11 Poemas de Enriqueta Ochoa

” La poesía es el hallazgo de lo insólito en lo cotidiano “

Enriqueta Ochoa

Retorno de Electra

I

Para poderte hablar
así, de frente,
tuve que echarme toda una vida
a llorar sobre tus huesos.
Tuve que desandar lo caminado
desnudando la piel de mi conciencia.
Para poderte hablar
tuve que volver a llenarme de aire
los pulmones.
Y cuidar que no se me encogieran las palabras,
el corazón, los ojos,
porque aún se me deshacen de agua
si te nombro.
Ya me creció la voz. padre, patriarca,
viejo de barba azul y ojos de plomo.
Ya te puedo contar lo que ha pasado
desde que te fuiste.
Con tu muerte se quebrantaron todos los cimientos.
No me atreví a buscar
porque no habría
un roble con tu sombra y tu medida
que me cubriera de la llaga de sol en mi verano.
Uní la sangre que me diste a otra sangre.
Malherida,
borré la sombra del sexo entre los hombres
y me quedé vacía, a la intemperie.
Y no pude decir
hasta que se hizo carne de mi carne el amor
lo que era hallar la propia sombra, entregándose.
Después quise ubicarte en mí, te pesé,
te ultrajé, te lloré, medí tus actos,
di vuelta atrás,
y volví a caminar lo desandado.
Por eso puedo hablarte ahora, así,
porque entendí tu medida de gigante.

II

No podemos hacer nada con un muerto, padre.
Se suda sangre,
se retuerce el aullido tirado sobre las tumbas
en un charco de culpa.
Padre,
yo soy Pedro y Santiago,
el sable que doblado de sueño castró su espíritu
en tu oración del huerto.
Yo soy el viscoso miedo de Pedro que se escurrió
en la sombra a la hora de tus merecimientos.
Soy el martillo cayendo sobre tus clavos,
el aire que no asistió al pulmón en agonía.
Soy la que no compartió
el dolor anticipado que se enclaustró
a devorar su miedo,
la hendidura irresponsable,
la desbandada de apóstoles.
Soy este pozo de noche en que se hunde la conciencia.
Di, ¿qué se hace con un muerto, padre?
Di, ¿cómo lavo estas llagas
si todo queda inscrito en el tiempo
y todo tiempo es memoria?

III

Colgábamos de ti
como del racimo la uva.
Cuando la muerte
reblandeció el cogollo de tu fuerza,
presentimos el vértigo de altura y la caída.
Uno a uno,
en relación directa a la pesantez de tu esencia,
descendimos.
Bajo anónimas pisadas me vi saltar la pulpa,
sorprendida.
Y no era orgía de vendimia
ni enervación de culto.
Fue ser la sangre a la sed de todos los caminos,
dejar la piel desprendida
entre un enjambre de alambradas.
Ahora,
para afirmar la talla
con que tu amor me hizo
sólo queda una espina:
la palabra.

IV

Perdón, hermanos,
porque no alcanzo a verlos
ahogada como estoy en mi hoyo
de pequeñas miserias.
¡Mentira que deseo morir!
Antes quisiera conocerlos
sin mi lente deforme.
Quizá los amaría tanto
o más de lo que estoy amando
a mi lastre de lágrimas
en este viaje de niebla.

V

Padre,
no puedo amar a nadie.
A nada que no sea este fuego
de sucia conmiseración
en que se consume mi lengua.
Quiero otro aire.
Otro paisaje que no sean los muros de mi cuerpo.
Emparedada, desconozco el resplandor del centro
y la desnudez de la periferia.
Voy a abrir brecha hacia los dos caminos
y quizá quede atrás
la trampa de la vieja noria.

El hombre

para Wenceslao Rodríguez 

¿Qué ha visto el hombre?
Nada.
Ciego y desnudo llegó, 
desnudo y ciego se irá 
del polvo al polvo.
Un gesto de ternura podría salvar al mundo,
pero el hombre jamás bajó los ojos 
a ese pozo de luz.

—Llorarás, le dijeron, 
mas no es fácil llorar. 
Llorar es desprenderse, 
irse en ríos de uno, 
y el hombre sólo sabe 
devorar y perderse.

No conoce más muros
que los que cercan su ciudad en sombras
y hasta allí ha bajado a envejecer,
a morir en sí mismo,
a sepultarse testarudo,
mientras la soledad circula por su cuerpo
como el viento por una casa en ruinas.
Yo insisto,
un gesto de ternura podría…, de pronto, 
me irrito, tiemblo, río, me quebranto. 
Yo soy el hombre.

1955

De Los Himnos del ciego (1968)

El suicidio

para Rubén Tamez Garza

Pienso en la fecha de mi suicidio
y creo que fue en el vientre de mi madre;
aún así, hubo días en que Dios me caía
igual que gota clara entre las manos.

Porque yo estuve loca por Dios,
anduve trastornada por él,
arrojando el anzuelo de mi lengua
para alcanzar su oído.
Su fragancia penetraba en mi piel
palabras que no alcanzo a entender,
que no voy a entenderlas, quizá…
Aprendí muy tarde a conocer varón,
lo sentí dilatarse con toda su soledad
dentro de mí.
Fue una jugada turbia,
un error sin caminos.
Fue descender al núcleo fugaz de la mentira
y encontrarme, al despertar, rodando en el vacío
bajo una sábana de espanto.
Fue lavarle la boca a un niño
con un puño de brasas
por llamar natural lo prohibido;
por arrastrar con cara de mujer madura,
ese carro de sol inútil: la inocencia.
Fue arrancarte las uñas de raíz,
arrastrarte,
meterte en la oquedad de la miseria, a bofetadas,
por el ojo hecho llama sombría, del demonio.

Para evadir el cierzo de la muerte que llega

para Fernando Medina

De ti lo habría amado todo:
tu cabeza como luz de topacio en el hastío,
el llanto, la caricia, la palabra brutal,
la soga que amansara mis ímpetus cerriles
y, sobre todo, el hijo.
Ese mar
que juntara la turbulencia de nuestras dos
    avideces.

Ese mar donde irían haciéndose profundos 
de ternura los ojos.
Pero ni tú ni yo vivimos el momento propicio para
    amarnos.
De paso en paso, un abismo,
en cada oreja, una espina,
en cada latido, un monte de zozobra
quebrantando el resuello.

Y de qué sirve odiar, forzar, 
hacerse añicos dentro
si todo es ir buscándonos, 
arropándonos para evadir el cierzo 
de la muerte que llega. 
Lucha por subsistir,
por mirar nuestro polvo crecerse en otro polvo
para encontrar de nuevo la oquedad amorosa
que libre a los sentidos
de la asfixia más pura de la muerte:
la soledad.

Pero hay quienes nacimos para morir en nuestro
    propio cuerpo. 
No hay puertas. No hay ventanas. 
Las ventanas incitan sin saciarnos. 
Las puertas nos liberan. 
Mas no hay puertas ni ventanas. 
Hay la fiebre en los ojos 
que va tras de la luz estremeciéndose. 
Hay la sangre a galope.
El desvaído paso recorriendo las calles aturdidas 
de sinfonolas, magnavoces, estridencias de claxon.
Y el viento barriendo hojuelas doradas de elote 
en el mes de junio.
Y la fresca respiración de un cine 
donde ruedan botellas de cocacola 
y envolturas de Milky Way,
y la arena caliente del aire sofocado.
Y el amor, ¿dónde?
Y los amantes, ¿dónde?
Y tú, amor, viento, canto… ¿dónde?

1952

De El retorno de Electra (1978)

Las urgencias de un Dios

¡Cuánto girón de cielo prometido
que no puedo creer,
que no logra sitiarme
ni adormecer mi sien
ni incitarme el afán!

No rebusquen más mitos en mis labios.
Soy la furia salvaje de una criatura
abandonada en el monte
sin conocer más padre que el sol que ha requemado mi epidermis
ni más madre que ese lamento gris de tierra
que indefinidamente me derrumba y me levanta.

Una urgencia por Dios toma el vocablo.
¡Lo que nos pasa a veces!
Si cuando niña se me hubiera dicho:
‘Ante Dios
afloja la rodilla y baja el rostro’,
yo hubiera obedecido.
Pero nadie sopló luces de mitos en mi frente
ni se movió en los nervios de mis actos
(aprendí de mi abuelo a levantar, por mi mano, todas las cosas)
y fui sólo el bárbaro explorador sin ropas
que arañando la piedra se trepaba al risco
para avistar las rutas que indicaba
su brújula de astros y de olores.
Y ahora, cuando alguien me pregunta:
‘¿Cuál es tu Dios, tu identidad, y la región que habitas?’, digo:
?Mi tierra es la región del embarazo
y yo soy la semilla donde Dios
es el embrión en vísperas.

¡Cuánto pasado para llegar aquí!
Para poder estar de pie junto a las cosas
y decir:
?Mi corazón se espiga frente al mundo
como una inmensa lágrima caliente.
Pasan las madres con sus hijos.
Las parcelas revientan de brotes
y el espacio nutre un retoño
de vibrátiles e inmensas dimensiones.
Ante esto
yo mido la magnitud de mis caderas,
palpo mis carnes, aguzo el oído finamente
y confirmo el hecho:
como ellas yo llevo un fruto en mí.
Pero alguien, no sé quién, salta y me dice:
‘Ficticio anunciamiento
en la sorda pulsación de un cuerpo estéril’.
Qué saben ellos
de ese recóndito embrión
urgiendo mi presencia bajo un cielo de ruinas.
Qué saben de ese embarazo antiguo gestando desde siglos
un hijo despatriado que no logra nacer
ni abortar de mi vientre
cuando resbalo y caigo.
Un hijo falsamente robado y bautizado
en el narcotizante vino de un río mitológico
que no acierta a moverse
con la pesada carga que le asignan.
¡Ay del fruto en la entraña
escandalosamente percibido,
voluminosamente titulado,
quebrantando mis huesos al golpe de su peso!
Y antes no eran sus rasgos pronunciados
ni complicado el peso.
Yo recuerdo la niña agilidad
que jugaba con la víscera azul
antes del rapto,
casi en la misma conjunción del lecho:
aquella anunciación difusa y primeriza
de hace siglos,
donde su presencia apenas si brillaba
con párvula intuición de imprecisión y azoro.
Sensible al ruido y diminuto,
sus fugas nos vedaban los contornos
y aún el más sigiloso y descalzo de los pasos
le aguijaba de miedos
precipitándole en una tímida huida de corza repentina.
Pero eso fue ayer. Ayer,
en el tiempo de las primeras brasas.
Hoy todo es distinto.
Sé mi condición de madre
y de Dios su condición de hijo,
de sucesión, rumbo al futuro,
y un desgajado sol de otoños dulces
dilata mi corazón y lo revienta en grito:
¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
Con un temblor de voz que supera todas las ternuras.

De blasfemia han tachado mis urgencias.
Dicen que Dios no reirá jamás entre mis labios
ni llorará en la cuenca de mis ojos tristes.
Seré siempre la anónima, la gris, la desterrada
para quien sólo existe por patria
un índice de estragos y de hogueras-
Pero…
Que no me digan nada.
El corazón se exprime en sus lagares
y canta en el ardor de sus heridas,
El mío canta aquí, a la intemperie,
sin fronteras ni códigos caducos,
sin esos cuentos viejos que nos dicen:
‘Corrían arcos de luz de arriba abajo
y tatuaban las frentes de distancias’.
Como si el ala oculta no tocara
más arriba del ojo de los vientos.
Yo no puedo alisar fábulas ciegas.
Alguien rompió sus labios pecho adentro
y me enseñó a forjarme desde siempre
una forma de amor recíproca y sencilla.
De aquí que guste la identidad sin límites ni ambages
y use el coloquio fácil y entrañable
con que en el vientre se hablan madre e hijo.
No reparo en lo dicho. Dios es mi inseparable,
mi más íntimo compañero
de juegos y de lágrimas:
el más constante y tierno,
más rebelde y sumiso.
Lo que son las cosas…
Yo sé lo que le espera al canto en que me espigo:
una turba de puños indignados demolerán su forma,
me trizarán a golpes.
Mas yo sabré ubicarme
de nuevo en mi insistencia
sacudida de grillos la cabeza
y destrenzado el pelo hasta las corvas,
porque odio los límites supuestos.
No me conformo con que digan:
‘su forma es ésta; vedada otra estructura’.
¡Qué débil consistencia de doctrina!
Recordad que Dios es el espejo
más contradictorio y bifurcado,
acomodado a todas las pupilas.
Yo lo esculpo a mi modo y le doy forma.
¿Cómo pecar con esto?
¿Peca la hembra que proclama al vástago?
¿Peca al decir: se hospeda desde siempre
en la borrasca delirante de mi sangre?
Imposible.
El concebir y el cantar no hay que velarlos.
Hay que danzar con ellos a la luz del día
y a la obsidiana luz de la alta noche.
Yo no puedo evitar mi índole espontánea;
soy una cascada de torsos al desnudo.
Como el niño se da, me doy al viento
desatando mi grito.
Los buenos
me dirán que calle y ceda.
Mas yo que en torno de mi cintura
be puesto un cascabel de mineral rojizo
que a cada paso grita a Dios: ¡Mi hijo!
y establezco mis propios cánones y salmos,
no me dejo llevar
ni me dejo negar
ni escondo la vereda
ni me humillo el rostro
cuando otros le nominan ‘Padre’, ‘?Artífice’,
ni les digo el origen de mi grito
porque no creerán en la sobrevivencia.
Perece el padre, sobrevive el hijo,
El último es eterno:
llora en el niño antes de hacerlo hombre,
y después y después,
y siempre el hijo despejando el futuro.
dominando horizontes
imperecedero, triunfal,
en la Unidad, en lo Eterno.
¿Por qué ignorar que el mundo
es un cotiledón de fuego
en que Dios va formando su presencia?
Son cosas que no pueden cubrirse.
Miradme aquí cómo al tratar su nombre
danzo en una resurrección
de brasas removidas
y siento sus latidos sonándome en el pecho.
¿Cómo negar al hijo que florece?
No he aprendido a ocultarle
ni a decir que me pesa, aunque me acusen
de agotarme su largo nacimiento.
¿Por qué habría de ser?
Él no me obliga a prescindir de nada.
Su floración es natural y simple
y si bien estos ojos vidriosos se me pierden
tras un vago rumor inaprehensible
y a menudo descanso en el camino
y acaricio su forma por mi vientre.
también puedo agitarme
y retozar a pie descalzo el monle vivo
y hago correr sus pies entre mis piernas
y hundo mis manos en la tierra firme
y bebo el agua corriente de los ríos
y desnudarme al sol.
Y es mejor que mejor,
porque no me gustaría que el que pasara viera
mi cabeza quebrada sobre el pecho,
ni quiero para él un enfermizo rostro
de Dios encajonado
en estancias oscuras y severas.
Quiero que muerda el corazón del mundo,
que sepa del sol,
de los astros, del viento,
de lo grande y lo mínimo.
Quiero en Dios al lujo que creciendo
en plenitud reviente al cerco falso
y destruya las fronteras
y la celda ficticia y demudada
del concepto y la carne.
Lo quiero levantando su imperio al aire libre.
desnudo, limpio, imperturbable y sano,
respirando hondo y fuerte
del aliento rotundo de la tierra.

Marianne 

Después de leer tantas cosas eruditas
estoy cansada, hija,
por no tener los pies más fuertes
y más duro el riñón
para andar los caminos que me faltan.
Perdona este reniego pasajero
al no encontrar mi ubicación precisa,
y pasarme el insomnio acodada en la ventana
cuando la lluvia cae,
pensando en la rabia que muerde
la relación del hombre con el hombre;
ahondando el túnel, cada vez más estrecho,
de esta soledad, en sí, un poco la muerte anticipada.
Qué bueno que naciste con la cabeza en su sitio,
que no se te achica la palabra en el miedo,
que me has visto morir en mí misma cada instante
buscando a Dios, al hombre, al milagro.

Tú sabes que nacimos desnudos, en total desamparo 
y no te importa,
ni te sorprende el nudo de sombra que descubres.
Todo se muere a tiempo y se llora a retazos, 
has dicho,
sin embargo, es azul de cristal tu mirada 
y te amanece fresca el agua del corazón; 
quitas fácil el hollín que pone el hombre sobre las
    cosas,
y entiendes en tu propio dolor al mundo, 
porque ya sabes
que sobre todos los ojos de la tierra 
algún día, sin remedio, llueve.
 

1968 

De El retorno de Electra (1978)

Las vírgenes terrestres

para Marianne, mi hija

Introito


En vano envejecerás doblado en los archivos, 
no encontrarás mi nombre.

En vano medirás los surcos sementados 
queriendo hallar mis propiedades, 
no tengo posesiones. 
En cambio,
¿el sueño de los valles arrobados es mío? 
Sí.
¿Mío es el subterráneo rumor de la semilla? 
También.
Si me extraviara a tientas, en la oscuridad, 
¿cómo podrían llamarme y entenderles? 
Llámenme con el nombre 
del único incoloro vestido que he llevado, 
el de virgen terrestre.


I

Duele esta tierra henchida de vigores 
sollamando la frente, 
quemando las entrañas…

Todo mi nombre dentro se me rompe de odio: 
odio a la puerta en mí, siempre llamada, 
odio al jardín de afanes desgajados 
entre el sol y la muerte.

Por encima de las colinas arde la luz, 
el tiempo se deshoja
y yo envejezco aquí traspasada de urgencias
frente a la puerta hermética.
Soy la virgen terrestre espesa de amargura,
desolada corriendo
del reguero de impactos en mi pulso.
Ya no me soporto en las grietas de la espera
ni el sopor del silencio.


II

¡Mentira que somos frescas quiebras 
cintilando en el agua!, 
que un temblor de castidad serena 
nos albea la frente,
que los luceros se exprimen en los ojos
y nos embriagan de paz.
¡Mentira!
Hay una corriente oscura disuelta en las entrañas 
que nos veda pisar sin ser oídas 
y sostener equilibrio de rodillas, 
con un racimo de luces extasiadas 
sobre el pecho.


III

Dicen que una debe 
morderse todas las palabras 
y caminar de puntas, con sigilo, 
cubriendo las rendijas, 
acallando al instinto desatado, 
y poblando de estrellas las pupilas 
para ahogar el violento delirio del deseo. 
Pero es que si el cuerpo
pide su eternidad limpio y derecho,
es un mordiente enojo andarle huyendo;
dejar su temblorosa mies ardiendo a solas,
sin el olor oscuro de los pinos.
Siempre cerrada,
ignorando cómo se desgaja
el surco dorado ante la siembra;
de tumbo en tumbo,
cerrados los sentidos
y alumbrándose a medias.


IV

Viejas causas, cánones hostiles,
fervorosos principios maniatándome.
¿Sobre qué ejes giran que me doblan
a beberme la muerte en la conciencia?
Yo me miro y no soy sino una cripta en llamas,
una existencia informe, sonámbula,
cargada de fatiga.
¿Es lícito permitir que se extinga
en servidumbre enferma
el bárbaro reclamo que nos sube
de abordar a la tierra por la tierra?

V

En esta brava inmensidad
no logran retenerme los desvaríos blandos
o el ímpetu del sueño.
La tierra es ruda, trémula, ardorosa,
y se me expande dentro.
El vértigo sanguíneo esplende
arrebatando al canto
y ni le puedo contener el paso,
ni sustraerme a los labios
que me caen al papel como dos brasas.


VI

Pienso en las abastecidas, las satisfechas, 
las del ancho mar;
las que reciben el regocijo vital de las corrientes
—cauces donde la vida vibra y se eterniza—,
pienso en las abastecidas
y me irrita el despecho
de mi roja marea sofocada;
al no encontrar la presencia de Dios
por ningún ángulo
y andar de pueblo en pueblo
emblanquecida de miedo,
de pasión y de tedio,
sepulto el corazón bajo el hollín
de todos los recelos.


VII

Te rindo y te maldigo, recio olor de la tierra, 
tempestad original, 
relámpago dulcísimo de muerte. 
Te maldice el temor 
de ver que Dios no acierte a descifrar mi nombre, 
porque yo, la que soy, 
no asisto ni en el Monte Tabor 
para el desposamiento en brillos, 
ni soy de las que escalan 
por los peldaños de la sangre al sol. 
Dije que era un vaivén de la ola sombría, 
la ola de las vírgenes terrestres, 
las que no recibimos más nombre
que el que nos dieron niñas en la pila; 
y cuando Dios nos llame 
nunca habrá de encontrarnos, 
dirá: las innombradas,
los desvaídos soplos, los desplomes silentes, 
las estepas perdidas bajo esfumino duro, 
y nosotras, cubiertas de humo en las honduras 
de un país olvidado,
vocearemos respuestas en remolino cálido,
arderemos los montes,
alzaremos los brazos en furia atropellada
y todas en un grito hendiendo los contornos,
serpentearemos secas,
deshechas de agonía.
Pero inútil, inútil,
porque a la tierra estéril
no se le oyen los labios.

De Las vírgenes terrestres (1972)

Retrato en sepia

Obediente a la voz cósmica, agrio el destino, 
yo fui levantada en torbellino de lamentos. 
Yo fui la piedra de escándalo: 
contra mí se reventaron las lágrimas 
de todos mis hermanos. Yo fui 
la piedra que tiritó en la puerta 
y en los patios de las casas, 
sin acceso al hogar que aglutina a los hombres. 
La piedra con la que los otros tropezaban 
encendidos de vergüenza. 
La piedra del destierro,
la que debió perderse en el fondo del légamo; 
el labio sumergido en la hiel; 
el receptáculo del sacrificio 
en donde vaciaron la indiferencia, la cólera, el despecho.
Yo el perro sin dueño, rastreando compañía, 
con la cabeza gacha, abatido de soledad. 
Cuando me vaya 
no querré aullar,
cojeando por los mismos caminos. 
Quiero dispararme como flecha 
hacia la dimensión que corresponda.

A mitad de la borrasca de este tiempo 
debí hacer cantar al pájaro ciego en mi garganta, 
sola, sobrecogida por el relámpago y el trueno, 
calada hasta los huesos, bajo la tormenta. 
Canté y canté, bebiéndome las lágrimas. 
Sin ti, Marianne,
se me habrían enlutado, sin amor, los caminos.

De Bajo el oro pequeño de los trigos (1984)

Eternidad

La eternidad mece, ondula,
abre de par en par su túnica de viento;
en el espacio de su seno esplende
una constelación de luz acumulada.
El Padre la detiene. Un instante
mete su mano turbulenta hasta la entraña
y la abre sobre la piel del mundo.
Un alud de semillas caen, parpadeando.
Se fecunda la tierra. Cada segundo se fecunda.
El hombre entra a la prisión de su cuerpo
doblada la cerviz
y vuelve a tirar de sí, uncido al yugo de la vida,
hasta que aspira el Padre
y volvemos al seno de la Madre.

Pespunteo mis días

para Alberto y Rosario Domene

Pespunteo mis días,
aliño la más inútil de mis prendas,
tiro el aguijón de la susceptibilidad al cesto,
las tijeras de alguna palabra inoportuna
que pudiera cortar;
remozo el paisaje en la retina,
deshollino el pecho,
limpio los tejados enmohecidos
por tantas lluvias de sal
en el dolor
y me dispongo a nacer.

De Canción de Moisés (1984)

Asaltos a la memoria

Amanece,
en las macetas de la ventana arden los geranios. 
Un vaho lechoso entra en el viento. 
Corre el día hacia las dunas de la oscuridad. 
Después de avanzada la noche
                                                   me desprendo 
abajo quedan mi piel, mis huesos. 
Me echo de picada a las profundidades, 
atravieso el infierno, 
toco la incandescencia de la luz 
     todos los pájaros se desatan. 
De lejos llega el olor de dátiles 
que espesan en los cazos de cobre, 
el de polvorones recién horneados. 
Es el aroma penetrante de mi infancia
                                              el que nace, el que nace.
Al amanecer Alberto arrea las mulas con el bastimento
                                       rumbo a las labores. 
Una niña atisba por entre los leños de la cerca, 
mientras en su corazón
se amotina un mar de diez años que quiere ser mujer. 
Que se echa sobre la tierra y se identifica con ella. 
Este polvo que escurre entre sus dedos 
es su madre
             es su cuerpo 
es el olor de vida que exhalará 
cuando llegue el mediodía. 
Hoy, paloma desmañanada, vuelve a su cama, 
se acurruca bajo las cobijas tibias, 
se le desarrugan los sueños,
se alisa el viento 
y duerme.

A la bisabuela le peinaban las trenzas con los dedos. 
Vivió 110 años. 
Plena en su lucidez. 
Su cuerpo se achicó.
Nunca desmereció la mata de su pelo inmaculado 
que crecía en abundancia
                          colgando en largas trenzas. 
            Una mañana rechazó la bandeja de panecillos
y el chocolate espumoso. 
Pequeñita, se ovilló en el silencio 
“La virgen me envolvió en un vapor azul, 
me trajo el desayuno”, 
dijo antes de bajar a esconderse 
en los íntimos pliegues de la tierra. 
Las lilas perfuman el primer viento de abril. 
El árbol de la noche florece 
y la tía Vense trenza mis cabellos. 
Me hundo en el sueño. 
Tía Vense, te amo.
                         estalactica de cristal. 
Tu pelo se precipitaba en relámpagos miel y caoba
                                                               sobre mi cara
cuando el beso de buenas noches.
El ruido de voces en el cuarto contiguo me despierta.
La muerte desangra el vientre de mi madre,
las sábanas esponjadas de blancura se incendian.
Apenas clarea, ponen sobre mis manos un cesto,
al vaciarlo un feto se despeña,
La vida se encoge dentro de mí,
Tengo nueve años,
es el primer contacto con la muerte.

Y los veranos,
y el sol estancado a mitad del desierto.
La luz cantaba y se filtraba por todos los resquicios.
Algunas veces una noche de lluvia
y amanecía la tierra con olor a mastuerzo y humedad.
El mundo de mi madre era la correspondencia justa
entre los reinos de la tierra.
El abuelo leía en el firmamento los fenómenos
atmosféricos,
ubicaba las constelaciones
y era juez de un pueblo
donde no se mezclaba la sangre con extraños.
Los Guzmán de Lampazos
Los Benavides de Cerralvo
Los Ramos de Ciénega de Flores
Los Montemayor de Higueras
y se cerraba el círculo.
Los ojos grises de la abuela
hacían sentir su presencia matriarcal:
revisaba la llegada de los rebaños,
el ganado, la ordeña,
preparaba en el horno de adobe
los pasteles de maíz, las hojarascas,
esa multitud de olores y sabores con que se llena el
recuerdo.

De Antología nueva (1989)

En el cristal profundo del silencio

Es la hora.

Siéntate junto a ti,

escucha el cristal profundo del silencio.

Busca la sustancia sin género,

la aleación de ti mismo,

y entonces, sólo entonces,

entrégate con servidumbre a la palabra.

Enriqueta Ochoa Benavides. (Torreón, Coahuila, México, 2 de mayo de 1928; Ciudad de México, 1 de diciembre de 2008). Poeta, profesora y periodista. Es considerada como una de las voces más destacadas de la generación del 50.

Hija de Césarea Benavides Montemayor y Macedonio R. Ochoa Rodríguez . Pasó la infancia y adolescencia en su ciudad natal, es la segunda de seis hermanos. Fueron educados en casa con maestros particulares, pues su padre no creía en la formación religiosa y prefirió educarlos más libremente. Estudiaron francés, inglés y música; Enriqueta era una gran lectora de clásicos grecolatinos, filosofía y literatura renacentista. Posteriormente estudió en la Escuela Normal de Maestros.

Empezó a escribir poesía cuando tenía nueve años y participó muy joven en un concurso literario. Aunque ganó, nunca recogió el premio: le daba miedo que se enojaran en su casa. Su madre y hermanos la desaprobaban porque siempre estaba leyendo o escribiendo en vez de ir a fiestas; pero su padre la motivó a seguir con su vocación, e incluso contrató al maestro Rafael del Río, que instruyó a Enriqueta en la poesía, las formas clásicas del verso y la literatura universal. Sus referentes fueron  Concha Urquiza, San Juan de la Cruz Santa Teresa de Ávila. Asi mismo fue influenciada por la obra de  Emily Dickinson y Elizabeth Barret Browning.

A los 19 años de edad publicó su primer poemario: Las urgencias de un Dios (1947), que fue fuertemente criticado e incluso llamado escandaloso por su forma de tratar algunos temas, sobre todo de tipo religioso. Algunos sacerdotes prohibieron el poemario desde el púlpito, lo cual le concedió una fama amarga. Más tarde, muchos criticaron su libro Las vírgenes terrestres (1969), porque en él abordaba abiertamente temas como el deseo femenino.

En un viaje a Europa, Enriqueta estuvo con sus hermanas en Madrid durante unos meses, donde conoció a Rosario Castellanos, Dolores Castro, Pedro Coronel, Dámaso Alonso y Gabriela Mistral, con quienes cultivó una gran amistad. Tras la muerte de Rosario en Israel, ocurrida en 1974, Dolores y Enriqueta siguieron cultivando su amistad por más de tres décadas.

En 1957 contrajo matrimonio con François Toussaint y un año más tarde nace su hija a Marianne Toussaint Ochoa. Vivieron por dos años en Francia y posteriormente se mudaron a Marruecos, donde Enriqueta escribiría El desierto a tu lado, inspirada en los paisajes y su situación sentimental. Sin embargo, al poco tiempo se vio forzada a regresar a México de forma clandestina.

Enriqueta Ochoa ejerció el periodismo y la docencia en diversas universidades nacionales e internacionales. Formó a escritores, fue promotora y formadora de nuevas generaciones de poetas. Coordinó talleres literarios del INBA en Aguascalientes, Torreón, Tlaxcala y la Ciudad de México. Ejerció como profesora en la Universidad Veracruzana, la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, la Universidad Nacional Autónoma de México, la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM) y la Normal Superior del Estado de México.

Los himnos del ciego (1968) fue su segundo libro publicado. Escribió en 1954 en San Luis Potosí Las vírgenes terrestres que no se publicó sino hasta 1969.

En 1978 escribió uno de sus más significativos libros: El retorno de Electra (que dedicó a su maestro, Rafael del Río), impulsada por lo que ella misma llamó una “avalancha de muerte”. Su madre falleció tras la repentina muerte de su padre, poco antes de que ella cumpliera 50 años. Debido a este par de trágicos sucesos su hermano se sumergió en el vicio del alcoholismo y, más tarde, su hermana se suicidó. La “avalancha de muerte” terminó con la muerte de su hermano a causa de su desenfrenada adicción.

Después de este libro seguirían muchos más, los más importantes: Bajo el oro de los pequeños trigos (1984), donde plasma su sentir durante un periodo de grave enfermedad; Asaltos a la memoria (2004), una reflexión sobre las anécdotas de sus antepasados y sus viajes, dedicada a sus nietas; y el últimoPoesía reunida, una antología publicada en 2008 por  el Fondo de Cultura Económica. También realizó publicaciones en las revistas Metáfora; Revista de Coahulia; Letras Potosinas; Letras de Ayer y Hoy. Igualmente, fundó la revista Hierba (1952-1953) donde siempre sostuvo con sus publicaciones su postura política.

En 1979 recibió la Placa de Oro como Hija Predilecta de Coahuila, en reconocimiento a su obra.

En 1994, el CONACULTA, el SCM, el Ayuntamiento de Torreón y el ICOCULT crearon el Certamen Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa. Miembro del SNCA desde 1999.

También fue galardonada con la Medalla de Oro Bellas Artes en 2008.

En 2014 su nombre fue inscrito en letra de oro en el Muro de Honor del Congreso del Estado de Coahuila, convirtiéndose en la primera mujer en recibir dicha distinción.

Asimismo el nombre de la poeta que reunió con maestría una sucesión de estampas con las evocaciones de la infancia, familia, tragedias y sufrimientos, dio origen en 2012 al Festival de la Palabra Laguna, Enriqueta Ochoa.

Algunas de las características que distinguen la obra de Enriqueta Ochoa dentro de la poesía mexicana, es su práctica de los usos y tonos coloquiales, al igual que la eterna búsqueda de lo sagrado, ambas en conjunto funcionan en una propuesta diferente a la de sus coetáneos. Su poesía ha sido denominada por la crítica como confesional, dada la importancia que guardan los datos autobiográficos en su creación. En su universo poético el erotismo y la religiosidad también se dan la mano.

Sus poemas han sido traducidos al inglés, francés, alemán y japonés.

Obra publicada :

  • Las urgencias de un Dios (1947)
  • Las vírgenes terrestres (1968)
  • Los himnos del ciego (1969
  • Cartas para el hermano (1973)
  • Testimonio (1978)
  • El retorno de Electra (1978)
  • Canción de Moisés (1984)
  • Bajo el oro de los pequeños trigos (1984)
  • Antología (1994)
  • Asaltos a la memoria (2004)
  • Enriqueta Ochoa para niños. Que me bautice el viento (2004)
  • El desierto a tu lado (2006)
  • Poesía reunida (2008)
  • Los días delirantes (2008)

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Enlaces de interés :

http://www.materialdelectura.unam.mx/images/stories/pdf5/enriqueta-ochoa-182.pdf

https://es.wikipedia.org/wiki/Enriqueta_Ochoa

https://www.laotrarevista.com/images/media/enriqueta_ochoa_ensayo.pdf

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