una moneda absorta le responde;

tres monedas de níquel caen dentro del pecho de María,

su fulgurante blusa bugambilia,

su soñante cuello en el país de los collares rojos,

tan lejos de las plantas de los pies, tan agrietadas.

Hay ciudades que ahuecan sus bolsitas de papel para vender más

chabacanos. Sus niños afrentados juegan con la sombra.

Hay muchedumbres de voces que apenas mustian. En los camiones

se aprietan la cabeceante indiferencia, la llaga,

la sonrisa, el deseo que se fricciona con la urbe y se

desmiembra en calles tuertas.

En los llanos remolinea el grito de un ave sin memoria.

Blancuzcos toldos. Deshuesaderos. Herramientas adosadas a la herrumbre.

Es ahí donde se posa, en el absorto nido

que le hacen los hombres picados por las moscas,

la perdida gente

y su palabra es la basura, la esperanza, el terregal.

Creciendo en el salitre, los árboles insisten en dar hojas.

Vengo a mí desde el hundido espejo,

desde mis días vengo,

de mi cara, que no tengo.

Adiós gente, este refugio se duele con ustedes.

Borracha estoy de ustedes; no lagrimo.

Yo, que quise enderezarme, sólo existo.

¿Ven esa fe que yo no veo?

Acércate gatito, lame ese rostro adolescente

que recuerdo

con la furia enroscándosele adentro,

consolándolo esa lámpara encendida:

salió a todo correr del sueño

para encontrar su cuerpo rajado por el miedo.

Siéntate en su vientre, llena, con tu cuerpo tibio,

ese diafragma.

Come, entre el sueño y la muerte, la distancia dormida,

no la dejes darse cuenta.

Dame tus pupilas para caer otra vez en el vacío,

el vacío está lleno de sentido.

No el que grita más está más confundido,

no porque diga que se matará y se derrumbe

dejará de sepultarse mandando recaditos:

y si nadie los lee, será su misma sangre quien lo salve,

hormiga noble, sus intestinos hablando suavemente.

Dénme su mano, gente.

Es cierto, no razono más allá de lo que quiero,

entiendo con tristeza lo que mi hinchada voluntad permite.

Es amor el que busqué,

ese padre, esa madre que no ha habido pastilla que la calme,

esa dolorida, piedra que Dios convierta en pan.

Quería que fueras yo, pero bien hecho,

o he reconocido que es tu cuerpo

con el mío que responde: dulce luz de las acacias:

mis ojos se disuelven,

recuerdo mi piel cuando me palpas

y despiertan mis entrañas su mar de creaturas deliciosas.

Sé lo que es cuando despierto, insolada, ardiendo de frío

en la intocable, la roñosa noche;

y creo que los que se han vaciado los ojos, en los extorsionadores,

sé de los descuartizados lentos.

Sé que estoy en la playa porque aprieto mis puños

y solamente apreso arena, y porque estoy a solas pienso,

y sólo mis pensamientos huelen y se mueven.

Perfecto es el que no piensa:

las conchas, los pétalos girando entre el oleaje.

Pero no deja el mundo de serme opaco sueño y transparencia.

Estoy aquí de nuevo, en mi garganta. No puedo irme.

Y aquel que se balanceaba con su despedazada conciencia,

aquel que no sentía su hedor, extraviado en la llovizna,

no entrará en mí con su bálsamo de pesadillas,

infinitos sus astros que se apagan.

No serán míos la borrachera ni el labial amor,

ni la mano desvelada, ni la consigna como una antorcha de papel,

ni, todavía, la pureza increada de la muerte.

Así en la tierra

Desde el oscuro Dios indigno de alabanzas,

desde el oscuro Dios idolatrado,

desde la claridad sin lunas,

del ciruelo y de sus frutas

requiero la callada voz de las estrellas,

la melodía, el timbre, el ritmo y la armonía

que expresan esa luz extraña,

la única, de los escindido entre uno

y El Todo; la voz que no es verdad,

la verdad que se descubre como yo

sólo para recrear el mundo en el desvelo,

el desánimo del aire

y el hálito, sí un ala pura y lúcida,

ala de mosca, sucia, y de libélula

en los ojos asombrados de una niña.

Un río, se dice, en la montaña

cuando por deshielo halla, bajo el frío,

el necesario sol, baja, imaginario,

de una capa a otra capa bajo tierra

para brotar ante ojos admirados:

manantial entre las hierbas, bajo profundas hojas

y los pétalos morados de una flor

llamada como el sitio en el que nació Cristo,

o un gran hombre, hecho de intransigencias y bondad,

clarividente (el nombre de Dios en su interior);

pues ha de haber tras esta noche entrega y duda,

ese “Dios, ¿por qué me has abandonado?”

Desde la iluminación que aparta del dolor

buscando lo insensible o desde la hundida noche

que duda si habrá otra madrugada,

lo inerte abriendo hacia violáceo

y eso ligero que se mueve, asombro,

gozo de luz en los gorriones, en las golondrinas;

aleta azul que canta,

ballena honrada, honrosa, honda

huele a mar, emerge entre la espuma

de una ilustración hecha para niños.

No sé si escuché, no sé si recuerdo el sabor marino.

Desde mí, que creía ver lo que veía ante mí,

cuando sólo me veía.

Adentro, creo,

en las neuronas yermas, no, subterráneas,

como grutas, como pozos, como ojos sin luz,

como pulmones muertos

creo que podré volver a respirar;

como dijo una vez aquel de alma creyente, puro, loco

(y en el doliente eco, tras las rejas

sonaba el universo, el perfecto):

No puedo aconsejar a nadie, ni olvidar,

agradezco al Señor de la Vida y de la Muerte;

estoy aquí rezando una oración,

con un fervor y otro me hallo en vida

con mi probado ánimo (¿pero, es cabal mi ánimo?),

según creo, en esta muerte

(mi pequeña muerte.

Creo, sin una cabeza firme) en esa nueva y pura vida

que viven los muertos tras la muerte.

Soledades

1

Abre la luz ¡ah, brisa!

desde su alanceada soledad

la estrella:

el eterno silencio

del espacio infinito.

2

Las olas

arrastran mis palabras

bajo su cristalina sombra

no quedarán

sino las algas.

3

Los patos

en la neblina

¿Desde qué soledad

llovizna?

4

Ese cúmulo

anónimo y rojizo

rodeado por el frío

como la muerte.

5

Fresca y luminosa ceniza

que me has dicho de lejos

cuál es mi boca

mi hueco

apártate de mí

sella este acuerdo.

No hay sílaba o virtud

Bajo tierra escuché aquel vocerío

golpeado por la lluvia

de nubes tensas y serenas,

soplaba un aire extraño

en su amplitud, en su frescura

fue tiempo de creación, yo lo sabía.

En la borrasca vi palomas, y sangraban.

A un tiempo insano siguió otro

y aún punza el corazón del reptil muerto.

Conmigo a toda hora algo que aúlla,

ojo negro empecinado en ser táctil

y mis oídos, angustiados, bajo tierra.

Y soy piedra, huella, escama,

sanguaza que anega claridades.

Esto quebrado soy,

hendido en su rencor,

este silencio,

materia desolada que fue cuerpo,

llena de aturdimiento.

Horádenme instrumentos,

mutílenme, no basta

¿qué valdría mostrar algo como yo?

Hez de murciélago,

no importa soy un resto.

Mejor en el desierto,

lugar de Dios cuando árboles y lago

y un respirar como de alas.

Quisiera ser parásito, lombriz,

algo viviente.

Pero ¿deseo existir realmente

o continuar muriendo sin oído?

Insomne y fósil:

no hay sílaba o virtud que reverdezca.

Nunca empeñada en el amor,

que me obsesiona,

inútil, no me extingo

aunque la música haya muerto.

La fe es piadosa, no alcanzo su bondad

pues no la busco

inmóvil, bajo tierra

hace tanto, desde que morí pensé vivir

en esta lejanía,

materia encerrada por sí misma,

un hueco y otro tejen mi esqueleto,

una fractura y otra.

Soy nada más que un resto:

paloma ensangrentada

ansío tu aire antiguo: canta si fue cierto,

aunque la luz sagrada no exista para mí.

Alguien maúlla

Casa olida al anochecer

vick vaporub

trapos calientes

alguien muere

alguien maúlla

casa de cemento

sin nariz

sin piel

alguien maúlla anochecido

alguien se va lamiendo todo.

Nacientes llegamos a la playa

Nacientes llegamos a la playa, como el oleaje; los minutos rodaban limpiamente por la arena.
           Quisimos tomar agua de guanábana, pero bajo los toldos la rabia esperaba nuestras manos.
           Abrimos ese fruto. Con las semillas nuestra lengua se hizo oscura.
           Pero no soltamos esa compra amarga.
           Y la noche fue un ácido calor en la casa que el mar siempre ventilaba.
           Por todos los resquicios habían entrado moscos con violento deseo de picadura.
           Al hinchado silencio dimos nuestra piel. Secos nuestros ojos.

           En el cuarto apagado masticamos lentamente nuestra carne.
           Nosotros, que vivimos noches donde los astros habían vibrado humildes en la arena.
           El mar amaneció en despojada paz. Entre la maleza ahora se apartaban las abejas. Se deshacía la espuma lamentando.
           La vastedad de lo fugaz dolía en las olas. Nuestro tiempo iba a llegar hasta su orilla.

           Y la mañana gritaba quedamente en nuestros cuerpos.
           Ni siquiera forcejeamos al descuajarnos uno del otro.
           ¿Con cuál presentimiento, si nos habíamos calcinado?
           Y fue de sal la hora en que nos ofrendamos, derrotados, al día resplandeciente.

Mi lengua se adormece

Llueve en el cuarto
en la playa de telas desoladas
llueve
sobre las sábanas blanquísimas
sobre mi carne que puede ser tan dulce

Más allá de la ventana puedo verte
y me consumo
aquí
donde relampaguea relumbran los gatos empapados
míralos encenderse irse en fuego
los ojos en los ojos
óyelos revolcarse mójate
que yo te mire
aunque imagine al mismo tiempo
algo que pudiera sustituirte
con ventaja

En la sombra estoy y tras las bardas
puedo ver las concubinas
en sus habitaciones consumiéndose
solitarios se hallan los jardines
espesados en aromas
puedo acercarme a sus espejos
enciendo los carbunclos

Ya nos acercamos al Cuarto Pimienta
Irritamos el recinto de los órganos maduros
donde los peces que relumbran
y las aves que vuelan y se miran
sobre las paredes rojas de tapices
pudieran las nereidas y sus pechos
los unicornios y sus vírgenes
ahí se estira un animal moreno
gozoso me empuja con su cuello
los dos nos vamos a lo tibio
y sientes mi lengua que te lame
eres fruta de mi mesa
estás quieto miras quieres ser mirado
somos el pan las perdices y los vinos
el comensal y el cocinero
paladeamos todo
contrarios al precepto que prohíbe derramar estrellas
en la arena
manamos de los líquidos febriles
hasta nuestras manos tibias
en las ingles
y las caderas en reposo

Pero ruedan ya las lunas sordas
y en la orilla los gatos se pasean
sopla el viento esta torre
de pájaros dormidos
donde llueve
donde el frío
donde nada te sustituye con ventaja.

Extracción de la piedra de la locura

nos queda el sueño rasante,

esas piedras aún mojadas

Lezama Lima

Mirones míos,

el entremés va a comenzar.

(Desde la sombra de las ramas se van acercando los mirones, alborotados como monos, y excitándose.)

Llega el charlatán, el médico,

llega en la aurora del ocaso

a la penumbra donde la yerba se extenúa,

a la llanura del horizonte donde suenan

las tonadas de las Danzas de la Muerte;

Viene a extraer la piedra de la locura al ausente que, plácido, reposa en un silla.

(Los mirones, ante mesas bien dispuestas, alternan tragos de vino y mordiscos a lechones; rápidas desaparecen viandas; en tanto, los laudistas van rasgueando las lánguidas hebras de la tarde. Ya se echan y se acodan los mirones entre los restos del festín, al ras de sus testas rubicundas.)

Los arbustos del bosquete que sombrea

Son los solos testigos que meditan,

en la fineza de la brisa,

en la limpidez de la tarde, adormilado

el ausente, su claro cráneo

olvidan al quirurgo: mano carnal

que incidirá la hoja.

¡Un tulipán le brotará de la cabeza!

anuncia,

mas al certero corte, he ahí que

centellea el diamante de la locura

ante sus ojos ávidos

el corazón de vidrio:

¡Oh luz, oh cara rojiza en el trasluz!,

hombres acostados como el pan cuando se duerme

como la más dulce leche de las vacas en el Edén,

pacen majestuosos los rumiantes la dulce hierba

donde corren los roedores,

en la tarde donde gorjean los tiernos pájaros,

y bajo ellos la siesta de los tigres

recostados en los lobos y sus pelambres suaves,

oh, pardo venturoso, oh, río apacible

que circundas y humedeces los múltiples aromas,

oh pradera donde todo exhala

cuando comienza a husmear el sueño, que se acerca

con su máscara dorada, construye el gran espejo,

y lo enhiesta:

en el azogue el horno donde

el cristal se funde

el corazón de vidrio

desde el sueño            en el sueño

a veces bubas             a veces roña

el revés del viento

que al soplar aspira expira

¡Y se apodera de la piedra de la locura!

¡Avisen las campanas, den su son a rebato, den su son!

Opaca la visión el son

y las montañas ya proyectan sombra sucia;

es azulenco el horizonte donde el ausente se va

haciendo rendija hasta los ojos: he ahí que se levanta, lento

abre sus ojos, Gólem, al mundo bullente y derramado

—hermosa baba cristalina—

dilata su corazón al fuego crepitante;

reza, en la quita y helada bodega de la fábrica:

¡Que al enfriarse no se agriete

mi vidrio de alma frágil,

pues este es el día y me levanto

y no me desmorono;

puro y sin esperanza,

porque soy el último, so el único!

Dios mío,

¿quién me protegerá ahora

contra las penas errabundas?

Llego con la cabeza de vigilia

Llego con la cabeza de vigilia,
pura luz acosada, trashumante,
luz originaria, vegetal,
vengo con las manos adelgazadas
de nupcial vértigo de mayo,
del sueño lustral de la sed mordida,
de las constelaciones primeras.
Vengo del cristal más fijo de la tierra,
de la insumisión irreductible de la llama.
Traigo un torbellino de lenguas alzadas,
de cuerpos alzados y desnudos,
de buques de vuelo duro y fuerte,
traigo un idioma salvaje y oscuro,
un idioma acribillado en el labio
por los siglos de los siglos innumerables,
por los dolientes ecos de las generaciones,
por las miles de muertes muertas sin mí,
por los miles de ojos sangrando sin mí,
por las miles de sílabas
en las que arde mi nombre.

Aleluya

A veces, casi por descuido,

subían el uniforme más allá de las rodillas;

a veces, por mirarlas,

los jardineros mojaron el cemento.

En voz baja hablaban de sus juegos esas niñas

que hicieron la leyenda de Nuria la más negra y atractiva

—Nuria, con sus manos de guanábana,

había pescado a escondidas.

En regiones prohibidas gozaron de la risa

aquellas turbadoras de cinturas monjas;

cruzaron una que otra vez bajo las túnicas

de madres ocupadas en fijas su vista en las alturas.

Va a morir

Entro al deseo y te paralizo

símbolo de sangre,

agito hasta que duela en ti

la carne muerta, la soñada.

No me desampares,

muere ya,

hecho de trapo,

ser que me hizo pedazos,

reclamo tu perdón,

voy a matarte, da tu condolencia,

pues si mueres,

parte mía va a morir.

Conmigo, por ti,

nosotros dos.

Lo pútrido es nutriente,

dioses del amor indigno,

grandes impiadosos,

hagamos necesario sacrificio,

perdonémonos

y en la pira, hacia el cielo disperso,

quizás bendiga el humo,

quémese el cuerpo,

resucite en la montaña,

donde el aire nuestro espíritu

y que las aves coman nuestros restos.

Nacerá de nuestro polvo alguna maravilla,

alguna flor o nube,

pues alguna verdad habrá, quizás, para quererse.




Me abres

Nadie, ni el silencio
me abre
como tú, ni el tiempo.

Isabel Quiñónez (San Pedro Sula, Honduras, 17 de julio de 1949- Ciudad de México, 29 de octubre de 2007). Poeta, narradora y ensayista. A los dos años, se trasladó con su madre y su hermana a la Ciudad de México. Estudió Ciencias y Técnicas de la Información en la Universidad Iberoamericana; cursó seminarios de Literatura Oral en Filadelfia, Pennsylvania. Fue guionista de programas de televisión; investigadora en el Departamento de Música y Literaturas Orales del INAH. Colaboradora de Boletín del inah, Colibrí, El Ciervo Herido, El Oso Hormiguero, La Brújula en el Bolsillo, La Semana de Bellas Artes, Nexos, Plural (nueva época), Revista de RevistasTeorema.

En 1978 recibió una mención honorífica en el concurso de la revista Punto de Partida. En 1979 obtuvo la beca de poesía INBA-FONAPA otorgada por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura. Además, en 1986, ganó el Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde otorgado por la Universidad Autónoma de Zacatecas.

Obra poética :

  • Extracción de la piedra de la locura (1979)
  • Palabra nueva: dos décadas de poesía en México [antología] (1981)
  • ¿Será esto el mar? [antología] (1984)
  • Alguien maúlla (1985)
  • Esa forma de irnos alejando (1989)
  • Así es la tierra (1996)
  • Sólo un breve instante aquí: elogio de la ausencia [antología] (2020)

Enlaces de interés :

https://iguanadelojete.blogspot.com/2008/10/isabel-quinez-la-linea-de-sombra.html?m=0

https://con-temporanea.inah.gob.mx/node/158

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