3 Poemas y dos cuentos de Doris Lessing

Esta página es de poesía pero también queremos dar presencia a algunas mujeres que, aunque no escribieron poesía, o no destacaron por ser poetas, su voz como mujeres, pioneras, pensadoras y/o escritoras es tan importante en la historia que creemos deben ser incluidas.

Este es el caso de la Premio Nobel de literatura Doris Lessing considerada una de las mejores escritoras del siglo XX.

Una de nuestras Imprescindibles. 


Ser Rebelde

Ser rebelde lleva la vida entera,
borrarte los privilegios de la piel,
inscribirte en la soledad del desacuerdo,
dejar atrás a los usurpadores….

No hay premio a una rebelde
más allá de poder regar sus flores en el tiempo que apropia,
salir a dar de comer a las aves una mañana donde el capital devora,
sonreír con los dientes maltrechos ante la desventura del desayuno,
ser indigente en la casa que nadie sueña.

Las rebeldes saben de qué están hechos los premios,
rechazan los mendrugos que lanza la mano del opresor.
Una rebelde tiene como único premio la vida,
porque de ella nadie se apropia,
en ella nadie la usurpa,
porque es la única tierra propia de cada rincón donde duerme.

Su rebeldía alcanza siempre a cobijar el
desánimo del progreso
y si de paso una rebelde tiene la alegría
en soledad, ha vencido al mundo.

(Tenemos dudas sobre la autoría de este poema, ya que no hemos encontrado la versión original inglesa en los poemas publicados por Doris Lessing)

Fable

When I look back I seem to remember singing.

Yet it was always silent in that long warm room.

Impenetrable, those walls, we thought,

Dark with ancient shields.  The light

Shone on the head of a girl or young limbs

Spread carelessly. And the low voices

Rose in the silence and were lost as in water.

Yet, for all it was quiet and warm as a hand,

If one of us drew the curtains

A threaded rain blew carelessly outside.

Sometimes a wind crept, swaying the flames,

And set shadows crouching on the walls,

Or a wolf howled in the wide night outside,

And feeling our flesh chilled we drew together.

But for a while the dance went on—

That is how it seems to me now:

Slow forms moving calm through

Pools of light like gold net on the floor.

It might have gone on, dream-like, forever.

But between one year and the next – a new wind blew?

The rain rotted the walls at last ?

Wolves’ snouts came thrusting at the fallen beams?

It is so long ago.

But sometimes I remember the curtained room

 And hear the far-off youthful voices singing.

De: Fourteen Poems, 1959

Fábula


Cuando miro hacia atrás me parece recordar el canto.
Aunque siempre estaba en silencio aquel salón largo y tibio.

Impenetrables, creímos, esos muros,
oscurecidos de escudos antiguos. La luz
brillaba sobre la cabeza de una chica o sobre sus piernas
jóvenes despatarradas. Y las voces bajas
subían en el silencio a perderse como en el agua.

Además, estando todo tibio y quieto como una mano,
si uno de nosotros corría las cortinas
una lluvia bordada soplaba afuera con descuido.
A veces se colaba un viento que hacía bambolear las llamas,
proyectando sombras agazapadas en las paredes,
o afuera aullaba un lobo en la noche vasta
y al sentir que se nos helaba la carne, nos juntábamos.

Pero la danza seguía por un rato
—así me parece ahora:
formas lentas que se movían serenas a través
de charcos de luz tejiendo una red dorada sobre el piso.
Así debe haber seguido, para siempre, como un sueño.

Pero entre un año y otro —¿cambió el viento?
¿La lluvia al final pudrió las paredes?
¿Vinieron los hocicos de los lobos a empujar los rayos caídos?

Hace tanto.
Sin embargo a veces me acuerdo del salón cortinado
y escucho las voces lejanas y jóvenes que cantan.

Doris Lessing. Fotografía por Roger Mayne (National Portrait Gallery)

Oh Cherry trees you are too white for my heart

Oh Cherry trees you are too white for my heart,

And all the ground is whitened with your dying,

And all your boughs go dipping towards the river,

And every drop is falling from my heart.’

Now if there is justice in the angel with the bright eyes

He will say ‘Stop!’ and hand me a bough of cherry.

The bearded angel, four-square and straight like a goat

Lifts a ruminant head and slowly chews at the snow.

Goat, must you stand here?

Must you stand here still?

Is it that you will always stand here,

Proof against faith, proof against innocence?

Oh, cerezos, sois demasiado blancos para mi corazón

Oh, cerezos, sois demasiado blancos para mi corazón.
Y toda la tierra se blanquea con vuestra muerte,
Y todas vuestras ramas se hunden hacia el río,
Y cada gota cae de mi corazón.

Ahora bien, si hay justicia en el ángel de ojos brillantes,
Dirá: «¡Alto!» y me dará una rama de cerezo.
El ángel barbudo, cuadrado y recto como una cabra,
Alza una cabeza rumiante y mastica lentamente la nieve.

Cabra, ¿tienes que quedarte aquí?
¿Tienes que quedarte aquí quieta?
¿Acaso siempre estarás aquí,
a prueba de la fe, a prueba de la inocencia?

De: Fourteen Poems, 1959

La señora Fortescue

Cuento-Doris Lessing 

Ese otoño, de pronto, tomó conciencia de muchas cosas en las que hasta entonces no había reparado.

De sí mismo, para empezar…

De sus padres…, que descubrió que no le gustaban, porque contaban mentiras. Se dio cuenta cuando intentó explicarles su estado de ánimo y fingieron no entender lo que decía.

De su hermana que, lejos de ser su amiga y aliada —son como dos gotas de agua, había dicho la gente durante años—, parecía odiarlo de verdad.

Y de la señora Fortescue.

Jane, de diecisiete años, había terminado los estudios y salía cada noche. Fred, de dieciséis, un colegial maleducado, se tumbaba en la cama y esperaba a oírla regresar a casa, mientras se sentía acompañado por la gemela imaginaria de ella, que había inventado hacia finales del verano. La ternura de esta muchacha encantadora lo redimía de su vergüenza, su tristeza, su sufrimiento. Mientras tanto, los padres dormían sumidos en la ignorancia, sin saber nada de las tremendas batallas que su hijo lidiaba contra sí mismo a pocos metros. A veces era Jane quien llegaba antes; a veces, la señora Fortescue. Fred la oía subir sobre su cabeza, y pensaba que era extraño que nunca hubiera reparado en ella, que no supiera nada de ella.

La familia Danderlea vivía en un pequeño apartamento situado encima de la tienda de licores que el señor y la señora Danderlea administraban para Sanko and Duke desde hacía más de veinte años. Justo encima de la tienda, de donde ascendía, día y noche, un tufo empalagoso de cervezas y licores del que nunca podían escapar, estaban situadas la cocina y el salón. Este primer piso (que antes había sido el último de la casa) quería ser una barrera aislante contra el olor, pero este se elevaba también hasta las habitaciones de arriba. Dos habitaciones. El padre y la madre en una. El hermano y la hermana habían compartido habitación durante años, hasta que recientemente el señor Danderlea levantó un tabique que dio lugar a dos cajones diminutos, que por lo menos generaban una ilusión de privacidad para cada hijo.

En el piso de encima, la señora Fortescue ocupaba las dos habitaciones, y así había sido desde antes de que llegaran los Danderlea. Desde que el chico tenía memoria se sucedían las quejas ante el hecho de que fuese ella quien ocupara la parte de la casa adonde no alcanzaba el olor a licor; a pesar de que la señora Fortescue, si le llegaban comentarios en este sentido, replicaba que en las noches calurosas no podía dormir a causa del olor. Pero en general la relación era buena. Las energías de los Danderlea se consumían comprando y vendiendo licor, mientras que la señora Fortescue salía mucho. A veces la iban a visitar mujeres entradas en años, y un hombre mayor, muy tarde, a menudo; de hecho, pasadas las doce.

La señora Fortescue casi nunca se movía durante el día, pero cada tarde, hacia las seis, salía, ataviada con pieles: un abrigo blanco muy peludo en invierno, y en verano una estola por encima de un traje. Siempre llevaba un sombrerito, con un velo que le cubría el rostro y que se sostenía con un ramillete de flores allí donde comenzaba el pelaje del tocado. Las pieles cambiaban a menudo: Fred recordaba media decena de abrigos y un buen puñado de animalitos comiéndose las uñas, con cuentas de cristal brillante en los ojos y patas vacías. Desde detrás del velo, los ojos negros y maquillados de la señora Fortescue habían brillado para él durante años, y su pequeña y vieja boca enrojecida le había sonreído.

Una tarde interrumpió sus deberes, salió de la tienda donde sus padres estaban trabajando y dio un pequeño paseo hasta Oxford Street. La exultante y temerosa soledad que brotaba de su sangre a cada latido, convirtiendo cada estampa de sombra en una advertencia de muerte, cada destello de luz en una promesa de su extraordinario futuro, lo llevó a dar vueltas y más vueltas por las calles hablándose a sí mismo entre dientes; llenó de lágrimas sus ojos y sus labios de fragmentos de canciones, que debía reprimir. Por un momento reconoció que estaba loco, y supuso que debía de haberlo estado toda la vida (no podía acordarse de sí mismo antes de ese otoño), un secreto que pretendía guardar para él y la tierna criatura con quien compartía el sofocante cuartucho en el que pasaba sus noches. Después de doblar en una esquina por la que probablemente (no habría podido decirlo) ya había pasado varias veces aquella tarde, vio a una mujer que caminaba hacia él con un magnífico abrigo de pieles que resplandecía bajo las luces de la calle, un pequeño sombrero con velo y pies diminutos y afilados que se encaminaban con pasos ligeros hacia el Soho. Al reconocer a la señora Fortescue, una amiga, corrió a saludarla, aliviado ante la idea de compartir esa trampa intimidatoria de calles. Al verlo, ella le dedicó una sonrisa que nunca le había ofrecido ninguna mujer; después adoptó un aire serio y contrariado; luego asintió con brío y dijo, como siempre decía:

—Y qué, Fred, ¿cómo va todo?

Caminó un par de pasos junto a ella, le contó que tenía que hacer los deberes y oyó su anciana voz que le decía:

—Eso está bien, hijo, debes trabajar; tu madre y tu padre tienen razón: sería una pena dejar que se echara a perder un muchacho brillante como tú. Y vio cómo se adentraba, desde Oxford Street, por las estrechas calles laterales.

Se volvió y vio a Bill Bates, que se dirigía hacia él desde la ferretería, que acababa de cerrar. Bill sonreía, y dijo:

—¿Qué, no quería irse contigo?

—Es la señora Fortescue —contestó Fred, accediendo a un mundo nuevo sin tiempo para un respiro, solo por el tono de la voz de Bill.

—Es una vieja fulana —dijo Bill—. Apuesto a que no le gusta verte cuando está haciendo su trabajo.

—Oh, no lo sé —respondió Fred, intentando poner una nueva voz de hombre de mundo por primera vez—, vive encima de nosotros, ¿sabes? —Bill debe de saberlo, todo el mundo debe de saberlo, pensó, angustiado—. Simplemente la estaba saludando, eso es todo.

Por lo visto dio resultado, ya que Bill asintió y dijo:

—Voy al cine, ¿quieres venir?

—Tengo deberes —respondió Fred con sequedad.

—Pues entonces a hacerlos, ¿no? —dijo Bill, razonable, mientras se alejaba.

Fred se dirigió a casa rezumando vergüenza. ¿Cómo podían sus padres compartir la casa con una vieja fulana (puta, prostituta; estas eran las únicas palabras que sabía)? ¿Cómo podían tratarla como a una persona decente común, incluso mejor (así lo entendió él, al escuchar en su imaginación sus voces, que tenían algo que no distaba mucho del respeto)? ¿Cómo podían tolerarlo? La justicia insistía en que ellos no la habían escogido como inquilina, era la inquilina de la empresa, pero al menos deberían habérselo dicho a Sanko and Duke para que la echaran y…

A pesar de que tenía la sensación de que su aventura por las calles había durado toda una noche, al llegar a casa se dio cuenta de que todavía no habían dado las ocho.

Subió a su cuartucho y sacó los libros del colegio. A través de los tablones aislantes que formaban el tabique podía oír los movimientos de su hermana. Al no haber puerta entre las habitaciones, salía al rellano pasando por la habitación de sus padres (su hermana tenía que atravesar de puntillas la habitación de la pareja durmiente cuando volvía tarde) y por la de ella. Estaba delante del espejo con una combinación negra, maquillándose.

—¿Te importa? —le preguntó con tono afectado—. ¿No puedes llamar a la puerta?

Él farfulló algo y sintió que en su rostro se dibujaba una sonrisa, agresiva y agraviada, que parecía encenderse automáticamente, esos días, al ver a su hermana incluso a distancia. Se sentó al borde de la cama.

—¿Te importa? —repitió ella, apartando de allí ropa interior negra. Se cubrió sus todavía infantiles hombros con una nueva bata, color rojo cereza, y se la abotonó con mojigatería antes de continuar retocándose el pintalabios.

—¿Adónde vas?

—Al cine, si no tienes nada que objetar —espetó ella, con esta nueva y desenvuelta voz que había adquirido cuando acabó el colegio y que, él ya lo sabía, usaba como arma contra todos los hombres. Pero ¿por qué contra él? Se sentó con la sensación de que no podría borrar esa fea sonrisa que probablemente se había dibujado en su cara, y miró a la bonita muchacha con su nuevo peinado mientras dibujaba densos anillos negros alrededor de los ojos, y pensó que habían sido como dos gotas de agua. En verano… sí, eso pensaba en aquel momento; a lo largo de un prolongado verano de visitas a los amigos, el parque, el zoológico, el cine, habían sido amigos, aliados. Entonces, de pronto, llegó la oscuridad, y en la oscuridad había nacido esta gélida, frívola muchacha que lo odiaba.

—¿Con quién vas?

—Jem Taylor, si no tienes nada que objetar —respondió.

—¿Qué iba a objetar? Solo preguntaba.

—Ojos que no ven, corazón que no siente —dijo, muy complacida consigo misma por su hablar desenvuelto. Él reconoció que su reciente logro con Bill iba en la misma dirección que ella estaba tomando con este tono o estilo; y con un inusual sentimiento de igualdad respecto a ella, preguntó:

—¿Cómo está Jem? Últimamente no lo he visto.

—Oh, Fred, llego tarde.

Ese malhumor significaba que se había acabado de arreglar la cara y que quería ponerse el vestido, cosa que no iba a hacer delante de él.

Gorda tonta, pensó, sonriendo e imaginando a su álter ego, la chica de sus noches, ¿se cree que no la he visto en ropa interior, o sin nada? Así que fue hasta el tabique, en la oscuridad, y lo golpeó con el puño, riéndose, y ella se sobresaltó y dijo:

—¡Fred, me estás volviendo loca, de verdad!

Al ser esto parte de su pasado de hermanos, al admitir una intimidad, incluso la posibilidad de una igualdad real, ella se dominó, esbozó una dulce sonrisa contenida y dijo:

—Si no te importa, Fred, me gustaría vestirme.

Se fue, y solo al pasar por la habitación de sus padres y ver las pantuflas con plumas de su madre recordó que había ido con la intención de hablar de la señora Fortescue. Se dio cuenta de su estupidez, porque sin duda su hermana habría simulado que no entendía a qué se refería… Su rígida sonrisa de vergüenza se transformó en una sonrisa de ferocidad cuando pensó: Bien, Jem, no vas a sacar nada de ella salvo “Te importa” y “Si no tienes nada que objetar” y “Haz lo que te dé la gana”; conozco muy bien a mi dulce hermana… En su habitación no podía trabajar, ni siquiera cuando su hermana se hubo ido, después de dar tres portazos y de armar tanto follón con los tacones que los padres le gritaron desde la tienda. Estaba pensando en la señora Fortescue. Pero era vieja. Hasta donde podía recordar siempre lo había sido. Y las viejas que la visitaban por las tardes, ¿también eran putas (furcias, prostitutas, malas mujeres)? ¿Y dónde lo hacía ella, o ellas? ¿Y quién era el apestoso hombre que venía tan tarde casi cada noche?

Se sentó, con las ráfagas de olor a licor procedentes de la planta baja elevándose hasta él, mientras pensaba en el olor agrio de aquel anciano y en el perfumado olor de las ancianas, y sintió que le faltaba la respiración por el tufo a cerrado de su habitación, y lo asoció (debido a ciertos recuerdos de sus noches) con el tufo de la habitación de la señora Fortescue, que podía oler claramente desde donde estaba sentado, por haberlo inventado con tanta intensidad.

Bill debía de estar equivocado: no podía ser que todavía hiciera la calle. ¿Quién iba a querer a una vieja como esa?

La familia cenaba reunida cada noche después de cerrar la tienda. Solían ser las diez y media cuando se sentaban a la mesa. Esa noche había tocino hervido y judías blancas con salsa de tomate. Fred sacó a relucir el asunto, sin darle importancia:

—He visto a la señora Fortescue que se iba a trabajar cuando estaba por ahí.

Esperó el resultado de su insolencia, de su descaro, mientras observaba la cara de sus padres. Ni siquiera intercambiaron una mirada. Con una mano manchada de grasa, la madre se retiró hacia atrás el cabello teñido de bronce y dijo:

—Pobre señora, espero que al menos le parezca bien el nuevo decreto; en invierno, a decir verdad, debe de haber sido duro a veces.

La palabra “decreto” ultrajó nuevamente el sentido de la decencia de Fred; tuvo que esforzarse para comprender al pensar que sus padres ni siquiera se disculpaban por todos esos años de perversión. Entonces su padre —tenía las mejillas encendidas, debía de haber estado tomando unos tragos en la barra— dijo:

—En una o dos ocasiones, cuando la vi en Frith Street antes del decreto, me dio pena. Pero supongo que se acostumbró.

—Debe de ser más cómodo así —dijo la señora Danderlea, mientras le pasaba a su marido los restos quemados de las judías.

Él los cogió del plato con la punta del pan frito y ella preguntó:

—¿Qué le pasa a la cuchara?

—¿Qué le pasa al pan? —replicó, con una mirada provocadora poco convincente que ella ignoró.

—¿Dónde trabaja, pues? —preguntó Fred, despreocupado, después de deducir que tenía un empleo.

—Junto a ese club nuevo en Parton Street. Los alquileres han vuelto a subir, es lo que me contó el señor Spencer, y allí tiene el teléfono, que ahora ella necesita. Pero bueno, no sé cuánto hay de verdad en lo que él dice, aunque ya ha repetido bastantes veces que sin su ayuda la señora Fortescue haría mejor en dedicarse a cualquier otra cosa.

—Ni una palabra de lo que dice —aseguró el señor Danderlea, exhibiendo su estómago como una colina al recostarse en la silla, repleto—. Me contó que era conserje en el hotel Greystock de Knightsbridge. Pues resulta que todo este tiempo ha sido el portero de ese garito de striptease que está en la calle donde ella trabaja ahora, y lleva años allí, porque era un club nocturno antes de convertirse en uno de striptease.

—Bueno, no tiene ninguna importancia, ¿no? —preguntó la señora Danderlea, mientras servía otra taza—. Quiero decir, ¿por qué contar mentirijillas si todo el mundo lo sabe?

Fred reprimió otra vez sus reproches; sí, el señor Spencer (el “habitual” de la señora Fortescue, pero hasta entonces no había comprendido a qué se referían con esa desagradable palabra) hacía bien en mentir; incluso le habría gustado que sus padres mintieran en ese momento; cualquier cosa antes que esa cháchara sobre aquella horrorosa, larga y justo por encima de sus cabezas, parte de sus vidas.

Agachó la cabeza y se puso a engullir las judías a toda prisa, consciente de que se había ruborizado y queriendo encontrar una razón para ello.

—Te va a dar acidez si comes así —dijo su madre, tal como esperaba que dijera.

—Tengo que acabar los deberes —respondió, y tragó, sacudiendo la cabeza ante la taza de té que su madre le ponía delante.

Se quedó sentado en su habitación hasta que sus padres se acostaron, mientras prestaba atención a la rutina de la casa con el saber adquirido gracias a sus nuevos conocimientos. Después del intervalo correspondiente llegó la señora Fortescue. Podía oírla moverse de un lado a otro, tomándose su tiempo para cualquier cosa. Corrió el agua durante un buen rato. En ese momento comprendió que aquel sonido, el del agua llenando una palangana y después vaciándose, llevaba oyéndolo toda la vida a esa misma hora. Se quedó sentado escuchando, con una sonrisa de vergüenza fija en el rostro. Luego llegó su hermana; oyó un brusco suspiro de alivio cuando se dejó caer en la cama y se inclinó para sacarse los zapatos. Por poco grita: “Buenas noches, Jane”, pero se lo pensó mejor. Aunque durante todo el verano habían estado cuchicheando y riéndose con el tabique de por medio.

El señor Spencer, el habitual de la señora Fortescue, subió las escaleras. Oyó sus voces; los escuchó mientras él se desvestía y se metía en la cama; mientras, él yacía desvelado; finalmente, se durmió.

A la tarde siguiente esperó hasta que la señora Fortescue hubo salido y la siguió, con cuidado de que no lo viera. Caminaba rápido y decidida, como una mujer camino de la oficina. ¿Por qué entonces el abrigo de piel, el velo, el maquillaje? Claro, era la costumbre de tantos años en la calle; porque no cabía duda de que no llevaba ese uniforme para recibir a los clientes en su puesto. Pero resultó que estaba equivocado. A unos cien metros de la puerta aminoró el paso, lanzó un rápido vistazo a izquierda y derecha por si había policía y después miró al anciano que se dirigía hacia ella. El hombre giró en redondo, se acercó y entraron en el portal el uno junto al otro; la operación fue tan rápida, tan sencilla, que aunque hubiera habido algún policía, todo cuanto habría visto sería a una mujer encontrándose con alguien con quien había quedado.

Luego Fred se fue a casa. Jane se había arreglado para su noche. También la siguió a ella. Caminaba rápido, sin mirar a la gente, con su elegante abrigo nuevo que lanzaba destellos de verde oscuro, jade o esmeralda según pasara cerca de luces de distinta intensidad, con su cabello negro y moldeado y brillante. Entró en el metro. Él la siguió escaleras abajo y hasta el andén, donde quedó casi al alcance de su mano, pero lo bastante protegido gracias al ensimismamiento de ella. Estaba al borde del andén, observando un gran anuncio al otro lado de las vías. Se veía una enorme y reluciente funda de pistola de color marrón oscuro, con un revólver dentro, sujeta a una canana; pero cada presilla, en vez de balas, contenía un pintalabios, de todos los tonos de rosa, naranja, escarlata que pueda tener un pintalabios. Fred estaba justo detrás de su hermana y examinó su rostro afilado y pequeño mientras ella miraba el anuncio y elegía el pintalabios que se iba a comprar. Sonreía —a diferencia de la suplicante sonrisa de pena que se había instalado, al parecer desde siempre, en el rostro de Fred— con una sonrisa tranquila, triunfante. El tren llegó con estrépito y ocultó el anuncio. Las puertas se abrieron y acogieron a su hermana, que no miró alrededor. Él se quedó justo enfrente de la ventanilla, mirando la pequeña cara tranquila, con el deseo de que lo viera. Pero el tren la alejó precipitadamente, de manera que ella nunca sabría que él había estado allí.

Se fue a casa. El furor de su locura se abría paso en sus labios con un rudo murmullo: un revólver, un revólver ensangrentado…

Sus padres estaban cenando: ingiriendo comida, sorbiendo té como cerdos, cerdos, cerdos, pensó mientras engullía su parte para acabar cuanto antes. Entonces dijo: “He olvidado un libro en la tienda, papá, voy a buscarlo”, y bajó las oscuras escaleras entre crecientes vapores empalagosos. En un cajón debajo de la caja registradora había un revólver que llevaba años allí, para que si un día irrumpían los ladrones, el señor (o la señora) Danderlea los asustara. Muchos de los sueños de Fred giraban alrededor de aquella arma. Pero se abrió una brecha en algún lugar de su interior, que dejaba entrever desolación. Lo escondió con cuidado debajo del suéter y subió a llamar a la puerta de sus padres. Ya se habían metido en la cama, una gran cama doble a la cual, debido al mundo repugnante del que ahora era ciudadano, le daba miedo mirar. Dos personas mayores, de caras flácidas y hombros carnosos con manchas, estaban tumbadas una junto a la otra, mirándolo. “Quiero dejar una cosa para Jane”, dijo, apartando la vista de ellos. Colocó el revólver sobre la almohada de Jane mientras disponía media docena de pintalabios de varios colores como si fueran balas que este disparaba.

Regresó a la tienda. Debajo del mostrador estaba la botella de Black and White junto al vaso con manchas agrias de la bebida del padre. Se aseguró de que la botella estuviera medio llena antes de apagar las luces y ponerse cómodo para esperar. No transcurrió mucho tiempo. Cuando oyó la llave en la cerradura dejó la puerta bien abierta, para que la señora Fortescue lo viera.

—¿Qué, Fred, qué estás haciendo aquí?

—He visto que papá había dejado la luz encendida, así que he bajado. —Frunció el entrecejo con convicción y buscó un lugar donde colocar la botella de whisky mientras enjuagaba el vaso sucio. Entonces, como si nada, impresionado por la idea, ofreció—: ¿Un trago, señora Fortescue?

Bajo la tenue luz le costó ver la botella.

—Nunca lo pruebo, querido…

Al inclinar la cabeza junto a la suya para colocar bien una botella de vino, Fred percibió el aliento a licor de ella, y entendió la vaguedad de su amable naturaleza.

—Bueno, querido —prosiguió ella—, solo un poquito, para acompañarte. Eres como tu padre, ¿lo sabías?

—¿Ah, sí? —Fred salió de la tienda con la botella bajo el brazo, cerrando la puerta tras de sí. Las escaleras se intuían en la oscuridad.

—Muchas veces me ha ofrecido un traguito en una noche fría, aunque nunca cuando podía vernos tu madre —dijo ella, y añadió una pequeña risa tonta triunfante mientras se apoyaba en la barandilla de las escaleras como si estuviera comprobando su resistencia.

—Vayamos arriba —dijo él con segundas intenciones, a sabiendas de que se saldría con la suya, puesto que hasta ahora había sido muy fácil. Le sorprendió que fuera tan fácil. Ella debería de haberle respondido: “¿Qué estás haciendo a estas horas levantado?” O quizá: “¡Un muchacho de tu edad, lo que faltaba!”.

La señora Fortescue subió obediente delante de él, arrastrándose hacia arriba.

La pequeña habitación en la que entró, con una vaga sonrisa que lo invitaba a que la siguiera, estaba repleta de muebles y objetos, todos los cuales tenían el mismo ligero brillo de su ropa, que fue a sacarse a la habitación contigua. Él se sentó en un sofá de satén de color ostra, miró las cortinas azuladas con brocados, una vitrina llena de figuras chinas, las alfombrillas gruesas de color crema, los cojines de color rosa, las paredes pintadas del mismo color. En una mesa del rincón había fotografías. Imágenes de ella, según dedujo después de seguir una progresión lógica desde aquellas que era capaz de reconocer hasta las que resultaban inconcebibles. La más temprana era de una muchacha con rizos dorados hasta los hombros, sobre los que reposaba un sombrero de copa. Vestía un canesú de lentejuelas rosa, enagua de satén rosa, calcetines altos de encaje negro, guantes blancos y señalaba pícaramente a los espectadores con un bastón; a él, Fred. Como una pistola ensangrentada, pensó, mientras notaba que la vergonzosa sonrisa burlona aparecía en su rostro. Oyó que la puerta se cerraba detrás de él, pero no se volvió, se preguntó qué vería: nunca la había visto, se dio cuenta, sin sombrero, velos, pieles. Ella dijo, demorándose tras su hombro:

—Sí, soy yo cuando era bailarina de cancán. Bonito traje, ¿no?

—¿Bailarina de cancán? —preguntó él con tono de protesta, y ella admitió:

—Bueno, eso es de antes de tu época, ¿no?

La monstruosidad de este segundo “¿no?” le hizo más fácil volverse y mirar: estaba inclinada sobre un aparador, de espaldas a él. Una espalda cuya forma quedaba oculta por una gruesa y mullida bata rojo cereza, estampada con rizos y olas. Se irguió y se volvió hacia él, exhibiendo, sin mostrar la menor conciencia del espantoso hecho, la misma bata que su hermana. Llevó vasos y una jarra de agua a la mesa principal, que estaba colocada encima de una alfombra color rosa intenso y dijo:

—Espero que no te moleste que me haya puesto algo más cómodo; no somos extraños. —Se sentó frente a él, después de acercarle los vasos, para recordarle que todavía tenía la botella en la mano. Servía el líquido amarillo y aromático mientras miraba el rostro de él para saber cuándo debía detenerse. Pero su rostro no mostraba nada, así que le llenó el vaso hasta la mitad—. Solo una gota, querido…

Él le sirvió una gota, y ella levantó el vaso y lo sostuvo, con ese mismo gesto cansino que acompañaba su rostro, que, ahora que podía verlo bien por primera vez en su vida, era un rostro viejo y encogido, de pequeños ojos negros hundidos en las cuencas, y una boca pequeña que dibujaba un mohín con un enredo de líneas cansadas. Esta cara de anciana, bastante tierna, a la que intentaba no mirar, era como una máscara entre la bata rojo cereza, colocada sobre un cuerpo cuya forma era esbelta y juvenil, y el cabello, teñido a la perfección de discreto rubio platino y que ondeaba suavemente sobre los recovecos de un cuello envejecido.

—Mi hermana tiene una bata igual.

—Es bonita, ¿verdad? La venden en Richard’s, bajando la calle, supongo que ella también la habrá comprado allí, ¿no?

—No lo sé.

—Bueno, no se puede saber si algo es bueno hasta que se prueba.

Ante este comentario, que le recordó el parloteo estúpido de sus padres a la hora de la cena, amodorrados antes de irse a dormir, sintió que la ridícula sonrisa abandonaba su rostro. Estaba lleno de ira, ya no de vergüenza.

—Dame un cigarrillo, querido —siguió diciendo—. Estoy demasiado cansada para levantarme.

—No fumo.

—Basta con que me alcances el bolso. —Él le acercó un enorme bolso de cocodrilo, que había dejado junto a las fotografías—. Tengo cosas bonitas, ¿verdad? —coincidió con el comentario tácito de él—. Bueno, yo siempre lo digo, siempre tengo cosas bonitas, qué si no… nunca tengo nada barato o feo, mis pertenencias siempre son bonitas… Baby Batsby me lo enseñó: “Nunca tengas nada barato o feo”, solía decir. Me llevaba en su yate, ya sabes, a Cannes y a Niza. Fue mi amigo durante tres años y me enseñó a tener cosas bonitas.

—¿Baby Batsby?

—Es de antes de tu época, me imagino, pero salía en todos los periódicos, todas las semanas del año. Era un gran derrochador; ya sabes, pródigo.

—¿En serio?

—Siempre he tenido suerte en eso, mis amigos siempre han sido generosos. Por ejemplo, el señor Spencer nunca me deja con las ganas de nada. Ayer mismo dijo: “Esas cortinas están un poco pasadas de moda; te compraré unas nuevas”. Y no dudes que lo hará: cumple lo prometido.

Vio que el whisky, sumado a lo que fuera que hubiera tomado antes, estaba acabando con ella. Estaba sentada, los ojos manchados se le cerraban, y del cigarrillo, bien sujeto entre el pulgar y el índice a pocos centímetros de su boca, caía ceniza sobre la bata rojo cereza. Tomó un trago del vaso y estuvo a punto de soltarlo en el aire; Fred lo agarró justo a tiempo.

—El señor Spencer es un buen hombre —dijo al aire, con la mirada alejada unos centímetros.

—¿Lo es?

—Ahora solo somos amigos, ya sabes. Estamos un poco viejos. No es que no le deje dar unas palmaditas y caricias de vez en cuando para tenerlo contento, a pesar de que en realidad no tengo demasiado interés.

Al intentar introducir el cigarrillo entre los labios falló y lo aplastó contra la mejilla. Se inclinó hacia delante y lo apagó. Se volvió a recostar, con dignidad. Miró a Fred, arrugó el entrecejo para verlo, fracasó y ofreció una sonrisa cordial al extraño que estaba en su habitación.

Esta sonrisa se estremeció, convirtiéndose en un mohín arrugado al decir:

—Mira al señor Spencer ahora, es muy generoso, nunca diría que no lo ha sido, pero, pero… —Cayó sobre el paquete de cigarrillos y él se apresuró a sacar uno y encendérselo—. Pero. Sí. Bueno, él debe de pensar que estoy para el arrastre, pero no, no creas. Nos llevamos unos treinta años, ¿lo sabías?

—Treinta años —repitió Fred respetuosamente, con una sonrisa fruto de un vigoroso asco.

—¿Tú qué crees, cariño? Siempre da a entender que tenemos la misma edad, pero ahora él está para el arrastre, bueno… mira eso si no me crees. —Señaló con la temblorosa mano izquierda teñida de escarlata la mesa con las fotografías—. Sí, esa, mira esa, es del verano anterior.

Fred se inclinó hacia delante y acercó la imagen que le indicaba y que, a pesar de que estaba sentada ante él en carne y hueso, debía probar su victoria frente al señor Spencer. Llevaba un vestido hasta los pies, de cintura apretada, y canesú de rayas, a cuyos lados colgaban sus desnudos brazos avejentados, mientras su cuello y su rostro de anciana se mostraban con descaro bajo el bonito cabello reluciente.

—Bien, no cabe ninguna duda, ¿no? —comentó ella—. Bueno, ¿qué opinas, pues?

—¿Cuándo llega el señor Spencer? —preguntó él.

—Esta noche no vendrá; está trabajando. Lo admiro, de veras, con ese trabajo a veces hasta las tres, cuatro de la mañana; no es broma, con todos los holgazanes que hay en esos lugares, y siempre es el señor Spencer quien tiene que satisfacer sus caprichos o sacárselos de encima si traen problemas; y no es que sea un hombre corpulento, ni tampoco es joven, no sé cómo lo hace. Pero tiene tacto. Sí, se lo digo a menudo, tú tienes tacto, y eso lleva a un hombre a cualquier parte. —Su vaso estaba vacío, y lo estaba mirando.

La noticia de que el señor Spencer no iría esa noche no sorprendió a Fred; ya lo sabía, gracias a la secreta y descarnada confianza que surgió en él cuando ella le dijo: “Nunca lo pruebo, querido”.

Se puso en pie, se colocó detrás de ella, se detuvo un momento para reunir fuerzas, porque la incómoda mueca de vergüenza volvió a su cara, debilitando su propósito; después puso con firmeza ambas manos bajo las axilas de ella, la levantó y la sostuvo.

Al principió forcejeó para permanecer sentada, pero enseguida dejó que la alzara.

—¿La hora del adiós? —preguntó.

Pero cuando comenzó a empujarla, todavía sosteniéndola, hacia la habitación, dijo de pronto, con coherencia:

—Pero Fred, eres Fred; Fred, eres Fred…

Se zafó de sus manos, retrocedió dos pasos y la detuvo la puerta de la habitación. Entonces separó las piernas bajo la bata de color cereza, para sostener su tambaleante peso, se bamboleó, se agarró a Fred con fuerza y dijo:

—Pero eres Fred.

—¿Por qué debería importarle? —dijo, frío, con una sonrisa burlona.

—Pero aquí no trabajo, querido, ya lo sabes; no, suéltame. —Él había colocado las dos enormes manos de colegial sobre sus hombros. Sintió los hombros tensos, y después se volvieron pequeños y tiernos en sus manos—. Eres como tu padre, eres la viva imagen de tu padre, ¿lo sabías?

Él abrió la puerta con la mano izquierda, le dio la vuelta empujando su hombro izquierdo cuando intentó girarse; entonces, colocando las dos manos debajo de las axilas desde atrás, la llevó a la habitación, mientras ella soltaba una risita tonta.

La habitación era casi toda rosa. Colcha de seda rosa. Paredes rosa. Una muñeca con una falda rosa de volantes estaba recostada sobre la almohada, con la barbilla metida en una pañoleta blanca, y miraba la pared de enfrente en la cual una muchacha del siglo XVIII sostenía una rosa entre los labios. Fred arrastró a la señora Fortescue por la alfombra de color rojo oscuro, hasta que sus rodillas tocaron la cama. La alzó y la dejó caer, apartando a un lado la muñeca con delicadeza para evitar que la aplastara.

Estaba tumbada con los ojos cerrados, sin fuerzas, la respiración agitada, la boca ligeramente abierta. Los surcos negros junto a la boca se habían curvado; los párpados se veían azules en dos pozos negros.

—Apaga la luz —imploró.

Él apagó la lámpara con pantalla rosa que estaba fijada a la cabecera de la cama. Se agarraba con torpeza a la ropa. Él se quitó con violencia los pantalones y los calzoncillos, le apartó las manos, encontró seda al abrir la bata que reflejaba el rojo cereza bajo la luz de la otra habitación. Le arrancó las bragas de seda de tal modo que sus piernas se alzaron y después se desplomaron. Estaba inerte. Entonces la experiencia se reavivó en ella, o al menos en sus manos cansadas, y él logró el objetivo de sus imaginaciones calenturientas durante las horribles noches de otoño con un contundente espasmo que solo lo llenó de odio. El cuerpo anciano de ella se movía con languidez debajo de él, y oía su respiración irregular. Se apartó de ella de un salto y cogió los calzoncillos y los pantalones. Luego encendió la luz. Ella yacía con los ojos cerrados, el rostro manchado de aflicción, la parte superior del cuerpo envuelta en la suave y brillante tela color cereza, las blancas piernas despatarradas, desnudas. No hizo ningún ademán de moverse, de taparse. Él se inclinó sobre ella, con una odiosa sonrisa que dejaba los dientes al descubierto, y le separó los brazos del cuerpo. Cayeron flácidos sobre la colcha de seda sucia. Le quitó la bata con violencia, como si fuera la muñeca. Ella gimió, soltó una risa tonta, protestó. Él vio con placer las lágrimas que brotaban de las cuencas negras y corrían por la cara manchada de rímel. Yacía sobre los pliegues de color cereza. Observó las arrugas grisáceas alrededor de las axilas, los pequeños pechos deslavazados, el vientre flácido y más abajo el triángulo de vello negro en el que apuntaban algunos pelillos blancos. Estaba intentando cruzar las piernas. Él se las separó, mientras murmuraba: “¡Mírate, mírate!”, a la vez que reprimía las náuseas que le provocaba la miasmática emanación que debía de haber imaginado que era el olor que emitía esa habitación.

—¡Sucia puta vieja! ¡Asquerosa, eso es lo que eres, una asquerosa!

Retiró las manos de sus muslos, vio que aparecían marcas rojas mientras las piernas se cerraban y ella se retorcía y se acurrucaba para ponerse debajo de la bata rojo cereza.

Se sentó, sosteniendo la bata sobre ella. Bata rosa, colcha rosa, paredes rosa, rosa, rosa, rosa por todas partes. Y una alfombra rojo oscuro. Él se sintió como si estuviera en una habitación hecha de carne.

Ella alzó la mirada.

—Eso no ha estado bien, ¿no te parece?

Él retrocedió un paso, mientras sentía que su rostro se sofocaba. Así lo regañaba su madre: Eso no ha estado bien, querido, con un apenado tono de reproche igual que el de la señora Fortescue.

—Eso no ha estado nada bien, Fred, nada bien. ¡No sé qué te ha entrado!

Sin mirarlo, bajó los pies de la cama. Él vio que temblaban. Los balanceaba intentando introducirlos en las pantuflas con plumas rosas.

Notó que sentía la necesidad de ayudarla a meter aquellos patéticos pies en las estrafalarias pantuflas. Huyó. Escaleras abajo hacia su habitación, directo a su cama. A través del tabique, a un palmo de su oreja, oyó moverse a su hermana. Dio un salto, salió de su cuartucho, y en la habitación de sus padres, que tanto odiaba, se comportó como si hubiera un vacío y simplemente no estuvieran allí.

Su hermana estaba acurrucada, con su bata rosa cereza, pintándose las uñas de coral.

—Muy listo, no creo —dijo.

Buscó la pistola: estaba sobre el tocador, entre un montón de pintalabios.

La empuñó y apuntó a esa mujer que era su hermana en su temible intimidad de rosa cálido.

—Estúpido —dijo ella.

—Es cierto.

Ella siguió haciéndose las uñas.

—Estúpido, estúpido, estúpido —repitió.

—Es cierto.

—¿Pues a qué viene? Oh, basta, baja eso.

Él lo hizo.

—Si no te importa, me quiero acostar.

No respondió nada, y ella alzó la mirada hacia él. Fue una mirada prolongada, falsa, que probablemente había copiado de un anuncio o de una película. Pero entonces la mirada cambió y ella volvió a ser Jane. Había notado algo en él.

¿Había cambiado su rostro? ¿Había cambiado su voz? ¿Había cambiado él?

El calor del triunfo le llegó hasta la médula; sonrió. Había recuperado a su hermana, había dado un paso hacia delante y se había vuelto a poner a su mismo nivel.

—Haz lo que te dé la gana —le dijo, y se dirigió a la puerta.

—Adiós, buenas noches, que no te piquen los chinches —dijo ella, según un ritual de la infancia, del año anterior.

—Oh, no seas niña —respondió él. Cruzó la repugnante oscuridad de la habitación de sus padres sin pensar nada más que: pobrecillos, no tienen remedio.

FIN

“Mrs. Fortescue”,
Winter’s Tales, 1963

Una anciana y su gato

[Cuento]Doris Lessing 

Mientras yo iba caminando hacia el puente de San Marcos, donde el agua apacible ahogaba las hojas de verano, ella se acercó con una amplia sonrisa, tirando de las puntas de su pañuelo de lunares rojos. “El sol siempre me sigue”, dijo al mirar el sol de mediodía, tan brillante como siempre en Italia, pero más bajo en el cielo, pues era octubre y nuestro lado de la tierra se inclinaba hacia el frío del invierno, que iba a empezar al día siguiente, o el mes siguiente. “Sí —repitió—, el sol siempre está detrás de mí, sí, y la luna también.” Buscó la luna, que ese día no se veía, mientras la luz del sol iluminaba todo el cielo, los árboles desnudos, la hierba brillante; nosotros estábamos de pie en la acera junto al puente y el canal.

No había luna, solo uno de sus familiares estaba presente, y su expresión viró hacia la sospecha. Para salvar de la tristeza ese momento, me apresuré a decir: “Tienes suerte de tener al sol como amigo”. De nuevo su rostro se llenó de regocijo; se retorcía de risa y soltó una carcajada triunfante, y yo seguí caminando, con envidia de aquella cuya mente perturbada permitía que la penetrara la luz solar. Porque ese día yo estaba paseando para atrapar un fragmento del verano tardío de ese año nublado, atraparlo y poseerlo, y para tal propósito importaba caminar con la mente vacía, con los sentidos despiertos y con los pensamientos, como libélulas o moscardones, bien aplastados.

El recargado puente, con sus pilares blancos, sus seis farolas de hierro y sus balaustradas, tiene en los extremos unas plataformas rectangulares, como si fueran pedestales, pero vacías. Hago aquí una pausa para invocar y ver a mi león personal. Según mi parecer, un parque que no se extiende hasta el campo o no conecta con él, con desenfreno propio, carece de todo derecho: se ha permitido a sí mismo encerrarse y que las casas se adueñen de él. Allí ya hay animales salvajes enjaulados, y justo en su centro las rosas son dóciles y voluntariosas. El león salió de su árida ladera para agazaparse en el puente de San Marcos, de cara hacia dentro, una bestia dorada, con las patas delanteras recogidas debajo de un pecho eterno, con ojos verdes y profundos, ojos de hombre, pero de un hombre que fuese mucho más que cualquiera de los que conocemos. Era como yo si pudiera caminar a través de esos ojos, como si fueran puertas, hacia su región interior, un gran foro de conocimiento del que solo hemos oído rumores. Lo dejé allí, tan paciente bajo las hojas de otoño que iban cayendo, como si estuviera en su roca de las laderas de Hindu Kush, sin parpadear, sin necesidad de aplastar pensamientos, palabras, sentimientos, puesto que él era cada cosa que veía.

La avenida que transcurre desde la Puerta del puente de San Marcos hasta el memorial en honor a sir Cowasjee Jehangir estaba silenciosa con el cálido sol, y llena de gente que paseaba lentamente para sentirlo, y para sentir a través de sus pulmones, nuestros pulmones, dulcemente ventilados quince veces por minuto, el aliento de los árboles cuya larga exhalación ha empezado con el amanecer. Los árboles son grandes aquí, y cada uno parece reclamar atención, y el aire se extiende pesadamente, como si fuera la sentida esencia de un árbol. No solo árboles, también cabras, una decena o así, blancas, olorosas, y cuando estas pasaron, el corral de alambre, con lobos cuyos aullidos mantienen despierta en las noches de invierno a la buena gente que viene a jugar, encantadora, alrededor del tronco del árbol.

Casi, casi, alcanzo el momento en que hojas y pájaros, se consumen separadamente uno a uno, pero se me escapa por la urgencia que provoca. Rápido, este es el último día, probablemente el último antes de que el grueso y frío gris llene el aire entre tú, yo y el sol: el último día en que el calor nos baña como el lento aliento del agua caliente.

Tan “casi” que fue doloroso volver al dolor de no saber, de no ser pájaro, hoja o rosa. Pero allí estaba yo, en los recintos exteriores, todavía con senderos y verjas que cruzar, ni siquiera todavía en

Esta fuente
erigida por la
Asociación Metropolitana de
Fuentes Potables y Cattle Trough
fue cedida por sir Cowasjee Jehangir
(Compañía de la Estrella de la India),
un rico caballero parsi de Bombay,
como símbolo de gratitud al pueblo de Inglaterra
por la protección recibida por él y sus compatriotas parsis
bajo el gobierno británico en la India.
Inaugurado por su alteza real la princesa y duquesa
de Teck, 1869.

Cerca de este está mi monumento estrafalario favorito. Es una cruz de madera verde en medio del follaje verde, custodiada por un niño que le pegaba, inclinándose a través de la verja, sellos de medio penique. Su experimentada lengua sobresalía y lamía las estampitas de color naranja, una detrás de otra, para colocarlas en la cruz.

Bajando cerca de un kilómetro por la avenida aparecían las Mappin Terraces, a lo lejos, a la derecha, delante de los altos pisos de Primrose Hill. Se yuxtaponían de forma que parecían osos trepando desde las rocas hasta los balcones entre las macetas. Si en ese preciso instante yo hubiese llegado de Marte, ¿qué pensaría de este parque, lleno de bestias, colores y criaturas? ¿Qué pensaría, con mis ojos acomodándose a la novedad, de los árboles? ¿Qué he pensado todos estos años al abrir los ojos en la terraza, en una seca y calurosa llanura entre las montañas nevadas? Supón que me tocara la tarea de entretener a este habitante de Marte y explicarle: Bueno, señor, sí: lo veo… pero no del todo. La misma idea general, te lo garantizo (pese a que nosotros somos más pequeños), savia que mana, extremidades ramas, pero… Espera un segundo, ellos están pegados a la tierra, no se pueden mover…y además, cada primavera se tragan las hojas de la tierra y cada otoño las escupen de nuevo. ¿Por qué? Ahí le doy la razón, es absurdo cuando lo piensas, montones y montones de hojarasca, solo piensa en cuántas toneladas de troncos y ramas pesa todo este parque, y todo engullido por los troncos cada vez, y luego arrojado de nuevo, para rehacer nuevamente el camino hacia las raíces. Además, nosotros pensamos, sí.

Delante de mí tengo la avenida de castaños, y ahí está el cruel niño blanco que moja la cabeza de los delfines como quien no quiere la cosa, y unos pasos mas allá la urna sostenida por cuatro sonrientes leones alados que está casi todo el año medio escondida por la paulatina caída de hojas y pétalos. Los castaños están radiantes, ardiendo, anaranjados y amarillos debajo del cielo azul, azul, y la tierra está cubierta, con precisión, claramente, por sólidas, arrugadas y curvadas hojas verde doradas, bien definida cada una en su diminuto cascarón de sombras marrones. La larga extensión de tierra entre los troncos de los castaños y los sobrios bancos de madera parece repujada con sólidas capas de oro. Todo es de un brillo azul y dorado, y las interrupciones de la larga avenida desaparecen por un momento, solo un momento, con los destellos de luz en la firme seguridad de que estoy viendo exactamente lo que quiero, hasta que desaparece de nuevo, y me deja apretando los dientes con furia, en nombre de todos nosotros, que tenemos tanto alrededor que no lo podemos abarcar. Lo haré. Lo juro. Lo haré. Y giro a la derecha entre los pequeños y cuidados árboles con los troncos de deslustrado satén marrón, cruzo la calzada del Círculo Interior y entro. Ahora puedo girar a la izquierda hacia el centro de rosas (la reina María, una vez más, metamorfoseada en princesa y duquesa) o seguir pasado el protuberante árbol del que se dice que es un fresno, hasta el siguiente que es un sauce llorón, hacia la suave colina, con su fragancia de plantas aromáticas, aunque casi todas están ya marchitas.

Las plantas me arrastran, olfateando, el aire es seco y cortante; a diferencia de la suave brisa de la avenida, aquí encontramos una bocanada de aire estimulante.

Y ahora, a pesar de los seis guardas del parque, con sus tiesos uniformes, sentados en un banco para disfrutar del sol, estamos en Italia, con esos árboles que algún día serán altos alrededor de una fuente con cinco surtidores y una blanca columna central que lanza un chorro curvilíneo de agua. En esa dirección asciende un camino, suavemente, a pasos mesurados, con urnas generosamente escondidas por el follaje y manojos de rosas rojas y blancas; rosas del color del fuego, y rosas de hielo yaciendo en una neblina azul.

De nuevo llega, o se convierte; las fuentes nunca pueden ser de otra forma, cada hoja es independiente, cada rosa es perpetua, el cielo arde azul en mi cerebro, y mientras el momento va in crescendo, empiezo a exultar, sintiendo que finalmente tengo una pista acerca de lo que los leones saben por naturaleza; pero, de repente, lo que me había temido sucede: las palabras surgen del silencio, pese a que había jurado, había prometido que por un día las mantendría a raya.

“No importa cómo me quedo mirando fijamente con la mente en silencio…”

Oh, basta, basta (aunque las palabras tienen el aburrido ritmo propio de un parque que, lo prometo, es de un siglo que no entendería nada de nosotros), basta, haga lo que haga, te puedo garantizar que nubes de pensamientos vienen a llenarme la mente, cada uno más conocido que el otro, y que las palabras se comerán los preciosos y agudos sentimientos como hordas de perros hambrientos.

“No importa cómo me quedo mirando fijamente con la mente en silencio…”

Maiakovski dijo: “No es un hombre, sino una nube con pantalones”. Afectada, yo solía pensar lo mismo, pero ya no lo pienso. Hoy lo elijo a él, insólito compañero —¿qué haría él con tanto orden, tanta urbanidad?— para el largo paseo por el camino que desciende, dando la espalda a la fuente y a los seis guardas que disfrutan del sol, y a los jardineros, los niños en cochecitos y las mujeres con sus cuellos rojos, con sus blusas de este verano reanudado apresuradamente esta mañana. Camino, lejos del día, por una nube de pensamiento como un torbellino blanco, o tintado, o marrón, o de los colores del arco iris. Y nada la puede disipar o silenciar.

Al pie de la pendiente están las grandes puertas doradas y una elección: a la izquierda, pasar el lago, y los nenúfares y los parterres de rosas, hacia el círculo de la rosaleda; a la derecha, pasar el restaurante, y luego, debajo de los árboles tan inmensos que su peso es un silencio, seguir por el pequeño puente y girar a la izquierda hacia los botes…, pasar los botes, y otra vez por más puentes y por la carretera del Círculo Exterior y el largo paseo hacia el zoo, donde veré las cuatro jirafas estirando sus sorprendidas cabezas hacia el cielo, frotando sus cuellos contra un poste. Cuatro jirafas con marcas en la piel que se asemejan al lodo agrietado del fondo de algún seco lecho de río. O los elefantes que elevan sus trompas. Supón que ese hombre de Marte… O supón que yo misma hubiera aparecido de pronto aquí, desde otro planeta. ¿Qué pensaría? ¿Me parecería una jirafa una criatura más extraordinaria que un árbol, si nunca he visto ninguno de los dos, o un elefante más que una rosa?

Volveré al jardín de rosas, donde están madame Louis Laperrière, Monique y Rose Gaujat, Soraya y Helen Traubel, Rose Hellène, Rosa Perfecta, Paz y Malagana. Nos sentaremos en algún banco discreto, mirando las de colores rosas debajo de este sol extranjero, sonriéndonos uno al otro y a nosotros mismos, y una mujer se sentará y nos dirá en confianza: “Acabo de ver una ardilla, con su colita brillante como el pelo de una muchacha; por el sol, saben”. Un caballero retirado viene a reclamar su asiento, abre su periódico, pero lo veo dejarlo caer sobre su estómago, donde se queda palpitando mientras sus ojos parpadean lentamente y como asombrados hacia el jardín, antes de cerrarse.

Aquí todo es lento, un lugar adulterado donde las voces disminuyen y la gente que camina levanta un dedo para casi tocar un pétalo. Cuando las sombras de las altas rosas trepadoras, como guirnaldas, se hayan movido lo suficiente para hacerlo parecer un lugar distinto me marcharé, y saldré por las grandes puertas doradas donde un árbol brilla, con cada una de sus hojas temblando por separado, creando un millón de ritmos diferentes. Todas mis resoluciones del día han desaparecido por la dulce ilusión del jardín de rosas, así que me digo impasible que esta danza frenética no es más que la presencia del viento, y que el árbol no tiene ojos ni manos, ni los desea. Así que sigo desandando el camino hacia la salida del noroeste, donde un hombre apila hojas en una carretilla tan deprisa que es como si un continuo chorro de oro manara de su pala.

Las casas altas de largas terrazas permanecen silenciosas, con las persianas de fuego.

Desde que entré en el parque, la tierra ha girado una décima parte sobre sí misma y cientos de kilómetros alrededor del sol; y el sol ha cobrado velocidad, arrastrándonos con él en una curva inconcebible hacia…

Mientras cruzo y dejo atrás la lluvia de oro que mana de la pala del hombre, el viento arremolina las hojas de la carretilla o las arranca de los árboles, esparciendo la hierba brillante de oro y cobre.

Hojas, palabras, gentes y sombras, juntas dan vueltas hacia el otoño y hacia el solsticio.

Fuera del parque, en el pavimento, estaba ella. Todavía riéndose, y todavía tirando de las puntas de su pañuelo de lunares rojos, aparentemente rebosando alegría. Estaba al lado, por no decir debajo, de un inmenso policía que la miraba sin expresión, con sus rasgos decididos a no hacer ningún comentario. “Pero ¿y eso?”, parecía decir su pose, o incluso: “¡Mira tú por dónde!” a las explicaciones de ella sobre su relación con el sol, la luna y este nuestro húmedo planeta.

FIN

“Lions, Leaves, Roses…”,
New American Review, 1972

Doris May Tayler, Doris Lessing, (Kermanshah, Persia, (actual Irán), 22 de octubre de 1919-Londres, Reino Unido, 17 de noviembre de 2013). Poeta, novelista y ensayista. Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2001 y Premio Nobel de Literatura 2007. Publicó también bajo el pseudónimo de Jane Somers.

Hija de padres protestantes, su madre Emily, una ex enfermera que se había casado con Alfred, un oficial del Ejército británico que había sufrido graves amputaciones en la Primera Guerra Mundial y trabajaba en el Banco Imperial.

 A la edad de cinco años se trasladó con su familia a Zimbabwe. Doris fue una niña extremadamente sensible y en Zimbabwe no sólo sufrió la estricta educación impartida por su madre, una mujer frustrada tras abandonar su carrera como enfermera y dedicar al cuidado familiar, sino que también descubrió la discriminación racial. Sus padres la enviaron a un colegio solo de jovencitas, en la capital, Salisbury. Pero ella lo abandonó a los 14 años, dando por concluida su educación formal mas no así su interes por el conocimiento y Lessing se dedicó a leer todos los libros que le llegaban de Londres, autores como Dickens, Scott, Stevenson, pero también D.H.Lawrence, Stendhal, Tolstoi o Dostoievski. Leia, leía, leía , y según sus propias palabra “ fue eso lo que me salvó y me educó”.

La relación con su madre fue un condicionante rotundo para la vida y el desarrollo emocional de Lessing y al cumplir 15 años, abandonó su casa y comenzó a ganarse la vida como niñera. Por ese entonces, comenzó a escribir sus primeras novelas cuyas tramas estaban repletas de fantasmas. Dos de ellas fueron compradas por unas revistas sudafricanas. Con 18 años, Lessing se mudó a Salisbury y allí trabajó como telefonista. Al año siguiente, se casó con el funcionario Frank Wisdom y juntos tuvieron a John, y a su hija Jean. El divorcio llegó en 1943 y en 1944 se volvió a casar, esta vez con el exiliado alemán Gottfried Lessing, a quien había conocido en un grupo literario marxista, de quien tomó su apellido y con quien tuvo su tercer hijo, Peter. 

Al cumplir 36 años, Doris Lessing se fue a vivir Londres con su hijo Peter, un chico inválido que siempre dependió de ella, para comenzar, formalmente, a escribir. Desde entonces y hasta su muerte, residió en Londres donde comenzó a frecuentar ambientes  bohemios y a conocer algunos escritores. 

Lessing inició su carrera como escritora con “Canta la Hierba” (1950) y la serie “Hijos de la violencia” (cinco novelas entre 1951 y 1959). En ellas narra la búsqueda de identidad del doble literario de la autora, Martha Quest, quien desde África a Inglaterra observa el desplome del sistema colonial y sus secuelas sobre las relaciones entre negros y blancos. Las cinco novelas de este ciclo se titularon Martha Quest (1952), Un matrimonio convencional (1954), Vuelta al hogar (1957), Al final de la tormenta y La costumbre de amar (ambas de 1958).

En 1959, a Doris Lessing le publicaron un libro de poemas con el título de Fourteen Poems”. Se imprimieron quinientos ejemplares. Hoy casi todos están en paradero desconocido. Los archivos de la editorial que lo publicó, The Scorpion Press, se encuentran en la Universidad de Tulsa, Estados Unidos.

Lessing nunca tuvo mucha confianza en su labor poética (trabajos periféricos, efímeros, los llamó). A pesar de ello en 2002, Doris Lessing colaboraría en la publicación “INPOPA Anthology 2002” una publicación de poemas de tres autores, con Robert Twigger y T. H. Benson, en el reverso de una baraja de cartas, creada por el Institute of Poetic Patience. Preguntada por dicha obra, diría simplemente que le atraía encontrar maneras originales de llegar al público, y que no podía resistirse a una idea que le intrigaba. La parte del libro que le corresponde lleva el título “The Wolf People: verses suggested by recent scientific speculation on the posible behaviour of our very distant ancestors”. Son siete únicos poemas: “In the long dark”, “The Misfit”, “As if they had always known it”, “Cave wolfes”, “Something speaks”, “The Sky-fire”, y “The Ice comes”.

 En 1962 publicó la novela que la lanzó a la fama internacional, The golden notebook (El cuaderno dorado), convirtiéndola en el icono de las reivindicaciones feministas. Posteriormente consolidó su fama con una serie de títulos de temática africana, como “African histories” (1964). Su compromiso político le llevó a criticar abiertamente a los gobiernos racistas de Rodhesia (actual Zimbabue) y Sudáfrica.

Pueden destacarse entre sus otros libros La buena terrorista (1985), El quinto hijo (1988) o los escritos con el seudónimo de Jane Somers, como Diario de una buena vecina (1983), con el que quería demostrar las dificultades para publicar que afrontan los escritores jóvenes y desconocidos.

Entre 1979 y 1983 se dedicó a un género considerado menor, la ciencia ficción, con la serie Canopus en Argos, inspirada en el sufismo, lo que le valió la incomprensión de la crítica academicista, aunque también la simpatía de los escritores dedicados al género. Este ciclo comprende obras comoThe Marriages Between Zones Three, Four and Five(1980), The Sirian Experimente (1981), The Making of the Representative for Planet 8 (1982) y The Sentimental Agents in the Volyen Empire (1983). 

Lessing también escribió su autobiografía, que publicó en dos volúmenes Under my skyn (Dentro de mí 1994), que en inglés se tituló , y Un paseo por la sombra(1997).

En octubre de 2007, Doris Lessing se convirtió en la persona de mas edad en ganar un premio Nobel de Literatura y una de las 11 mujeres a las que hasta ese momento les había sido otorgado el galardón en 106 años de historia.

La Academia Sueca, al momento de otorgarle el Nobel, describió a Lessing como esa «narradora épica de la experiencia femenina que con escepticismo, ardor y un poder visionario ha examinado con minuciosidad a una civilización dividida».

Además de haber obtenido el Premio Nobel de Literatura en 2007 la escritora ha sido reconocida a lo largo de su carrera con otros galardones como el Somerset Maugham Award of the Society of Authors, el Premio Austríaco de la Literatura Europea, el Premio Internazionale Mondello, el XI Premio Internacional de Catalunya, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras(2001) y el Premio Dupont Pluma de Oro, entre muchos otros.

La salud de Doris Lessing se deterioró tras sufrir varios derrames cerebrales y falleció en Londres el 17 de noviembre de 2013 a los 94 años.

Enlaces de interés :

Discurso al recibir el Nobel: https://bibliotecas.unileon.es/tULEctura/files/2013/11/Doris_Lessing_Discurso_al_aceptar_el_Premio_Nobel_de_literatura.pdf

https://www.elperiodico.com/es/cuaderno/20191019/doris-lessing-10-libros-imprescindibles-por-lucia-lijtmaer-7686696

https://www.rtve.es/noticias/20150821/escritora-doris-lessing-fue-espiada-por-servicios-secretos-britanicos-durante-20-anos/1203661.shtml

Libro “El cuaderno dorado” : https://ferrusca.wordpress.com/wp-content/uploads/2013/11/el-cuaderno-dorado_dorislessing.pdf

https://www.infobae.com/cultura/2017/10/16/recuerdo-de-doris-lessing-a-10-anos-de-su-nobel-casi-todos-los-dictadores-mas-crueles-y-brutales-partieron-de-un-idealismo

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