10 Poemas de Gabriela Mistral

Caperucita roja

Caperucita Roja visitará a la abuela 
que en el poblado próximo sufre de extraño mal. 
Caperucita Roja, la de los rizos rubios, 
tiene el corazoncito tierno como un panal. 

A las primeras luces ya se ha puesto en camino 
y va cruzando el bosque con un pasito audaz. 
Sale al paso Maese Lobo, de ojos diabólicos. 
«Caperucita Roja, cuéntame adónde vas». 

Caperucita es cándida como los lirios blancos. 
«Abuelita ha enfermado. Le llevo aquí un pastel 
y un pucherito suave, que se derrama en juego. 
¿Sabes del pueblo próximo? Vive en la entrada de él». 

Y ahora, por el bosque discurriendo encantada, 
recoge bayas rojas, corta ramas en flor, 
y se enamora de unas mariposas pintadas 
que la hacen olvidarse del viaje del Traidor… 

El Lobo fabuloso de blanqueados dientes, 
ha pasado ya el bosque, el molino, el alcor, 
y golpea en la plácida puerta de la abuelita, 
que le abre. (A la niña ha anunciado el Traidor.) 

Ha tres días la bestia no sabe de bocado. 
¡Pobre abuelita inválida, quién la va a defender! 
… Se la comió riendo toda y pausadamente 
y se puso en seguida sus ropas de mujer. 

Tocan dedos menudos a la entornada puerta. 
De la arrugada cama dice el Lobo: «¿Quién va?» 
La voz es ronca. «Pero la abuelita está enferma» 
la niña ingenua explica. «De parte de mamá». 

Caperucita ha entrado, olorosa de bayas. 
Le tiemblan en la mano gajos de salvia en flor. 
«Deja los pastelitos; ven a entibiarme el lecho». 
Caperucita cede al reclamo de amor. 

De entre la cofia salen las orejas monstruosas. 
«¿Por qué tan largas?», dice la niña con candor. 
Y el velludo engañoso, abrazado a la niña: 
«¿Para qué son tan largas? Para oírte mejor». 

El cuerpecito tierno le dilata los ojos. 
El terror en la niña los dilata también. 
«Abuelita, decidme: ¿por qué esos grandes ojos?» 
«Corazoncito mío, para mirarte bien…» 

Y el viejo Lobo ríe, y entre la boca negra 
tienen los dientes blancos un terrible fulgor. 
«Abuelita, decidme: ¿por qué esos grandes dientes?» 
«Corazoncito, para devorarte mejor…» 

Ha arrollado la bestia, bajo sus pelos ásperos, 
el cuerpecito trémulo, suave como un vellón; 
y ha molido las carnes, y ha molido los huesos, 
y ha exprimido como una cereza el corazón…

Los que no danzan

Una niña que es inválida 
dijo: ?«¿Cómo danzo yo?» 
Le dijimos que pusiera 
a danzar su corazón… 

Luego dijo la quebrada: 
?«¿Cómo cantaría yo?» 
Le dijimos que pusiera 
a cantar su corazón… 

Dijo el pobre cardo muerto: 
?«¿Cómo danzaría yo?» 
Le dijimos: ?«Pon al viento 
a volar tu corazón…» 

Dijo Dios desde la altura: 
?«¿Cómo bajo del azul?» 
Le dijimos que bajara 
a danzarnos en la luz. 

Todo el valle está danzando 
en un corro bajo el sol, 
y al que no entra se le hace 
tierra, tierra el corazón.

Todas íbamos a ser reinas

Todas íbamos a ser reinas, 
de cuatro reinos sobre el mar: 
Rosalía con Efigenia 
y Lucila con Soledad. 

En el valle de Elqui, ceñido 
de cien montañas o de más, 
que como ofrendas o tributos 
arden en rojo y azafrán, 

Lo decíamos embriagadas, 
y lo tuvimos por verdad, 
que seríamos todas reinas 
y llegaríamos al mar. 

Con las trenzas de los siete años, 
y batas claras de percal, 
persiguiendo tordos huidos 
en la sombra del higueral, 

De los cuatro reinos, decíamos, 
indudables como el Korán, 
que por grandes y por cabales 
alcanzarían hasta el mar. 

Cuatro esposos desposarían, 
por el tiempo de desposar, 
y eran reyes y cantadores 
como David, rey de Judá. 

Y de ser grandes nuestros reinos, 
ellos tendrían, sin faltar, 
mares verdes, mares de algas, 
y el ave loca del faisán. 

Y de tener todos los frutos, 
árbol de leche, árbol del pan, 
el guayacán no cortaríamos 
ni morderíamos metal. 

Todas íbamos a ser reinas, 
y de verídico reinar; 
pero ninguna ha sido reina 
ni en Arauco ni en Copán. 

Rosalía besó marino 
ya desposado en el mar, 
y al besador, en las Guaitecas, 
se lo comió la tempestad. 

Soledad crió siete hermanos 
y su sangre dejó en su pan, 
y sus ojos quedaron negros 
de no haber visto nunca el mar. 

En las viñas de Montegrande, 
con su puro seno candeal, 
mece los hijos de otras reinas 
y los suyos no mecerá. 

Efigenia cruzó extranjero 
en las rutas, y sin hablar, 
le siguió, sin saberle nombre, 
porque el hombre parece el mar. 

Y Lucila, que hablaba a río, 
a montaña y cañaveral, 
en las lunas de la locura 
recibió reino de verdad. 

En las nubes contó diez hijos 
y en los salares su reinar, 
en los ríos ha visto esposos 
y su manto en la tempestad. 

Pero en el Valle de Elqui, donde 
son cien montañas o son más, 
cantan las otras que vinieron 
y las que vienen cantarán: 

«En la tierra seremos reinas, 
y de verídico reinar, 
y siendo grandes nuestros reinos, 
llegaremos todas al mar».

El amor que calla

Si yo te odiara, mi odio te daría
en las palabras, rotundo y seguro;
¡pero te amo y mi amor no se confía
a este hablar de los hombres tan oscuro!

Tú lo quisieras vuelto un alarido,
y viene de tan hondo que ha deshecho
su quemante raudal, desfallecido,
antes de la garganta, antes del pecho.

Estoy lo mismo que estanque colmado
y te parezco un surtidor inerte.
¡Todo por mi callar atribulado
que es más atroz que entrar en la muerte!

Y menos quiero que un día 
me la vayan a hacer reina. 
La subirían al trono 
a donde mis pies no llegan. 
Cuando viniese la noche 
yo no podría mecerla… 
¡Yo no quiero que a mi niña 
me la vayan a hacer reina!

Miedo

Yo no quiero que a mi niña 
golondrina me la vuelvan; 
se hunde volando en el Cielo 
y no baja hasta mi estera; 
en el alero hace el nido 
y mis manos no la peinan. 
Yo no quiero que a mi niña 
golondrina me la vuelvan. 

Yo no quiero que a mi niña 
la vayan a hacer princesa. 
Con zapatitos de oro 
¿cómo juega en las praderas? 
Y cuando llegue la noche 
a mi lado no se acuesta… 
Yo no quiero que a mi niña 
la vayan a hacer princesa. 

Interrogaciones

¿Cómo quedan, Señor, durmiendo los suicidas? 
¿Un cuajo entre la boca, las dos sienes vaciadas, 
las lunas de los ojos albas y engrandecidas, 
hacia un ancla invisible las manos orientadas? 

¿O Tú llegas después que los hombres se han ido, 
y les bajas el párpado sobre el ojo cegado, 
acomodas las vísceras sin dolor y sin ruido 
y entrecruzas las manos sobre el pecho callado? 

El rosal que los vivos riegan sobre su huesa 
¿no le pinta a sus rosas unas formas de heridas? 
¿No tiene acre el olor, sombría la belleza 
y las frondas menguadas de serpientes tejidas? 

Y responde, Señor: Cuando se fuga el alma 
por la mojada puerta de las largas heridas, 
¿entra en la zona tuya hendiendo el aire en calma 
o se oye un crepitar de alas enloquecidas? 

¿Angosto cerco lívido se aprieta en torno suyo? 
¿El éter es un campo de monstruos florecido? 
¿En el pavor no aciertan ni con el nombre tuyo? 
¿O van gritando sobre tu corazón dormido? 

¿No hay un rayo de sol que los alcance un día? 
¿No hay agua que los lave de sus estigmas rojos? 
¿Para ellos solamente queda tu entraña fría, 
sordo tu oído fino y apretados tus ojos? 

Tal el hombre asegura, por error o malicia; 
mas yo, que te he gustado, como un vino, Señor, 
mientras los otros siguen llamándote Justicia, 
¡no te llamaré nunca otra cosa que Amor! 

Yo sé que como el hombre fue siempre zarpa dura; 
la catarata, vértigo; aspereza, la sierra. 
¡Tú eres el vaso donde se esponjan de dulzura 
los nectarios de todos los huertos de la Tierra!

Desolación

La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde

me ha arrojado la mar en su ola de salmuera.

La tierra a la que vine no tiene primavera:

tiene su noche larga que cual madre me esconde.

El viento hace a mi casa su ronda de sollozos

y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito.

Y en la llanura blanca, de horizonte infinito,

miro morir intensos ocasos dolorosos.

¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido

si más lejos que ella sólo fueron los muertos?

¡Tan sólo ellos contemplan un mar callado y yerto

crecer entre sus brazos y los brazos queridos!

Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto

vienen de tierras donde no están los que no son míos;

sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos

y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos.

Y la interrogación que sube a mi garganta

al mirarlos pasar, me desciende, vencida:

hablan extrañas lenguas y no la conmovida

lengua que en tierras de oro mi pobre madre canta.

Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;

miro crecer la niebla como el agonizante,

y por no enloquecer no encuentro los instantes,

porque la noche larga ahora tan solo empieza.

Miro el llano extasiado y recojo su duelo,

que viene para ver los paisajes mortales.

La nieve es el semblante que asoma a mis cristales:

¡siempre será su albura bajando de los cielos!

Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada

de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa;

siempre, como el destino que ni mengua ni pasa,

descenderá a cubrirme, terrible y extasiada.

Himno al árbol

Árbol hermano, que clavado 
por garfios pardos en el suelo, 
la clara frente has elevado 
en una intensa sed de cielo; 

hazme piadoso hacia la escoria 
de cuyos limos me mantengo, 
sin que se duerma la memoria 
del país azul de donde vengo. 

Árbol que anuncias al viandante 
la suavidad de tu presencia 
con tu amplia sombra refrescante 
y con el nimbo de tu esencia: 

haz que revele mi presencia, 
en las praderas de la vida, 
mi suave y cálida influencia 
de criatura bendecida. 

Árbol diez veces productor: 
el de la poma sonrosada, 
el del madero constructor, 
el de la brisa perfumada, 
el del follaje amparador; 

el de las gomas suavizantes 
y las resinas milagrosas, 
pleno de brazos agobiantes 
y de gargantas melodiosas: 

hazme en el dar un opulento 
¡para igualarte en lo fecundo, 
el corazón y el pensamiento 
se me hagan vastos como el mundo! 

Y todas las actividades 
no lleguen nunca a fatigarme: 
¡las magnas prodigalidades 
salgan de mí sin agotarme! 

Árbol donde es tan sosegada 
la pulsación del existir, 
y ves mis fuerzas la agitada 
fiebre del mundo consumir: 

hazme sereno, hazme sereno, 
de la viril serenidad 
que dio a los mármoles helenos 
su soplo de divinidad. 

Árbol que no eres otra cosa 
que dulce entraña de mujer, 
pues cada rama mece airosa 
en cada leve nido un ser: 

dame un follaje vasto y denso, 
tanto como han de precisar 
los que en el bosque humano, inmenso, 
rama no hallaron para hogar. 

Árbol que donde quiera aliente 
tu cuerpo lleno de vigor, 
levantarás eternamente 
el mismo gesto amparador: 

haz que a través de todo estado 
¿niñez, vejez, placer, dolor? 
levante mi alma un invariado 
y universal gesto de amor.

Pan

Dejaron un pan en la mesa, 
mitad quemado, mitad blanco, 
pellizcado encima y abierto 
en unos migajones de ampo. 

Me parece nuevo o como no visto, 
y otra cosa que él no me ha alimentado, 
pero volteando su miga, sonámbula, 
tacto y olor se me olvidaron. 

Huele a mi madre cuando dio su leche, 
huele a tres valles por donde he pasado: 
a Aconcagua, a Pátzcuaro, a Elqui, 
y a mis entrañas cuando yo canto. 

Otros olores no hay en la estancia 
y por eso él así me ha llamado; 
y no hay nadie tampoco en la casa 
sino este pan abierto en un plato, 
que con su cuerpo me reconoce 
y con el mío yo reconozco. 

Se ha comido en todos los climas 
el mismo pan en cien hermanos: 
pan de Coquimbo, pan de Oaxaca, 
pan de Santa Ana y de Santiago. 

En mis infancias yo le sabía 
forma de sol, de pez o de halo, 
y sabía mi mano su miga 
y el calor de pichón emplumado… 

Después le olvidé, hasta este día 
en que los dos nos encontramos, 
yo con mi cuerpo de Sara vieja 
y él con el suyo de cinco años. 

Amigos muertos con que comíalo 
en otros valles, sientan el vaho 
de un pan en septiembre molido 
y en agosto en Castilla segado. 

Es otro y es el que comimos 
en tierras donde se acostaron. 
Abro la miga y les doy su calor; 
lo volteo y les pongo su hálito. 

La mano tengo de él rebosada 
y la mirada puesta en mi mano; 
entrego un llanto arrepentido 
por el olvido de tantos años, 
y la cara se me envejece 
o me renace en este hallazgo. 

Como se halla vacía la casa, 
estemos juntos los reencontrados, 
sobre esta mesa sin carne y fruta, 
los dos en este silencio humano, 
hasta que seamos otra vez uno 
y nuestro día haya acabado..

Amor amor

Anda libre en el surco, bate el ala en el viento,
late vivo en el sol y se prende al pinar.
No te vale olvidarlo como al mal pensamiento:
¡le tendrás que escuchar!

Habla lengua de bronce y habla lengua de ave,
ruegos tímidos, imperativos de mar.
No te vale ponerle gesto audaz, ceño grave:
¡lo tendrás que hospedar!

Gasta trazas de dueño; no le ablandan excusas.
Rasga vasos de flor, hiende el hondo glaciar.
No te vale decirle que albergarlo rehúsas:
¡lo tendrás que hospedar!

Tiene argucias sutiles en la réplica fina,
argumentos de sabio, pero en voz de mujer.
Ciencia humana te salva, menos ciencia divina:
¡le tendrás que creer!

Te echa venda de lino; tú la venda toleras.
Te ofrece el brazo cálido, no le sabes huir.
Echa a andar, tú le sigues hechizada aunque vieras
¡que eso para en morir!

Gabriela Mistral, seudónimo de Lucila de María del Perpetuo Socorro Godoy Alcayaga? (Vicuña, Chile, 7 de abril de 1889-Nueva York, 10 de enero de 1957). Poeta, pedagoga, profesora y diplomática , es considerada una de las voces mas importantes de la literatura chilena y latinoamericana. Premio Nobel de Literatura 1945.

La primera vez que Lucila Godoy utiliza el seudónimo con el que pasaría a la historia fué en el poema «Del pasado» publicado en diario «El Coquimbo» en 1908.

Trabaja de maestra y colabora en publicaciones literarias, apareciendo sus primeros escritos en 1904 en: «El Coquimbo», «Penumbras de La Serena» y «La Voz de Elqui de Vicuña». 
Durante esta etapa empieza a escribir «Desolación» y colabora con la revista «Elegancias», que dirige Rubén Darío desde París.

Gabriela Mistral se dio a conocer en los Juegos Florales de Chile en 1914 con el libro de poemas Los sonetos de la muerte, con el que obtiene el Premio Nacional de Poesía de Chile. Estos sonetos nacieron del dolor causado por el suicidio de su prometido, el empleado ferroviario Romelio Ureta, a quien había conocido en 1906. Los sonetos fueron incorporados en 1922 a una colección más amplia de sus versos realizada por el Instituto Hispánico de Nueva York bajo el título de Desolación.

En 1922 se traslada a México para colaborar en los planes de reforma educativos de José Vasconcelos, político, pensador y escritor mexicano.
En México, Gabriela Mistral fundó la escuela que lleva su nombre y colaboró en la organización de varias bibliotecas públicas, además de componer poemas para niños (Rondas de niños, 1923) por encargo del ministro de Instrucción Pública mexicano, y textos didácticos como Lecturas para mujeres (1924).
Terminada su estancia en México, viajó a Europa y a Estados Unidos, y en 1926 fue nombrada secretaria del Instituto de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones. Paralelamente, fue redactora de una revista de Bogotá, El Tiempo (sus artículos fueron recogidos póstumamente en Recados contando a Chile, en 1957), representó a Chile en un congreso universitario en Madrid y pronunció en Estados Unidos una serie de conferencias sobre el desarrollo cultural estadounidense (1930).

En 1925 es nombrada secretaria del Instituto de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones en Ginebra (Suiza) y asiste a distintos congresos por Suiza. En 1928 representa a Chile y Ecuador en el Congreso de la Federación Internacional Universitaria en Madrid, y trabaja en el Consejo Administrativo del Instituto Cinematográfico Educativo de la Liga de las Naciones, en Roma (Italia).

Durante la década de los 30, da clases en Estados Unidos en las escuelas Bernard College,  Vassar College y en el Middlebury College. También viaja por Centroamérica y Las Antillas y colabora con las universidades de Puerto Rico, La Habana y Panamá. En 1933 es nombrada cónsul de Chile en Madrid, y en 1934 se la nombra hija adoptiva en Puerto Rico. Durante este periodo como embajadora, viaja por Lisboa, Guatemala, Francia, Brasil, Estados Unidos, México e Italia. 

En 1938 aparece su libro de poesía «Tala» publicado en Buenos Aires, dedicado a los niños españoles víctimas de la Guerra Civil. 

El 10 de diciembre de 1945 recibe el Nobel de Literatura, en 1950 el premio Serra de las Américas de la Academy of American Franciscan History de Washington y en 1951 el Premio Nacional de Literatura de Chile. En 1953 es nombrada cónsul en Nueva York y también delegada de la Asamblea General de Naciones Unidas. 

Asi mismo fue fue doctora «honoris causa» por la Universidad de Guatemala, Mills College de Oakland (California), y por la Universidad de Chile, entre otras universidades. Su obra está traducida a más de 20 idiomas. 

Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1945.

https://web.archive.org/web/20111004134035/http://salamistral.salasvirtuales.cl/index.php

http://cvc.cervantes.es/actcult/mistral/default.htm https://www.cervantes.es/bibliotecas_documentacion_espanol/creadores/mistral_gabriela.htm

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