“Amo la libertad. Deploro las restricciones y las limitaciones. Yo soy poderosa”
Silvia Plaht
Tres Mujeres
Primera voz
Soy lenta como la Tierra. Soy muy paciente,
cumplo mi ciclo, soles y estrellas
me miran con atención.
El celo de la luna es más personal:
Pasa y vuelve a pasar, luminosa como una enfermera.
¿Lamenta ella lo que me va a suceder?
No lo sé. Está simplemente asombrada
ante la fecundidad.
Cuando salgo, soy un gran suceso.
No tengo necesidad de pensar o de prepararme.
Lo que sucede en mí tendrá lugar
de todos modos.
El faisán se yergue sobre la colina:
Se alisa las plumas pardas.
Sonrío a mi pesar a todo lo que conozco.
Hojas y pétalos me acompañan.
Estoy lista.
Segunda voz
Cuando la vi por vez primera,
esta pequeña hemorragia, no lo creí.
Veía a los hombres andar a mi alrededor, en la oficina.
¡Estaban tan tranquilos!
Algo había de cartón en ellos, después comprendí
esta banalidad tan vacía, la que engendra las ideas, las destrucciones,
los buldozers, las guillotinas, las habitaciones blancas llenas
de aullidos. Y las abstracciones. Estos arcángeles fríos.
Yo estaba sentada ante mi máquina de escribir,
en sastre y tacones altos.
Cuando el hombre para el que trabajo me dijo
sonriente: “¿Vio un fantasma?
De pronto está usted tan pálida”. No dije nada.
No alcanzaba a creer. ¿Es que es tan difícil
para el espíritu concebir una cara, una boca?
Los pedidos salen de las teclas negras y las teclas negras salen
de mis dedos alfabéticos, ellas ordenan las piezas.
Y aún las piezas, los pabilos, los engranajes,
toda una multiplicidad brillante.
Muero sentada. Pierdo una dimensión.
En mis oídos hay trenes que rugen, salen, salen.
La huella plateada del tiempo se devana en la distancia.
El cielo blanco se vacía de sus promesas como un tazón.
Esta resonancia mecánica producida por mis pies.
tap, tap, tap, tobillos de acero. Siento una insuficiencia.
Es una enfermedad que llevo conmigo, es una muerte.
Una vez más, es una muerte.
¿Es el aire, Las partículas mortales que aspiro? ¿Soy un pulso
que se debilita cada vez más ante el arcángel frío?
¿Es él mi amante? ¿Esta muerte, es ella otra muerte?
Cuando fui niña, amé un nombre corroído por el liquen.
¿Sería entonces el único pecado, este viejo amor
muerto de la muerte?
Tercera voz
Recuerdo el instante en que realmente lo supe.
Los sauces perdían su calor,
el rostro en el estanque era bello, pero
no era el mío, Tenía un aire importante, como todo el resto,
Y no veía más que peligros:
palomas, palabras,
Estrellas y lluvias de oro — ¡concepciones,
inseminaciones! —
Recuerdo un ala blanca y fría.
Y el gran cisne, con su mirada terrible,
viniendo a mí, como un castillo, de río crecido.
Hay una serpiente en los cisnes.
Ella resbaló cerca de mí; su ojo contenía un mensaje sombrío,
vi el mundo en ella —pequeño, mezquino y sombrío.
Cada pequeña palabra enganchada a otra, los actos a los actos.
Algo había brotado de ese día cálido y azul.
No estaba lista. Las nubes blancas
se precipitaron.
A los cuatro sentidos.
Ellas me descuartizaron.
No estaba lista.
Carecía de respeto.
Creía poder negar las consecuencias.
Pero ya era demasiado tarde.
Era demasiado tarde,
y el rostro se tornó más nítido,
amoroso, como si yo estuviera lista.
Segunda voz
El mundo ahora es de nieve. No estoy en casa.
Qué blancas son estas sábanas. Los rostros no tienen rasgos.
Son lisos e imposibles, como la cara de mis hijos,
estos pequeños enfermos que escapan a mi abrazo.
Los otros niños no me tocan: Más bien me tienen miedo.
Tienen buen color, mucha vida. No se están quietos,
sosegados como el pequeño vacío que llevo en mí.
Tuve oportunidades. Probé y traté.
Cosí la vida a mi vida como una voz rara.
Caminé con cuidado, con precaución, como un objeto extraño.
Intenté no pensar demasiado. Traté de ser natural.
Traté ciegamente de ser amorosa como las demás mujeres,
ciega en mi lecho, con mi querido ciego.
No buscaré otro rostro en la densa oscuridad.
No busqué. Pero el rostro aún estaba ahí.
La cara del que ya se amaba en su perfección.
La cara del muerto que no podía ser perfecto.
Más que en su fácil calma y que así no podía ser santo.
Y luego hubo otras caras. Los rostros de naciones,
gobiernos, parlamentos, sociedades.
Rostro sin rostro de hombres importantes.
Son estos los hombres que me molestan:
¡Son tan celosos de todo lo que no sea plano! Dioses celosos.
Ellos quieren que el mundo entero sea plano porque ellos lo son.
Veo al Padre que habla con el Hijo.
Una serenidad tal no puede ser más que santa.
Se dicen: «debemos crear un paraíso.
Lavemos y aplanemos el relieve de estas almas»
Primera voz
Estoy tranquila. Estoy tranquila. Es la calma que antecede a lo terrible:
El instante amarillo, anterior al viento caminante cuando las hojas
voltean sus manos y muestran su palidez. Aquí realmente hay calma.
Las voces retroceden y se ensordecen.
Las sábanas y los rostros blancos se han detenido
como esferas de péndulo. Sus jeroglíficos visibles
devienen en cortinas de pergamino que me protegen del viento.
¡Esconden secretos tales en árabe, en chino!
Estoy muda y parda, soy una semilla a punto de reventar.
Lo que en mí es negro está muerto, es decepcionante:
No desea ser más, nada.
El crepúsculo me cubre de azul como una María.
¡Color de distancia y olvido!
¿Cuándo vendrá la suplente, dónde se romperá el tiempo?
¿Será devorada por la eternidad, y dónde me oscureceré?
Hablo conmigo misma, sólo conmigo, yo desvarío-
Estoy llena de desinfectantes rojos, presta al sacrificio.
La espera pasa torpe en mis párpados, pesa como el sueño,
como el peso del mar. Muy lejos, siento el primer vago
e inevitable mareo que carga sobre mí su pesadez de agonía
y yo, concha resonante en esta playa blanca,
afronto estas voces aciagas, este elemento terrible.
Tercera voz
He aquí que soy montaña entre mujeres-montañas.
Los médicos van entre nosotras como si nuestra gordura
espantara el alma. Sonríen como imbéciles.
Son culpables porque yo lo soy, y lo saben.
Cargan su vacuidad como un modo de salud.
Y si los hubiera sorprendido, como a mí.
Se habrían vuelto locos.
¿Y si dos vidas fluyeran de mis muslos?
Vi la sala blanca y limpia con sus instrumentos.
Es un lugar de gritos sin gozo.
«Aquí vendrá usted cuando esté lista».
Los vigilantes son lunas vacías y rojas, empañadas de sangre.
No estoy lista para lo que pueda suceder.
Tendría que matar lo que me mata.
Primera voz
No hay milagro más cruel que éste.
Soy arrastrada por caballos con cascos de acero.
Resisto. Tengo una herida. Desempeño un trabajo.
Este túnel negro por el que pasan en fogonazos las pruebas,
las pruebas, los síntomas, los rostros perturbados.
Soy el centro de una atrocidad.
¿Qué sufrimientos, qué tristezas habré de parir y amar?
¿Una inocencia tal, puede matar aún?
Ella se cría de mi vida. Los árboles mueren en la calle.
La lluvia es corrosiva.
La siento en mi lengua, y los dolores del trabajo,
los horrores que se ensañan, se aflojan, las indiferentes parteras
con su corazón prendido que golpea y sus estuches de instrumentos.
Seré una pared y un techo que ampara.
Seré un cielo, un monte de bondad: ¡Déjenme vivir!
Una fuerza rota en mí, una antigua tenacidad.
Me agrieto como el mundo. Esta obscuridad,
esta ráfaga de obscuridad. Cruzo mis manos sobre una montaña.
El aire es denso. Pesado por mi trabajo.
Me usan. Me manipulan. A mis ojos los atormenta la noche.
No veo nada.
Segunda voz
Soy acusada. Sueño matanzas.
Soy un jardín de agonías negras y rojas. Las bebo,
me odian, rencorosa y espantada. Y ahora el mundo concibe
su fin y se abalanza hacia ella, los brazos tendidos, llenos de amor.
Es un amor de la muerte, que todo envenena.
Un sol muerto destiñe el periódico. Se torna rojo.
Pierdo vida tras vida. La tierra negra las bebe.
Ella es el vampiro de todas nosotras. Nos mantiene.
Nos ceba, es buena. Su boca es roja.
La conozco, la conozco íntimamente.
Vieja mendiga, escarchada y estéril, vieja bomba de tiempo.
Los hombres la engañaron. Ella se los tragará
los tragará, los tragará, sí, los tragará.
El sol ya se tendió. Yo muero. Forjo una muerte.
Primera voz
¿Quién es este terrible muchacho azul, extraño y
brillante, como caído de una estrella?
¡Mira con tanta cólera! Atracó
en el cuarto, con un grito en el talón.
El azul se vuelve más pálido. Después de todo es humano.
Un loto rojo se abre en un tazón de sangre;
Me vuelven a coser con seda, como si fuera una tela.
¿Qué hacían mis dedos antes de tenerle?
¿Qué hacía mi corazón antes de amarle?
Nunca vi nada tan límpido
sus párpados son flores de lilas
y su aliento es dulce como una mariposa nocturna.
No le abandonaré.
No hay artificio ni defecto en él. Que así se conserve.
Segunda voz
La luna se ve en el alto cristal. Se acabó
¡El invierno me hinchó el alma! Y esta luz caliza
que pinta escamas en los cristales de oficinas vacías,
de escuelas vacías, de iglesias vacías.¡Cuánto vacío!
Después viene esta suspensión. Esta terrible suspensión de todo.
Estos cuerpos amontonados a mi alrededor, Estos durmientes polares.
¿Qué rayo azul y hielo lunar son sus sueños?
Siento que entra en mí, frío, desconocido, como un instrumento.
En el otro extremo esa silueta dura y loca, esa boca redonda
siempre abierta en señal de lamento.
Es ella la que, mes tras mes, arrastra tras de sí
sus mareas de sangre negra que anuncian el fracaso.
Suspendido de sus recursos, soy también impotente como el mar.
Me siento inquieta. Inquieta e inútil. Yo también, doy a luz cadáveres.
Iré hacia el norte. Iré a la noche polar.
Me veo como una sombra, ni hombre ni mujer.
Ni como una mujer dichosa de ser un hombre, ni como un hombre
bastante brutal y lo suficientemente tranquilo para no sentir
una insuficiencia. Siento una carencia.
Tengo mis dedos levantados, diez estacas blancas.
Miro, la oscuridad se filtra y atraviesa los nudillos.
No puedo retenerla. No puedo contener mi vida.
Seré una heroína periférica.
No me dejaré acusar por los botones caídos
por los agujeros en los talones de calcetines, los rostros blancos y mudos
de cartas sin respuesta, encerrados en estuches.
No se me delatará, no se me acusará.
El reloj no me hallará en la espera, ni esas estrellas
que clavan un abismo en otro abismo.
Tercera voz
La miro en mi sueño, mi terrible y pequeña niña roja.
Llora a través del vidrio que nos separa.
Llora, está muy molesta.
Sus chillidos son uñas que agarran y rasguñan como gatos.
Por sus uñas afiladas es que roba mi atención.
Llora con la noche, con las estrellas
que brillan y giran tan lejos de nosotros.
Su cabecita parece esculpida en madera,
de madera roja y dura, los ojos cerrados y la boca grande, abierta,
de la boca abierta salen gritos agudos
que arañan mis sueños como flechas.
Rasguñan mi sueño, y penetran mis flancos.
Mi hija no tiene dientes. Su boca es larga.
Emite sonidos tan siniestros que no puede ser buena.
Primera voz
¿Quién nos lanza esas criaturas inocentes?
Mira, ellas están extenuadas, todas flácidas
en su cuna de tela, con su nombre anudado en la muñeca,
esta medallita de plata que ellas vinieron a buscar de tan lejos.
Algunas tienen los cabellos negros y densos, otras están calvas.
El color de su piel es rosa, pálido, moreno o rojo,
ellas comienzan a recordar sus diferencias.
Parecen hechas de agua; no tienen expresión.
Sus facciones duermen, como la luz en el agua quieta.
Son verdaderos frailes y monjas con hábitos idénticos.
Las veo como cuerpos celestes que llueven sobre la tierra
estas pequeñas maravillas, estos ídolos puros llueven.
En la India, en el África, las Américas. Huelen a leche.
Sus talones no fueron tocados caminar en el aire.
¿Cómo puede ser tan pródiga la nada?
Ese es mi hijo.
Su ojo desorbitado es por esta vaga, terrible banalidad.
Se vuelve hacia mí como una plantita, ciega y alegre.
Un grito. Es el tejido del que cuelgo.
Me vuelvo un río de leche.
Soy una montaña caliente.
Segunda voz
No soy fea. Yo misma soy bonita.
El espejo me devuelve la imagen de una mujer proporcionada.
Las enfermeras me regresan mis ropas y una identidad.
Es normal, dicen, que esto suceda.
Es común en mi vida, y en la vida de las otras.
Una de cada cinco, más o menos. No perdí la esperanza.
Soy bella como una estadística. Ese es el lápiz rojo para mis labios.
Dibujo la antigua boca
que había patentado con mi identidad.
Hace uno, dos, tres días. Era un viernes.
No tengo necesidad de licencia; puedo trabajar desde hoy.
Puedo querer a mi marido, que comprenderá.
Que me querrá a través de las penas de mi dolencia.
Como si yo hubiera perdido un ojo, una pierna o la lengua.
Heme aquí de pie, un poco ciega. Me alejo
sobre ruedas, a modo de piernas, esto marcha muy bien.
Y aprendo a hablar con los dedos, no con la lengua.
El cuerpo está pleno de recursos.
El cuerpo de una estrella de mar puede empujar sus brazos
y las salamandras son ricas en piernas. Que yo sea
pródiga en lo que me falta.
Tercera voz
Es una pequeña isla, dormida y apacible,
y yo soy un blanco navío mugiente: Adiós, adiós.
El sol está caliente. Muy lúgubre.
Las flores de esta sala son rojas y tropicales.
Vivieron toda su vida detrás del vaso, cuidadas con ternura.
Todavía enfrentan un invierno de sábanas y rostros blancos.
Tengo muy pocas cosas en mi valija.
Los vestidos de una mujer gorda que no conozco.
Allí está mi peine y mi cepillo. Hay un vacío.
Soy tan vulnerable de repente.
Soy una herida que abandona el hospital.
Soy una herida que dejan partir.
Atrás dejo mi salud. Dejo a alguien
que querría adherirse a mí: desato su dedos como vendajes: Me voy.
Segunda voz
Soy mía de nuevo. Todo está en su lugar.
Estoy desangrada, blanca como la cera, no tengo ataduras.
Soy plana y virginal, esto quiere decir que nada ha sucedido.
Nada que no pudiera estar borrado, arrancado raspado o recomenzado.
Estas pequeñas ramas negras ya no piensan en florecer,
y estos cauces tan secos, ya no sueñan con la lluvia
y esta mujer que me encuentra en los escaparates— está impecable.
Estuvo a punto de ser transparente como un espíritu.
Tímidamente es como ella sobrepone su cuidada persona
al infierno de naranjas de África, y de cerdos colgados de las patas.
Más tarde ella vuelve a la realidad.
Soy soy. Soy yo—
Quien saborea la amargura entre los dientes.
La incalculable maldad cotidiana.
Primera voz
¿Cuánto tiempo podré ser un muro, protegido del viento?
¿Cuánto tiempo podría yo
atenuar al sol con la sombra de mi mano,
interpretar los rayos azules de la luna fría?
Las voces de la soledad, las voces del dolor
golpean mi espalda incansablemente.
¿Podrá esta pequeña mecedora calmarlas?
¿Cuánto tiempo podré ser pared alrededor de mi propiedad verde?
¿Cuánto tiempo podrán ser mis manos
una venda para su mal, y mis palabras,
colibríes deslumbrantes, podrán seguir consolándola?
Es una cosa terrible que esté tan abierta: como si mi corazón
elaborara un rostro e hiciera su entrada en el mundo.
Tercera voz
Hoy los sentidos están ebrios de primavera.
Mi capa negra es un pequeño sepelio:
esto testimonia mi formalidad.
Llevo mis libros especializados a mi costado.
Hace poco tuve una vieja herida, pero
ya está en vías de sanar.
Yo soñaba una isla, roja de gritos.
Fue un sueño sin importancia.
Primera voz
El alba abre sus pétalos en el gran olmo al lado de la casa.
Los vencejos regresaron. Silban como cohetes de papel.
Oigo el sonido de las horas
que se amplifica y se desvanece en los caminos huecos. Oigo las vacas
que mugen.
Los colores recobran su resplandor, y el heno mojado
humea al sol.
Los narcisos entreabren su rostro blanco en el huerto.
Estoy tranquila. Estoy tranquila.
Estos son los colores claros de la habitación del niño,
esos son los canarios que picotean y los alegres corderos.
De nuevo soy sencilla. Creo en los milagros.
No creo en esos niños aterradores
cuyos ojos blancos y manos sin dedos dislocan mi sueño.
Esos no son míos. No me pertenecen.
Voy a meditar en el orden de las cosas.
Voy a meditar en mi muchachito.
No camina. No me dice ni una palabra.
Aún está en pañales, en mantillas blancas.
Sin embargo él es rosa y perfecto. Sonríe tan seguido.
Tapicé su habitación de rosas gigantes.
Por todas partes pinté corazoncitos.
No lo quiero talentoso.
Es la excepción lo que le interesa al diablo.
Es la excepción la que trepa la colina dolorosa.
Que se sienta en el desierto y hace sufrir al corazón de su madre.
Lo quiero superficial,
y que me ame como le amo,
y que se case con quien quiera y donde quiera.
Tercera voz
El calor del medio día en los alrededores.
Los botones de oro
se doblan y funden, y los amantes
no dejan de pasar.
Son oscuros y vacíos como sombras.
¡Es de tal suerte sano que no haya apegos!
Soy solitaria como la hierba.¿Qué es esto que me falta?
¿Jamás le encontraré, sea lo que sea?
Los cisnes se han ido. El río
aún recuerda su blancura.
Él busca sus fulgores.
Encuentra sus formas en una nube
¿qué es este pájaro que llama
con tal dolor en la voz?
Dice que estoy más joven que nunca.
¿Qué es esto que me falta?
Segunda voz
Estoy en casa a la luz de la lámpara. Los atardeceres se prolongan,
remiendo una falda de seda:mi marido lee.
Con qué belleza la luz abarca todo esto.
Hay una suerte de vaho en el aire primaveral.
Un vaho que impregna de rosa los parques
y las pequeñas estatuas como si una ternura se despertara,
una ternura que no extenúa, que cura.
Espero y estoy mal. Creo que estoy sanando.
Quedan demasiadas cosas por hacer. Mis manos
pueden coser con cuidado este encaje a esta tela. Mi marido
puede voltear y volver las páginas de un libro.
Y así estamos juntos en casa, —durante horas.
Sólo el tiempo pesa en nuestras manos.
Sólo el tiempo, que tampoco es material.
De golpe las calles pueden volverse papel, pero me repongo
de mi larga caída, y me recupero en mi cama,
al amparo del colchón, las manos
atadas como para una caída.
Me recupero. Ya no soy una sombra
aunque haya una sombra que sale de mis pies. Soy una esposa.
La ciudad espera y tiene un mal. Las hierbitas
crujen a través de las piedras, y están verdes de vida.
El jardín solariego
Las fuentes resecas, las rosas terminan.
Incienso de muerte. Tu día se acerca.
Las peras engordan como Budas mínimos.
Una azul neblina, rémora del lago.
Y tú vas cruzando la hora de los peces,
los siglos altivos del cerdo:
dedo, testuz, pata
surgen de la sombra. La historia alimenta
esas derrotadas acanaladuras,
aquellas coronas de acanto,
y el cuervo apacigua su ropa.
Brezo hirsuto heredas, élitros de abeja,
dos suicidios, lobos penates,
horas negras. Estrellas duras
que amarilleando van ya cielo arriba.
La araña sobre su maroma
el lago cruza. Los gusanos
dejan sus sólitas estancias.
Las pequeñas aves convergen, convergen
con sus dones hacia difíciles lindes.
De «El Coloso» 1960. Versión de Jesús Pardo
Carta de amor
No es fácil expresar lo que has cambiado.
si ahora estoy viva entonces muerta he estado,
aunque, como una piedra, sin saberlo,
quieta en mi sitio, mi hábito siguiendo.
No me moviste un ápice, tampoco
me dejaste hacia el cielo alzar los ojos
en paz, sin esperanza, por supuesto,
de asir los astros o el azul con ellos.
No fue eso. Dormí: una serpiente
como una roca entre las rocas hiende
el intervalo del invierno blanco,
cual mis vecinos, nunca disfrutando
del millón de mejillas cinceladas
que a cada instante para fundir se alzan
las mías de basalto. Como ángeles
que lloran por la gente tonta hacen
lágrimas que se congelan. Los muertos
tenían yelmos helados. No les creo.
Me dormí como un dedo curvo yace.
Lo primero que vi fue puro aire
y gotas que se alzaban de un rocío
límpidas como espíritus. y miro
densas y mudas piedras en tomo a mí,
sin comprender. Reluzco y me deshojo
como mica que a sí misma se escancie,
igual que un líquido entre patas de ave,
entre tallos de planta. Mas no pienses
que me engañaste, eras transparente.
Árbol y piedra nítidos, sin sombras.
Mi dedo, cual cristal de luz sonora.
Yo florecía como rama en marzo:
una pierna y un brazo y otro brazo.
De piedra a nube iba yo ascendiendo.
A una especie de dios ya me asemejo,
hiende el aire la veste de mi alma
cual pura hoja de hielo. Es una dádiva.
De «Cruzando el océano» 1971. Versión de Jesús Pardo
Espejo
Soy de plata y exacto. Sin prejuicios.
Y cuanto veo trago sin tardanza
tal y como es, intacto de amor u odio.
No soy cruel, solamente veraz:
ojo cuadrangular de un diosecillo.
En la pared opuesta paso el tiempo
meditando: rosa, moteada. Tanto ha que la miro
que es parte de mi corazón. Pero se mueve.
Rostros y oscuridad nos separan
sin cesar. Ahora soy un lago. Ciérnese
sobre mí una mujer, busca mi alcance.
Vuélvese a esos falaces, las luciérnagas
de la luna. Su espalda veo, fielmente
la reflejo. Ella me paga con lágrimas
y ademanes. Le importa. Ella va y viene.
Su rostro con la noche sustituye
las mañanas. Me ahogó niña y vieja
De «Cruzando el océano» 1971. Versión de Jesús Pardo
Soy Vertical
Mejor querría ser horizontal.
No soy un árbol con raíces hondas
en tierra, sorbiendo minerales y amor materno,
refloreciendo así de marzo en marzo,
reluciente, ni orgullo de parterre
blanco de admirativos gritos, muy repintado,
y a punto, ignaro, de perder sus pétalos.
Comparado conmigo es inmortal
el árbol, y las flores más audaces:
querría la edad del uno, la temeridad de las otras.
Esta noche, en luz infinitésima
de estrellas, árboles y flores
han esparcido su frescura aulente.
Yo entre ellos me paseo, no me ven, cuando duermo
a veces pienso que me les hermano
más que nunca: mi mente descaece.
Resulta más normal, echada. El cielo
y yo trabamos conversación abierta, así seré
más útil cuando por fin me una con la tierra.
Árbol y flor me tocarán, veránme.
De «Cruzando el océano» 1971. Versión de Jesús Pardo
Una vida
Tócala: no se encogerá como pupila
esta rareza oviforme, clara como una lágrima.
He aquí ayer, el año pasado: palmiforme lanza,
azucena, como flora distinta
de un tapiz en la quieta urdimbre vasta.
Toca este vaso con los dedos: sonará
como campana china al mínimo temblor del aire
aunque nadie lo note o se anime a contestar.
Los indígenas, como el corcho graves,
todos ocupadísimos para siempre jamás.
A sus pies las olas, en fila india,
no reventando nunca de irritación, se inclinan:
en el aire se atascan,
frenan, caracolean como caballos en plaza de armas.
Las nubes enarboladas y orondas, encima.
Como almohadones victorianos. Esta familia
de rostros habituales, a un coleccionista,
por auténtica, como porcelana buena, gustaría.
En otros lugares el paisaje es más franco.
Las luces mueren súbitas, cegadoramente.
Una mujer arrastra, circular, su sombra, de un calvo
platillo de hospital en torno, parece
la luna o una cuartilla de papel intacto.
Se diría que ha sufrido una particular guerra relámpago.
Vive silente.
Y sin vínculos, cual feto en frasco, la casa
anticuada, el mar, plano como una postal,
que una dimensión de más le impide penetrar.
Dolor y cólera neutralizadas,
ahora dejad la en paz.
El porvenir es una gaviota gris, charla
con voz felina de adioses, partida.
Edad y miedo, como enfermeras, la cuidan,
y un ahogado, quejándose del frío, se agazapa
saliendo a la orilla
De «Cruzando el océano» 1971. Versión de Jesús Pardo
Sylvia y su marido Ted Hughes
Lady Lazarus
Lo logré otra vez,
me las arreglo —
una vez cada diez años.
Especie de fantasmal milagro, mi piel
brillante como una pantalla nazi,
mi diestro pie
es un pisapapel,
mi rostro un fino lienzo
judío y sin rasgos.
Descascara la envoltura
oh, mi enemigo,
¿aterro acaso? —
¿La nariz, las cuencas vacías, los dientes?
el apestoso aliento
se desvanecerá en un día.
Pronto, muy pronto, la carne
que la tumba devoró
se sentirá bien en mí
Y yo una mujer que sonríe.
Tengo sólo treinta años.
Y como gato he de morir nueve veces.
Esta es la Número Tres.
Qué desperdicio
eso de aniquilarse cada década.
Qué millón de filamentos.
La multitud mascando maní se agolpa
para verlos.
Cómo me desenvuelven la mano, el pie —
el gran desnudamiento.
Damas y caballeros.
Estas son mis manos
mis rodillas.
Soy tal vez huesos y pellejo.
Sin embargo, soy la misma, idéntica mujer.
La primera vez que sucedió tenía diez.
Fue un accidente.
La segunda vez pretendí
superarme y no regresar jamás.
Oscilé callada.
Como una concha marina.
Tenían que llamar y llamar
recoger mis gusanos como perlas pegajosas/
Morir
es un arte, como cualquier otra cosa.
Yo lo hago excepcionalmente bien.
Lo hago para sentirme hasta las heces.
Lo ejecuto para sentirlo real.
Podemos decir que poseo el don.
Es bastante fácil hacerlo en una celda.
Muy fácil hacerlo y no perder las formas.
Es el mismo
Retorno teatral a pleno día
al mismo lugar, mismo rostro, grito brutal
y divertido:
“Milagro!”
que me liquida.
Luego una carga a fondo
para ojear mis cicatrices, y otra
para escucharme el corazón –
de verdad sigue latiendo.
Y hay otra y otra arremetida grande
por una palabra, por tocar
o por un poquito de sangre
o por unos cabellos o por mi ropa.
Bien, bien, está bien Herr Doktor.
Bien. Herr Enemigo.
Yo soy vuestra obra maestra,
su pieza de valor,
la bebé de oro puro
que se disuelve con un chillido.
Me doy vuelta y ardo.
No creas que no valoro tu gran cuidado.
Ceniza, ceniza —
ustedes atizan, remueven.
Carne, hueso, nada queda
Una barra de jabón,
una alianza de bodas.
Un empaste de oro.
Herr Dios, Herr Lucifer
Cuidado.
Cuidado.
Desde las cenizas me levanto
con mi cabello rojo
y devoro hombres como el aire.
Silvia con su hija Frieda y su hijo Nicholas
Tulipanes
Los tulipanes son demasiado susceptibles, y aquí estamos en invierno.
Mira qué blanco está todo, qué nevado, qué apacible.
Estoy aprendiendo a estar en paz, yaciendo sola, tranquila
como la luz sobre estas paredes blancas, esta cama, estas manos.
No soy nadie; no tengo nada que ver con ningún tipo de explosión.
He entregado mi nombre y mi ropa de diario a las enfermeras,
mi historia al anestesista, y mi cuerpo a los cirujanos.
Y aquí estoy, con la cabeza suspendida entre la almohada y el embozo,
como un ojo entre dos párpados blancos que no quieren cerrarse.
Estúpida pupila, siempre tiene que captarlo todo.
Las enfermeras pasan una y otra vez, sin molestar,
igual que pasan las gaviotas volando tierra adentro, con sus cofias blancas,
las manos ocupadas, la una idéntica a la otra,
por lo que resulta imposible decir cuántas hay.
Mi cuerpo es un guijarro para ellas, que lo cuidan como el agua
cuida los cantos sobre los que ha de fluir, puliéndolos suavemente.
Ellas me traen el sopor con sus brillantes agujas, me traen el sueño.
Ahora que me he perdido a mí misma, estoy harta de equipajes:
Mi neceser de charol, como un pastillero negro;
Mi marido y mi hija sonriéndome desde la foto de familia.
Sus sonrisas se aferran a mi piel como pequeños anzuelos sonrientes.
He dejado fluir las cosas, yo, carguero de treinta años,
obstinadamente amarrada a mi nombre y mi dirección.
Aquí me han restregado bien, hasta dejarme limpia de asociaciones afectivas.
Asustada y desnuda en la camilla de plástico verde, almohadillada,
veía cómo mi juego de té, mis aparadores, mis libros
se hundían hasta perderse de vista, mientras el agua me iba llegando al cuello.
Ahora soy una monja, nunca he sido tan pura.
No quería flores, tan sólo yacer
con las palmas de las manos vueltas hacia arriba, completamente vacía.
Ah, y no sabes hasta qué punto resulta liberador:
Sientes una paz tan grande que te aturde, y sin exigir nada
a cambio, salvo una etiqueta con tu nombre, unas cuantas naderías.
Eso es lo que consiguen los muertos, al final; me los imagino
cerrando su boca sobre ella, como si fuera una hostia consagrada.
Los tulipanes, para empezar, son demasiado rojos, me lastiman.
Incluso a través del papel de regalo podía oírlos respirar
ligeramente, a través de sus pañales blancos, como un bebé malísimo.
Su rojo intenso le habla a mi herida, se corresponde con ella.
Son de lo más sutiles: parecen flotar, aunque a mí su peso me hunde,
perturbándome con sus súbitas lenguas y su color,
una docena de rojas plomadas alrededor de mi cuello.
Nadie me observaba antes, ahora me siento observada.
Los tulipanes se vuelven hacia mí y la ventana que tengo detrás,
en la que la luz, una vez al día, lentamente se va abriendo y cerrando;
y hasta yo me veo a mí misma plana, ridícula, una sombra de papel recortado
entre el ojo del sol y los ojos de los tulipanes,
aunque ya no tengo cara, pues quise borrarme del todo.
Los vividos tulipanes devoran mi oxígeno.
Antes de su llegada, el aire era bastante calmo,
iba y venía, bocanada a bocanada, sin la menor agitación.
Pero luego los tulipanes lo saturaron de su estruendo,
y ahora el aire se traba y se arremolina alrededor de ellos,
igual que lo hace un río alrededor de una máquina hundida, rojo óxido.
Los tulipanes captan toda mi atención, que antes se regocijaba
jugando y descansando, sin obligarse a nada.
También las paredes parecen avivarse. Habría que encerrar
a los tulipanes tras unos barrotes, como animales peligrosos;
ya están empezando a abrirse, como la boca de un gran felino africano.
Y lo mismo hace mi corazón: noto cómo abre y cierra,
de puro amor por mí, su cuenco de rojas floraciones.
El agua que bebo está caliente y salada, como el mar,
y proviene de un país lejano como la salud.
a otra
Llegas tarde, lamiéndote los labios.
¿Qué dejé intacto en el umbral:
blanca Niké,
aullando entre mis muros?
Sonrientemente, azul relámpago
aceptas, como escarpia, el gravamen de sus partes;
Favorecido de la Policía, lo confiesas todo.
Cabello lúcido, limpiabotas, plástico viejo,
¿tan intrigante es mi vida?
¿Por eso agrandas tus ojeras?
¿Es por eso por lo que se alejan l~ motas de aire?
No son motas de aire, sino corpúsculos.
Abre tu bolso. ¿Qué es ese hedor?
Es tu calceta, asiéndose
asiduamente a sí misma,
son tus dulces pegajosos.
Tengo tu cabeza contra mi pared.
Cordones umbilicales, azulrojizos, lácidos,
chillan desde mi vientre, cual flechas, y cabálgolas.
O luz lunar, o enferma,
los caballos robados, las fornicaciones
circulan útero marmóreo.
¿A dónde vas
sorbiendo aire como kilómetros?
Lloran oníricos adulterios
sulfúricos. Cristal frío, ¿cómo
te introduces entre yo misma
y yo misma? Araño como un gato.
La sangre que fluye es fruta mate:
un efecto, un cosmético.
Sonríes.
No, no es mortal.
De «Árboles de Invierno» 1971 Versión de Jesús Pardo
Temores
Esta pared blanca sobre la que el cielo hácese a sí mismo:
infinita, verdad, intocablemente intocable.
Los ángeles se bañan en ella, y las estrellas igualmente, en indiferencia también.
Mi medio son.
El sol se disuelve contra esa pared, desangrándose de sus luces.
Gris es la pared ahora, desgarrada y sangrienta.
¿C6mo salir de la mente?
Los pasos a mi zaga concéntranse en un pozo.
Este mundo carece de árboles y de pájaros,
solo hay agrura en él.
La pared roja no hace más que sobresaltarse:
un puño rojo se abre y se cierra,
dos papelosas bolsas grises:
he aquí mi materia, bueno: y terror también
a que llévenme entre cruces y una lluvia de lástimas.
Irreconocibles pájaros en una pared negra:
torciendo el cuello.
¡Esos sí que no hablan de inmortalidad!
Dos frías balas muertas se nos aproximan:
con mucha prisa vienen.
De «Árboles de Invierno» 1971 Versión de Jesús Pardo
Sylvia Plath (Boston, EE.UU., 27 de octubre de 1932 – Londres, 11 de febrero de 1963). Poeta, novelista y cuentista. Una de las voces más importantes de la poesía del siglo XX.
Era hija de los maestros de ascendencia alemana Otto Emil Plath, profesor universitario de alemán y biología en la Universidad de Boston y especializado en el mundo de las abejas, y Aurelia Schober, profesora de inglés y alemán.
Su padre falleció 1940, víctima de una diabetes que no fue detectada a tiempo, cuando ella era muy pequeña y su madre tuvo que tomar las riendas para sacar adelante a sus dos hijos. apoyada por los abuelos.
Plath era una estudiante brillante y llena de ansias de aprender que mostró gran talento a una edad temprana, al publicar su primer poema con 8 años.
En la adolescencia, Sylvia empezó a escribir un diario personal que mantuvo durante toda la vida. En su diario, comenzó a cuestionarse su rol como mujer en una sociedad que esperaba de ella que se convirtiera en una madre sumisa (como la suya), cosa que contrastaba con su intención de ser una feminista radical. “Mi gran tragedia es haber nacido mujer”, escribió.
Durante sus años antes de la universidad Plath comenzó a sufrir los síntomas de una depresión severa. En su diario, escribió: “Es como si mi vida estuviese mágicamente manejada por dos corrientes eléctricas: alegre, positiva y desesperantemente negativa; lo que esté corriendo en este momento domina mi vida, la inunda”. Tras recibir terapia contra la depresión, Plath realizó su primer intento de suicidio a finales de agosto 1953 ingiriendo una sobre dosis de las pastillas para dormir de su madre.
Cursó estudios en la Universidad de Smith y, con una beca Fulbright en la de Cambridge. En la Universidad de Cambridge, continuó escribiendo poesía y ocasionalmente publicaba su trabajo en el periódico universitario Varsity.
En Cambridge Sylvia conoció al poeta británico Ted Hughes el 25 de febrero de 1956. Se casaron el 16 de junio de 1956.
Plath y Hughes vivieron y trabajaron en Estados Unidos desde julio de 1957 hasta octubre de 1959, periodo durante el cual Plath daba clases en Smith College. Posteriormente se mudaron a Boston, donde Plath asistió a seminarios con Robert Lowell. Este curso tuvo una gran influencia en sus obras. También participaba en los seminarios Anne Sexton. Fue en este periodo cuando Plath y Hughes conocieron, por primera vez, a W. S. Merwin, quien admiraba su trabajo y llegó a ser un gran amigo. Al enterarse de que Plath estaba embarazada, volvieron al Reino Unido.
Vivió junto con Hughes en Londres durante un tiempo, y después se asentaron en North Tawton, un pequeño pueblo en Devon. Publicó su primera recopilación de poesía, El coloso (The Colossus), en Inglaterra en 1960. En 1960, Sylvia tuvo a su primera hija, Frieda. En febrero de 1961 sufrió un aborto. Algunos de sus poemas hacen referencia a este hecho. Plath realizó una dura terapia que le hizo revivir la conflictiva relación con su madre.
Un año más tarde, Sylvia recitó en la BBC su famoso poema Tres mujeres, en el que narra la maternidad a través de tres voces desde una perspectiva feminista y antibelicista. En este poema también habló del dolor causado por su aborto. A partir de su experiencia en la BBC, Sylvia empezó a concebir sus poemas para ser leídos en voz alta. Ese mismo año nació su segundo hijo, Nicholas. Los problemas de su matrimonio que venían arrastrando desde tiempo atrás se intensificaron yla pareja se separaró menos de dos años después del nacimiento de su hija mayor. Esta separación se debió sobre todo a la aventura amorosa que Hughes mantenía con la poeta Assia Wevill.
Retornó a Londres con sus hijos, Frieda y Nicholas, de dos años y 9 meses de edad respectivamente. Alquiló un piso donde había vivido W. B. Yeats; esto le encantaba a Plath y lo consideró un buen presagio cuando comenzaba el proceso de su separación.
El invierno de 1962/1963 fue muy duro. El 11 de febrero de 1963, enferma y con poco dinero, Plath se suicidó metiendo la cabeza en el horno de gas. Está enterrada en el cementerio de Heptonstall, West Yorkshire.
Tras fallecer su todavía esposa, Ted Hughes adquirió los derechos de explotación de la obra de Plath y se convirtió en el editor de su legado literario.
Sylvia Plath a pesar de haber publicado relatos y poemas en diversas revistas, publicó tan sólo dos libros en vida: un libro de poesía, «El Coloso y otros poemas«, en 1960, y una novela, «La campana de cristal» publicada en 1963, un poco antes de su fallecimiento. Según cuenta su biógrafo Paul Alexander, La Campana de Cristal se inspiró en una novela que dejó una profunda huella en Sylvia : El Guardián entre el centeno de J.D.Salinger; novela que cayó en sus manos en el verano de 1951.
Póstumamente se publicó «Ariel» en 1966, ‘Cruzando el Agua’ (1971) y ‘Árboles invernales’ (1972). En 1977 se publicó una colección de cuentos, fragmentos de sus diarios y ensayos titulada ‘La caja De los deseos’ (1977).
Muy conocidas son las ediciones de sus diarios personales, en las que Plath relató con maestría todo cuanto fue parte de su vida.
En el año 1982 se le otorgó el Premio Pulitzer, a título póstumo, por su obra poética recogida en ‘Poemas completos’ y un año después aparecieron sus ‘Diarios’ (1983). También ha sido publicado un libro de relatos titulado ‘Johnny Panic y la biblia de sueños’.
Sylvia Plath también realizaba bocetos y dibujos, apuntes en tinta o carboncillo. Los inéditos, conservados hasta su muerte en 1998 por Hughes, fueron sacados a la luz por sus herederos en 2011 y reunidos después en el libro Dibujos.
Enlaces de interés :
https://www.elmundo.es/comunidad-valenciana/2014/10/14/543cf87de2704efd368b4577.html
https://poetryalquimia.org/2020/11/30/silvia-plath-visual/
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