Poemas de Conde De Lautréamont

Poèsies

El genio garantiza las facultades del corazón.
El hombre no es menos inmortal que el alma.
¡Los grandes pensamientos vienen de la razón!
La fraternidad no es un mito.
Los niños recién nacidos no conocen la vida, ni siquiera la grandeza.
En la desgracia, aumentan los amigos.
Tú, que entras a este lugar, abandona toda desesperación.
Bondad, tu nombre es hombre.
Aquí es donde permanece la sabiduría de las naciones.
Cada vez que leí a Shakespeare me pareció que se trituraba el cerebro de un jaguar.
Voy a escribir mis pensamientos en orden, por medio de un designio sin confusiones. Si son justos, el primero será consecuencia de los demás. Este es el orden verdadero: marca mi objeto por el trastorno caligráfico. Haría demasiado deshonor a mi sujeto si no lo tratara con debido orden. ¡Quiero demostrar que es capaz!
No acepto el mal. El hombre es perfecto. El alma no desciende. El progreso existe. El bien es irreductible. Los anticristos, los ángeles, los castigos eternos y las religiones son producto de la duda.
Dante, Milton, que describieron hipotéticamente los páramos infernales, demostraron que eran hienas de primera clase. La prueba es excelente. El resultado es malo. Nadie compra sus obras.

(Fragmento de Poèsies)

Les Chants de Maldoror

(Fragmento del canto primero)

Viejo océano, oh gran célibe; cuando recorres la solemne soledad de tus reinos flemáticos, te enorgulleces con justicia de tu magnificencia natural y de la merecida alabanza que me apresuro a dedicarte. Voluptuosamente mecida por los tiernos efluvios de tu lentitud majestuosa —atributo, el más grandioso entre aquellos con que el soberano te ha favorecido—, tú haces rodar, en medio de un sombrío misterio, por toda tu superficie sublime, las olas incomparables, con el sentimiento sereno de tu eterno poder. Ellas desfilan paralelamente, separadas por cortos intervalos. Apenas una disminuye, otra que crece va a su encuentro, acompañada del rumor melancólico de la espuma que se deshace para advertimos que todo es sólo espuma. (Así los seres humanos, esas olas vivientes, perecen uno tras otro, de un modo monótono, sin producir siquiera un rumor espumoso.) El ave de paso reposa sobre ellas confiada, dejándose llevar por sus movimientos llenos de gracia arrogante, hasta que el armazón de sus alas haya recobrado el vigor normal para continuar su aérea peregrinación. Quisiera que la majestad humana fuera por lo menos la encarnación del reflejo de la tuya. Pido demasiado, y este deseo sincero te glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la reflexión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del ave, como la meditación del poeta. Eres más bello que la noche. Contéstame, océano: ¿quieres ser mi hermano? Muévete impetuosamente… más… todavía más, si aspiras a que te compare con la venganza de Dios; alarga tus garras lívidas fraguándote un camino en tu propio seno… está bien. Haz rodar tus olas espantosas, océano horrible que sólo yo comprendo, y ante el cual caigo prosternado. La majestad del hombre es prestada; no se me impone; tú, sí. Oh, cuando avanzas con la cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos como por un séquito, magnético y salvaje, haciendo rodar tus ondas unas sobre otras, con la conciencia de lo que eres, en tanto que lanzas desde las profundidades de tu pecho, como abrumado por un intenso remordimiento que no puedo descubrir, ese sordo bramido perpetuo que tanto atemoriza a los hombres, hasta cuando te contemplan trémulos desde la seguridad de la costa; entonces comprendo que no poseo el insigne derecho de proclamarme tu igual. Por eso, frente a tu superioridad, te entregaría todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor contenida en mis aspiraciones hacia lo bello) si no me recordaras dolorosamente a mis semejantes, que forman contigo el más irónico contraste, la antítesis más grotesca que jamás se haya visto en la creación: no puedo amarte, te aborrezco. ¿Por qué entonces vuelvo a ti, por milésima vez, hacia tus manos amigas que se disponen a acariciar mi frente ardorosa, cuya fiebre desaparece a tu contacto? No conozco tu destino secreto, todo lo que te concierne me interesa. Dime, entonces, si eres la morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo… dímelo, océano (solamente a mí para no entristecer a aquellos que hasta ahora sólo han conocido ilusiones), y si el soplo de Satán crea las tempestades que levantan tus aguas saladas hasta las nubes. Es preciso que me lo digas porque me alegraría saber que el infierno está tan cerca del hombre. Quiero que ésta sea la última estrofa de mi invocación. Por lo tanto, quiero saludarte una vez más y presentarte mi adiós. Viejo océano de ondas de cristal… abundantes lágrimas humedecen mis ojos, y me faltan fuerzas para proseguir, pues siento que ha llegado el momento de retornar con los hombres de aspecto brutal; pero… ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y cumplamos, con el sentimiento del deber, nuestro destino sobre esta tierra. ¡Te saludo, viejo océano!¡No brinques de esa manera! ¡Cállate… cállate… si alguien llegara a oírte! Te volveré a colocar entre los otros cabellos, pero espera primero a que el sol se oculte en el horizonte, a fin de que la noche encubra tus pasos… no te he olvidado, pero te hubieran visto salir, y yo me habría comprometido. ¡Oh, si supieras cómo he sufrido desde aquel momento! De regreso al cielo, mis arcángeles me rodearon con curiosidad; no quisieron preguntarme el motivo de mi ausencia. Ellos que no se habían atrevido nunca a levantar la vista hasta mí, echaban miradas atónitas a mi rostro abatido, esforzándose por descifrar el enigma, aunque no tuvieran idea de la profundidad de ese misterio, y se comunicaban muy quedamente la sospecha de algún cambio desacostumbrado en mí. Derramaban lágrimas en silencio; presentían vagamente que no era el mismo, que me había vuelto inferior a mi identidad. Hubiesen querido averiguar qué funesta resolución me había hecho franquear las fronteras del cielo, para bajar a la tierra y gozar voluptuosidades efímeras que ellos mismos desprecian profundamente. Notaron en mi frente una gota de esperma, una gota de sangre. ¡La primera había saltado desde los muslos de la cortesana, la segunda había saltado desde las venas del mártir! ¡Odiosos estigmas! ¡Rosetas inmutables! Mis arcángeles encontraron, prendida en las redes del espacio, los restos resplandecientes de mi túnica de ópalo, que flotaban sobre los pueblos pasmados. No la han podido reconstruir, y mi cuerpo continúa desnudo frente a la inocencia de ellos; castigo memorable de la virtud abandonada. Observa los surcos que se han trazado un lecho en mis mejillas descoloridas: corresponden a la gota de esperma y a la gota de sangre que corren lentamente a lo largo de mis secas arrugas. Llegadas al labio superior, logran mediante un inmenso esfuerzo, penetrar en el santuario de mi boca, atraídas como un imán por las fauces irresistibles. Me sofocan, esas dos gotas implacables. Yo me había creído hasta ahora el Todopoderoso, pero no, tengo que doblar el cuello ante el remordimiento que grita: ¡Eres sólo un miserable! ¡No brinques de esa manera! ¡Cállate… cállate… si alguien llegara a oírte! Te volveré a colocar entre los otros cabellos, pero espera primero a que el sol se oculte en el horizonte, a fin de que la noche encubra tus pasos… Vi a Satán, el gran enemigo, recomponer el desbarajuste óseo del esqueleto, por encima de su embotamiento de larva, y de pie, triunfante, sublime, arengar a sus tropas reagrupadas; y tal como me merezco, llegar a hacer befa de mí. Proclamó el asombro que le producía el que su orgulloso rival, al fin sorprendido en flagrante delito por el éxito de un espionaje incesante, hubiese podido rebajarse hasta llegar a besar, después de un largo viaje a través de los arrecifes del éter, el vestido de la corrupción humana, además de haber hecho morir entre sufrimientos a un miembro de la humanidad. Dijo que ese joven, triturado en el engranaje de mis refinados suplicios, probablemente hubiera llegado a ser una inteligencia genial de aquellas que consuelan a los hombres de esta tierra, gracias a sus admirables cantos de poesía y de aliento, de los golpes del infortunio. Dijo que las monjas del convento-lupanar no pueden recuperar el sueño; merodean por el patio, gesticulando como autómatas, pisotean los ranúnculos y las lilas, se han vuelto locas de indignación, pero no lo bastante como para no recordar el motivo que engendró esa enfermedad de sus cerebros… (Vedlas avanzar, envueltas en su blanco sudario; no hablan, están tomadas de la mano. Sus cabellos caen en desorden sobre sus hombros desnudos; llevan un ramillete de flores negras inclinado en el seno. Monjas, volved a vuestras criptas; la noche no se ha instalado por entero, es apenas el crepúsculo vespertino… ¡Oh cabello!, lo ves tú mismo: por todos lados me asalta el sentimiento desatado de mi depravación.) Dijo que el Creador que se vanagloria de ser la Providencia de todo lo que existe, se ha conducido con excesiva ligereza —para usar el término más leve— al ofrecer semejante espectáculo a los mundos siderales, y afirmó claramente su designio de ir a informar a los planetas orbiculares de qué modo mantengo, mediante mi ejemplo personal, la virtud y la bondad en la vastedad de mis reinos. Dijo que la gran estima que sentía por un enemigo tan noble, se había desvanecido de su espíritu, y que prefería llevar la mano al pecho de una muchacha, aunque fuera éste un acto de execrable maldad, antes que escupirme al rostro cubierto de tres capas de sangre y esperma mezclados, a fin de no manchar su babosa saliva. Dijo que se consideraba, con justo título, superior a mí, no por el vicio, sino por la virtud y el pudor; no por el crimen, sino por la justicia. Dijo que merecía ser condenado al suplicio a causa de mis innumerables faltas; que se me quemara a fuego lento en un brasero encendido, para arrojarme luego al mar, siempre que el mar se dignara recibirme. Que, puesto que me vanagloriaba de ser justo, yo que lo había condenado a las penas eternas por una insignificante rebelión sin consecuencias graves, debía dictar severa justicia contra mí mismo, y juzgar imparcialmente mi conciencia cargada de iniquidades… ¡No brinques de esa manera! ¡Cállate… cállate… si alguien llegara a oírte! Te volveré a colocar entre los otros cabellos, pero espera primero a que el sol se oculte en el horizonte a fin de que la noche encubra tus pasos.” Hizo una pausa y aunque no lo viese, comprendí por ese lapso forzoso de silencio, que una oleada de emoción levantó su pecho tal como un giratorio ciclón levanta una familia de ballenas. ¡Pecho divino que un día manchó el amargo contacto de las mamas de una mujer impúdica! ¡Alma regia, entregada en un momento de extravío al cangrejo de la corrupción, al pulpo de la debilidad de carácter, al tiburón de la abyección personal, a la boa de la amoralidad, y al caracol monstruoso de la imbecilidad! El cabello y su amo se abrazaron estrechamente como dos amigos que se vuelven a encontrar después de larga ausencia. El Creador prosiguió tal como un acusado que compareciese ante su propio tribunal.

Les Chants de Maldoror

Canto Segundo (fragmento)

¿ADÓNDE ha ido ese primer canto de Maldoror desde que su boca, llena de hojas de belladona, lo dejó escapar a través de los reinos de la cólera, en un momento de reflexión? Dónde ha ido ese canto… No sé sabe con precisión. Ni los árboles ni los vientos lo conservaron. Y la moral, que pasaba por ese sitio, sin presagiar que tenía en esas páginas incandescentes un enérgico defensor, lo vio dirigirse con paso firme y recto hacia los rincones oscuros y las fibras secretas de las conciencias. Por. lo menos, la ciencia da por sabido que desde ese tiempo el hombre de figura de sapo no se reconoce a sí mismo, y cae con frecuencia en accesos de furor que le hacen parecerse a una bestia de los bosques. No es culpa suya. En todos los tiempos él creyó, con los párpados plegados bajo las resedas de la modestia, que no estaba compuesto más que de bien y una mínima cantidad de mal. De pronto, yo le hice saber, descubriendo a pleno día su corazón y sus tramas, que, por el contrario, sólo estaba compuesto de una mínima cantidad de bien, que los legisladores tratan a toda costa de no dejar evaporar. A mí, que no le he enseñado nada nuevo, me gustaría que no sintiera una vergüenza eterna a causa de mis amargas verdades; pero la realización de este deseo no estaría conforme con las leyes de la naturaleza. En efecto, arranco la máscara de su rostro traidor y lleno de fango, y hago caer, una a una, como bolas de marfil sobre una fuente de plata, las mentiras sublimes con las cuales se engaña a sí mismo: es, por tanto, comprensible que no ordene a la calma imponer las manos sobre su rostro, incluso cuando la razón dispersa las tinieblas del orgullo. Por eso el héroe que pongo en escena ha atraído sobre si un odio irreconciliable, atacando a la humanidad, que se creía invulnerable, por la brecha de absurdas tiradas filantrópicas, que están amontonadas, como granos de arena, en sus libros, cuyo ridículo lado cómico, aunque aburrido, algunas veces estoy a punto de apreciar, cuando la razón me abandona. El lo había previsto. No basta con esculpir la estatua de la bondad sobre el frontis de los pergaminos que contiene las bibliotecas. ¡Oh ser humano, hete ahí, ahora, desnudo como un gusano, en presencia de mi espada de diamante! Abandona tu método, no es tiempo ya de hacerse el orgulloso: hacia ti dirijo mi plegaria, en actitud de prosternación. Hay alguien que observa los menores movimientos de tu vida culpable; estás envuelto en las redes sutiles de su perspicacia encarnizada. No te fíes de él cuando se vuelva de espalda, pues te mira; no te fíes de él cuando cierre los ojos, pues te sigue mirando. Es difícil suponer que, en cuanto a astucia y perversidad, tu terrible resolución pueda superar al hijo de mi imaginación. Sus menores golpes aciertan. Con algunas precauciones, es posible hacerle saber al que cree ignorarlo, que los lobos y los bandidos no se devoran entre sí: acaso no sea su costumbre. Por consiguiente, entrega sin temor a sus manos el cuidado de tu existencia: él la conducirá de la manera que sabe. No creas en la intención que hace relucir al sol, de corregirte, pues le interesas muy poco, por no decir nada; aunque aún no he aproximado a la verdad total la benevolente medida de mi verificación. Pero a él le gusta hacerte daño, por la legítima persuasión de que te volverás tan malo como él, y así cuando llegue la hora le acompañarás hasta la honda gruta del infierno. Su lugar está marcado desde hace mucho tiempo en un paraje donde se distingue una horca de hierro, de la cual están suspendidas unas cadenas y unas argollas. Cuando el destino lo conduzca allá, el fúnebre embudo jamás habrá saboreado una presa más sabrosa, ni él contemplado una mansión más conveniente. Me parece que hablo de una manera intencionadamente paternal, y que la humanidad no tiene derecho a quejarse.

He tomado la pluma que va a construir el segundo canto… instrumento arrancado a las alas de algún pigargo rojo. Pero… ¿qué tienen mis dedos? Las articulaciones permanecen quietas desde el momento en que comienzo mi trabajo. Sin embargo, tengo necesidad de escribir… ¡Es imposible! Bien, repito que tengo necesidad de escribir mi pensamiento: tengo derecho, como cualquier otro, a someterme a esa ley natural… Pero no, no, ¡la pluma permanece inerte!… Mirad, a través de los campos como brilla el relámpago a lo lejos. La tormenta recorre el espacio. Llueve… Sigue lloviendo… ¡Cómo llueve!… El rayo estalla… se abata sobre mi ventana entreabierta y me derriba al suelo de un golpe en la frente. ¡Pobre muchacho! ¡Tu rostro estaba ya demasiado maquillado por las precoces arrugas y por la deformación de nacimiento, para necesitar además esa larga cicatriz sulfurosa! (Acabo de suponer que la herida está curada, cosa que no sucederá tan pronto). ¿Por qué esta tormenta y por qué la parálisis de mis dedos? ¿Es una advertencia de las alturas para impedirme que escriba y para que considere mejor a lo que me expongo, al destilar la baba de mi boca cuadrada? Pero esta tormenta no me ha causado temor. ¡Qué me importa a mí una legión de tormentas! Esos agentes de la policía celeste cumplen con celo su penoso deber, si he de juzgar brevemente por mi frente herida. No tengo que agradecer al Todopoderoso su notable destreza; envió el rayo con objeto de cortar mi rostro en dos, precisamente a partir de la frente, sitio en donde la herida ha sido más peligrosa: ¡que otro le felicite! Pero las tormentas atacan siempre a alguien más fuerte que ellas. Así, pues, horrible Eterno con faz de víbora, no contento con haber colocado mi alma entre las fronteras de la locura y los pensamientos furiosos que matan de un modo lento, ¿era preciso que creyéras además conveniente para tu majestad, después de un maduro examen, hacer brotar de mi frente una copa de sangre?… Pero, en fin, ¿quién te dice nada? Sabes que no te amo, y que, por el contrario, te odio: ¿por qué insistes? ¿Cuándo dejará tu conducta de adoptar las apariencias más extravagantes? Háblame con franqueza, como a un amigo: ¿no dudas acaso de que en tu odiosa persecución muestras un apresuramiento ingenuo cuyo ridículo más completo no se atrevería a hacer resaltar ninguno de tus serafines? ¿Qué clase de cólera te posee? Has de saber que si me dejas vivir lejos de tus persecuciones, tendrás mi reconocimiento… Vamos, Sultán, líbrame con tu lengua de esta sangre que mancha el pavimento. El vendaje está terminado: mi frente restañada ha sido lavada con agua y sal y he cruzado las vendas a través de mi rostro. El resultado no es excesivo: cuatro camisas y dos pañuelos llenos de sangre. No se creería, a primera vista, que Maldoror contuviera tanta sangre en sus arterias, pues en su rostro sólo relucen los resplandores de un cadáver. Pero, en fin, ese es el asunto. Tal vez se trate de casi toda la sangre que pudo contener su cuerpo, y es probable que no le quede ya nada. Basta, basta, perro ávido, deja el pavimento como está, tienes el vientre lleno. No es preciso que continúes bebiendo, pues no tardarías en vomitar. Estás convenientemente repleto, vete a dormir a la perrera, hazte cuenta que nadas en la felicidad, pues no tendrás que pensar en el hambre durante tres inmensos días, gracias a los glóbulos que has hecho descender por tu gaznante, con una satisfacción solemnemente visible. Tú, Lemán, coge una escoba, yo también quisiera coger otra, pero no tengo fuerzas. ¿Es verdad que comprendes que no tengo fuerzas? Vuelve tus lágrimas a su funda; si no, creeré que no tienes el coraje de contemplar con sangre fría la gran cicatriz, consecuencia de un suplicio ya perdido para mí en la noche de los tiempos. Irás a la fuente a buscar dos cubos de agua. Una vez lavado el pavimento, pondrás esa ropa interior en la habitación próxima. Si la lavandera viene esta noche, como debe hacer, se la entregarás; Pero como ha llovido mucho desde hace una hora, y sigue lloviendo, no creo que salga de su casa; Entonces vendrá mañana por la mañana. Si te pregunta de donde procede toda esa sangre, no estás obligado a responderlé. ¡Oh qué débil estoy! No importa; tendré no obstante la fuerza de levantar la pluma y el co- raje para profundizar en mi pensamiento. ¿Qué le ha reportado al Creador atormentarme, como si yo fuera un niño, con una tormenta que lanza rayos? No persisto menos por ello en mi resolución de escribir. Estas vendas me atontan, y la atmósfera de mi habitación respira sangre…

¡Qué no llegue el día en qué Lohengrin y yo pasemos por la calle uno al lado del otro sin mirarnos, rozándonos los codos como dos transeúntes que tienen prisa! ¡Oh, que me dejen huir para siempre lejos de esta suposición! El Eterno ha creado el mundo tal como es: demostrará mucha sabiduría si durante el tiempo estrictamente necesario para romper de un martillazo la cabeza de una mujer, olvida su majestad sideral, a fin de revelarnos los misterios en medio de los cuales nuestra existencia se asfixia, lo mismo que un pez en el fondo de una barca. Pero él es grande y noble; nos supera por la fuerza de sus concepciones; si parlamentara con los hombres, todas las vergüenzas le salpicarían hasta el rostro. Pero… ¡qué miserable eres! ¿Por qué no enrojeces? No basta con que el ejército de dolores físicos y morales que nos rodea haya sido engendrado: el secreto de nuestro destino de andrajos no se nos ha señalado. Conozco al Todopoderoso… y él también debe conocerme a mí. Si, por azar, caminamos por el mismo sendero, su vista penetrante me ve llegar desde lejos: entonces toma por un camino transversal a fin de evitar el triple dardo de platino con que la naturaleza me ha dotado a modo de lengua. Tú me concederás el placer, oh Creador, de dejar que difunda mis sentimientos. Manejando la terrible ironía con mano fría y firme, te advierto que mi corazón la contendrá en cantidad suficiente como para atacarte hasta el fin de mi existencia. Golpearé tu hueco armazón, con tal fuerza que me propongo hacer salir de él las restantes parcelas de inteligencia que no quisiste dar al hombre -porque habrías estado celoso al hacerlo igual a ti-, y que habías escondido desvergonzadamente en tus tripas, astuto bandido, como si no supieras que un día u otro las habría descubierto yo con mi ojo siempre avizor y te las habría arrebatado para compartirlas con mis semejantes. Lo he hecho como te digo, y ahora ya no te temen, tratan contigo de poder a poder. Dame la muerte para que me arrepienta de mi audacia: descubro mi pecho y espero con humildad. ¡Apareced, irrisorias envergaduras de los castigos eter- nos!… ¡ despliegues enfáticos de atributos demasiado envanecidos! Ha manifestado su incapacidad para detener la circulación de mi sangre que lo provoca. Sin embargo, tengo pruebas de que no vacila en hacer extinguir, en la flor de la edad, el hálito de otros seres humanos, cuando apenas si han saboreado los goces de la vida. Lo que es sencillamente atroz, aunque solamente desde el punto de vista de la debilidad de mi opinión. He visto al Creador, estimulando su crueldad inútil, provocar incendios en los que perecían ancianos y niños. No soy el que comienza el ataque; es él quien me obliga a hacerle girar como un trompo con el látigo de cuerdas de acero. ¿No es él quien me sumínistra las acusaciones contra él mismo? ¡No agotará mi verbo temible! Mi verbo se nutre de las insensatas pesadillas que atormentan mis insomnios. 

Les Chants de Maldoror

Canto Tercero (fragmento)

RECORDEMOS los nombres de esos seres imaginarios, de naturaleza angelical, que mi pluma, durante el segundo canto, ha extraído de un cerebro que brilla con un fulgor emanado de ellos mismos. Mueren, desde su nacimiento, como esas chispas que, por su rápida desaparición, el ojo apenas puede seguir sobre el papel ardiendo. ¡ Leman!… ¡ Lohengrin!… ¡ Lombano!

¡Holzer!… Aparecisteis un momento, recubiertos por las insignias de la juventud, en mi horizonte encantado, pero os dejé caer en el caos, como campanas de buzo. No saldréis más. Me basta con haber conservado vuestro recuerdo, pero tenéis que dejar el sitio a otras sustancias, acaso menos bellas, que dará a luz el desbordamiento tormentoso de un amor que ha resuelto no calmar su sed junto a la raza humana. Amor ávido que se devoraría a sí mismo si no buscara su alimento en las ficciones celestiales: creando, a la larga, una pirámide de serafines, más numerosos que los gérmenes que hormiguean en una gota de agua, para entrelazarlos en una elipse que hará arremolinar a su al-rededor. Durante ese tiempo, el viajero, detenido frente al espectáculo de una catarata, si alza el rostro, verá, en la lejanía, a un ser humano arrastrado hacia la caverna del infierno por una guirnalda de camelias vivas. Pero… ¡silencio!,la imagen flotante del quinto ideal, sc dibuja lentamente, como los indecisos repliegues de una aurora boreal, sobre el plano vaporoso de mi in- teligencia y toma una consistencia cada vez más determinada… Mario y yo íbamos por la orilla de la costa.

Nuestros caballos, con los cuellos estirados, hendían las membranas del espacio y arrancaban chispas a los guijarros de la playa. El cierzo, que nos golpeaba en pleno rostro, se metía en nuestros mantos y hacía voltear hacia atrás los cabellos de nuestras cabezas gemelas. La gaviota, con sus gritos y sus aletazos, se esforzaba en vano por advertirnos de la posible proximidad de la tempestad, y exclamaba: «¿Adónde van con ese galope insensato?» No decíamos nada; sumergidos en el sueño, nos dejábamos llevar en alas de esa carrera furiosa; el pescador, al vernos pasar, veloces como el albatros, y creyendo percibir, huyendo ante él, a los dos hermanos misteriosos, como se les llamaba porque estaban siempre juntos, se apresuraba a persignarse, y se escondía, con su perro paralítico, bajo alguna roca profunda. Los habitantes de la costa habían oído contar cosas extrañas de estos dos personajes, que aparecían sobre la tierra, en medio de las grandes nubes, en las épocas de grandes calamidades, cuando una guerra horrorosa amenazaba plantar su arpón en el pecho de dos países enemigos, o cuando el cólera se disponía a lanzar con su honda la podredumbre y la muerte sobre ciudades enteras. Los más viejos saqueadores de restos de naufragios fruncían el ceño con aire grave, afirmando que los dos fantasmas, de quienes habían observado la vasta envergadura de sus alas negras, durante los huracanes, por encima de los bancos de arena y de los escollos, eran el genio de la tierra y el genio del mar que paseaban su majestad en medio de los aires, durante las grandes revoluciones de la naturaleza, unidos por una amistad eterna cuya rareza y gloria ha engendrado el asombro de la cadena indefinida de las generaciones. Se decía que, volando uno al lado del otro como dos cóndores de los Andes, les gustaba planear, en circulos concéntricos, entre las capas de la atmósfera más próximas al sol, que se nutrían en esos parajes de las más puras esencias de la luz, y que sólo se decidían de mala gana a cambiar la inclinación de su vuelo vertical hacia la órbita aterrorizada en donde gira el globo humano en su delirio, habitado por espíritus crueles que se matan entre ellos en los campos donde ruge la batalla (cuando no se matan pérfidamente, en secreto, en el centro de las ciudades, con el puñal del odio y de la ambición), y que se alimentan de seres llenos de vida como ellos, colocados algunos grados más bajo en la escala de la existencia. O bien, cuando tomaban la firme resolución, a fin de animar a los hombres al arrepentimiento por las estrofas de sus profecías, de nadar, dirigiéndose a grandes brazadas hacia las regiones siderales en donde un planeta se desplazaba en medio de las espesas exhalaciones de avaricia, de orgullo, de imprecación y de burla que se desprendían como vapores pestilentes de su superficie horrible, y parecía pequeño como una bola, siendo casi invisible a causa de la distancia, no dejaban de encon- trar ocasiones en que se arrepentían amargamente de su benevolencia desconocida y menospreciada, e iban a ocultarse en el fondo de los volcanes para conversar con el fuego vivo que hierve en las cubas de los subterráneos centrales, o en el fondo del mar, para descansar agradablemente su vista desilusionadora sobre los monstruos más feroces del abismo, que les parecían modelos de dulzura, en comparación con los bastardos de la humanidad. Cuando llegaba la noche, con su propicia oscuridad, se lanzaban desde los cráteres con cresta de pórfido y desde las corrientes submarinas, dejando tras ellos, muy lejos, el orinal rocoso donde se menea el ano estreñido de las cacatúas humanas, hasta que no pudiesen distinguir ya la silueta suspendida del planeta inmundo. Entonces, apenados por su infructuosa tentativa, en medio de las estrellas que se compadecían de su dolor, y bajo la mirada de Dios, se abrazaban llorando el ángel de la tierra y el ángel del mar… Mario y el que galopaba a su lado no ignoraba los vagos y supersticiosos rumores que propagaban los pescadores de la costa, durante las veladas, cuchicheando en torno al hogar con las puertas y las ventanas cerradas, mientras el viento de la noche, que deseaba calentarse, hacia oír sus silbidos alrededor de la cabaña de paja, y conmovía, por su vigor, esas frágiles paredes rodeadas en su base por fragmentos de conchas transportados por las ondulaciones moribundas de las olas. No hablábamos. ¿Qué pueden decirse dos corazones que se aman? Nada. Pero nuestros ojos lo expresaban todo. Le advertí que se ciñera más el manto alrededor de sí, y él me hizo observar que mi caballo se separaba demasiado del suyo: cada uno toma tanto interés por la vida del otro como por la propia vida; no nos reíamos. Se esfuerza por sonreirme, pero percibo que su rostro lleva el peso de las terribles impresiones que en él grabó la reflexión, constantemente pendiente de las esfinges que desconciertan con su mirada obiicua las grandes angustias de la inteligencia de los mortales. Viendo inútiles sus maniobras, desvía los ojos, muerde su freno terrestre babeando de rabia, y mira el horizonte que huye al aproximarnos. A mi vez, me esfuerzo en recordarle su dorada juventud, que sólo pide entrar en los palacios de los placeres como una reina, pero él nota que mis palabras salen con dificultad de mi boca demacrada, y que los años de mi propia primavera han pasado, tristes y glaciales, como un sueño implacable que pasea, sobre las mesas de los banquetes y sobre los lechos de satén, donde dormita la pálida sacerdotisa del amor, pagada con los reflejos del oro, las voluptuosidades amargas del desencanto, las arrugas pestilentes de la vejez, las turbaciones de la soledad y las llamaradas del dolor. Viendo inútiles mis maniobras, no me extraño de no poder hacerle feliz; el Todopoderoso se me aparece revestido de sus instrumentos de tortura, con toda la aureola resplandeciente de su horror; desvío los ojos, y miro el horizonte que huye al aproximarnos… Nuestros caballos galopaban a lo largo de la costa, como si huyeran de la mirada humana… Mario es más joven que yo; la humedad del tiempo y la espuma salada que nos salpica, llevan el contacto del frío a sus labios. Le digo: «¡Ten cuidado!… ¡Ten cuidado!… Cierra tus labios, ¿no ves las garras afiladas de la grieta que surca tu piel de do- lorosas heridas?» Mira con fijeza mi frente y me replica con los movimientos de su lengua: «Sí, veo esas garras verdes, pero no descompondré la situación natural de mi boca para hacerlas huir. Mira si miento. Puesto que parece es voluntad de la Providencia, quiero someterme a ella. Su voluntad podría haber sido mejor». Y yo exclamé: «Admiro esa noble venganza». Quise arrancarme los cabellos, pero me lo prohibió con una mirada severa, y le obedecí con respeto. Se hacia tarde, y el águila regresaba a su nido, excavado en las anfractuosidades de la roca. Me dijo: «Voy a prestarte mi manto para preservarte del frío: yo no lo necesito». Le repliqué: «Desdichado de ti si haces lo que dices. No quiero que otro sufra por mí, y sobre todo tú». No me respondió porque yo tenía razón pero me puse a consolarle a causa del acento demasiado imperioso de mis palabras… Nuestros caballos galopaban a lo largo de la costa, como si huyeran de la mirada humana. Levanté la cabeza como la proa de un barco levantada por una ola enorme, y le dije: «¿Estás llorando? Te lo pregunto, rey de las nieves y de las nieblas. No veo lágrimas en tu rostro, bello como la flor del cactus, y tus párpados están secos como el lecho del torrente, pero distingo en el fondo de tus ojos una tina llena de sangre donde burbujea tu inocencia, mordida en el cue- llo por un escorpión gigante. Un fuerte viento se arroja sobre el fuego que calienta la caldera y esparce las llamas oscuras hasta el exterior de tu órbita sagrada. He aproximado mis cabellos a tu frente rosada y he sentido un olor a chamusquina, porque se me quema- ron. Cierra los ojos, pues de otro modo tu rostro, calcinado como la lava de un volcán, caerá hecho ceniza en el hueco de mis manos». Se volvió hacia mí, sin prestarle atención a las riendas que sostenía en su mano, y me contempló con tristeza, mientras lentamente abría y cerraba sus párpados de lirio, igual que el flujo y el reflujo del mar. Quiso responder a mi audaz pregunta, y he aquí como lo hizo: «No te preocupes por mi. Lo mismo que las brumas de los ríos escalan a lo largo de las laderas de la colina, y, una vez alcanzada la cima, se lanzan a la atmósfera en forma de nubes, lo mismo tus inquietudes sobre mí han crecido insensiblemente, sin motivo razonable, y forman por encima de tu imaginación el cuerpo engañoso de un desolado espejismo. Te aseguro que no hay fuego en mis ojos, aunque sienta la misma impresión que si mi cráneo estuviera metido dentro de un casco de carbón ardiendo. ¿Cómo quieres que las carnes de mi inocencia burbujeen en la tina si sólo oigo unos gritos muy débiles y confusos que para mí no son más que los gemidos del viento que pasa por encima de nuestras cabezas? Es imposible que un escorpión haya fijado su residencia y sus agudas pinzas en el fondo de mi órbita destroza- da; creo más bien que son vigorosas tenazas lo que pulverizan los nervios ópticos. Sin embargo, estoy de acuerdo contigo en que la sangre que colma la tina ha sido extraída de mis venas por un verdugo invisible, mientras dormía la última noche. Te he esperado mu- cho tiempo, hijo amado del océano, y mis brazos entumecidos han entablado un vano combate con Aquel que se había introducido en el vestíbulo de mi casa… Si siento que mi alma se halla asegurada con candado en el cerrojo de mi cuerpo, y no puede desprenderse para huir lejos de las costas que azota el mar humano y así dejar de ser testigo del espectáculo de la lívida jauría de las desgracias que persiguen sin tregua, a través de los barrancos y precipicios de la inmensa desolación, a las gamuzas humanas. Pero no me quejaré. He recibido la vida como una herida y he prohibido al suicidio que cure la cicatriz. Quiero que el Creador contemple, en cada hora de su eternidad, la grieta abierta. Es el castigo que le inflijo. Nuestros corceles disminuyen la velocidad de sus pies de bronce; sus cuerpos tiemblan como el cazador sorprendido por una manada de jabalíes. No es necesario que se pongan a escuchar lo que decimos. A fuerza de prestar atención su inteligencia se desarrollaría y podría tal vez comprendernos. ¡Desgraciados de ellos, pues sufrirían mucho más! Sólo tienes que pensar en los jabatos de la humanidad: el grado de inteligencia que les separa de los demás seres de la creación, ¿no parece que se les ha otorgado al precio irremediable de incalculables sufrimientos? Imita mi ejemplo, y que tu espuela de plata se hunda en los costados de tu corcel…» Nuestro caballos galopaban a lo largo de la costa, como si huyeran de la mirada humana.

Les Chants de Maldoror

Canto Cuarto (fragmento)

Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el cuarto canto. Cuando el pie resbala sobre una rana, se tiene una sensación de repugnancia, pero cuando se roza apenas el cuerpo humano con la mano, la piel de los dedos se agrieta, como las escamas de un bloque de mica que se rompe a martillazos; y lo mismo que el corazón de un tiburón que ha muerto hace una hora palpita todavía con tenaz vitalidad sobre el puente, lo mismo nuestras entrañas se agitan en su totalidad mucho tiempo después del contacto. ¡Tanto horror le inspira el hombre a sus propios semejantes! Puede ser que al decir esto me equivoque, pero puede ser también que diga la verdad. Conozco, concibo una enfermedad más terrible que los ojos hinchados por largas meditaciones sobre el extraño carácter del hombre, pero aunque la busco todavía… ¡no he podido encontrarla! No me creo menos inteligente que otros, y sin embargo, ¿quién se atrevería a afirmar que he acertado en mis investigaciones? ¡Qué mentira sal-dna de su boca! El antiguo templo de Denderah está situado a hora y media de la orilla izquierda del Nilo. Hoy innumerables talanges de avispas se han apropiado de las atarjeas y de las cornisas. Revolotean alrededor de las columnas como densas ondas de una negra cabellera. Unicos habitantes del frío pórtico, vigilan la entrada de los vestíbulos, tal un derecho hereditario. Comparo el bordoneo de sus alas metálicas con el choque incesante de los témpanos que se precipitan unos contra otros durante el deshielo de los mares polares.

Pero si considero la conducta de aquel a quien la providencia concedió el trono en esta tierra, ¡ las tres aletas de mi dolor hacen oír un murmullo más intenso! Cuando durante la noche un cometa aparece súbitamente en una región del cielo, después de ochenta años de ausencia, muestra a los habitantes terrestres y a los grillos su cola brillante y vaporosa. Sin duda no tiene conciencia de ese largo viaje; no sucede lo mismo conmigo: acodado en la cabecera de mi cama, mientras los dentículos de un horizonte árido y lúgubre se elevan con vigor sobre el fondo de mi alma, me abstraigo en sueños de compasión y me avergüenzo por el hombre. Partido en dos por el cierzo, el marinero, después de haber hecho su guardia nocturna, se apresura a regresar a su hamaca: ¿por qué no se me ha ofrecido a mí este consuelo? La idea de que he caído voluntariamente tan bajo como mis semejantes, y de que tengo menos derecho que cualquier otro a lamentarse sobre la suerte que nos mantiene encadenados a la corteza endurecida de un planeta, y sobre la esencia de nuestra alma perversa, me penetra como un clavo de herradura. Se ha visto que explosiones de grisú han aniquilado familias enteras, pero sólo conocieron una corta agonía, porque la muerte es casi súbita, en medio de los escombros y de los gases deletéreos: yo… ¡ existo siempre co- mo el basalto! Tanto al comienzo como a la mitad de la vida los ángeles se parecen a sí mismos; yo, en cambio, hace mucho tiempo que no me parezco! El hombre y yo, emparedados en los límites de nuestra inteligencia, como a menudo un lago en un cinturón de islas de coral, en lugar de unir nuestras fuerzas respectivas para defendernos del azar y del infortunio, nos separamos con el estremecimiento del odio, tomando dos caminos opuestos, como si nos hubiéramos recíprocamente herido con la punta de una daga. Se diría que uno comprende el desprecio que le inspira el otro; empujados por el móvil de una relativa dignidad, nos apresuramos a no inducir a error a nuestro adversario; cada uno permanece en su sitio y no ignora que la paz proclamada será imposible conservar. Bien, ¡sea!, que mi guerra contra el hombre se eternice, ya que cada uno reconoce en el otro su propia degradación… ya que los dos somos enemigos mortales. Y lo mismo si alcanzo una victoria desastrosa como si sucumbo, el combate será hermoso: yo solo contra la humanidad. No me serviré de armas construidas con madera o hierro; rechazaré con el pie las capas de minerales extraídas de la tierra: la sonoridad poderosa y seráfica del arpa se convertirá bajo mis dedos en un talismán terrible. En más de una emboscada, el hombre, ese mono sublime, ha atravesado ya mi pecho con su lanza de pórfido, pero un soldado no muestra sus heridas, por muy gloriosas que sean. Esta guerra terrible arrojará el dolor sobre las dos partes: dos amigos que intentan obstinadamente destruirse, ¡qué drama!

Dos pilares, que no era difícil y aún menos imposible tomar por baobabs, se distinguían en el valle, algo mayores que dos alfileres. En efecto, eran dos torres enormes. Y aunque dos baobabs, al primer golpe de vista, no se parecen a dos alfileres, ni incluso a dos torres, Sin embargo, empleando con habilidad los hilos de la prudencia, se puede afirmar, sin temor a equivocarse (pues si esta afirmación estuviera acompañada de una mínima parcela de temor, ya no sería una afirmación; aunque un mismo nombre exprese esos dos fenómenos del alma que presentan caracteres bastante nítidos para que se les pueda confundir ligeramente), que un baobab no difiere tanto de un pilar como para que la comparación sea inconcebible entre esas formas arquitecturales… o geométricas… o una y otra… o ni una ni otra… o más bien formas elevadas y masivas. Acabo de encontrar, no tengo la pretensión de decir lo contrario, los epítetos propios para los sustantivos pilar y baobab: entiéndase bien que es con una alegría mezclada de orgullo como hago la observación a aquellos que, después de haber abierto sus párpados, han tomado la muy loable resolución de recorrer estas páginas, mientras la vela arde, si es de noche, o mientras brilla el sol, si es de día. Y aún más, incluso cuando una potencia superior nos ordenara, en los términos más claramente precisos, arrojar a los abismos del caos, la juiciosa comparación que cada uno ciertamente ha podido saborear con impunidad, incluso entonces, y sobre todo entonces, no hay que perder de vista este axioma principal, los hábitos adquiridos por los años, los libros, el contacto con sus semejantes y el carácter inherente a cada uno que se desarrolla en una rápida florescencia, impondría al espíritu humano el irreparable estigma de la recidiva en el empleo criminal (criminal, colocándose momentáneamente y espontánea- mente en el punto de vista de la potencia superior) de una figura retórica que muchos desprecian pero que otros muchos alaban. Si el lector encuentra esta frase demasiado larga, que acepte mis excusas, pero que no espere bajezas por mi parte. Puedo confesar mis fal- tas, pero no las agravaré con mi cobardía. Mis razonamientos chocan a veces contra los cascabeles de la locura y la apariencia seria de lo que en resumen sólo es grotesco (aunque, según ciertos filósofos, sea muy difícil distinguir al bufón del melancólico, ya que la vida misma es un drama cómico o una comedia dramática); sin embargo, a todo el mundo le está permitido matar moscas, e incluso rinocerontes, a fin de descansar de vez en cuando de un trabajo demasiado escabroso. Para matar moscas, he aquí la manera más expeditiva, aunque no sea la mejor: se les aplasta entre los dos primeros dedos de la mano. La mayor parte de los escritores que han tratado este asunto a fondo, han calculado, con mucha verosimilitud, que es preferible, en muchos casos, cortarle la cabeza. Si alguien me reprocha el hablar de alfileres como de un asunto radicalmente frívolo, que observe, sin prejuicios, que los más grandes efectos han sido a menudo producidos por las causas más pequeñas. Y para no alejarme demasiado del marco de esta hoja de papel, ¿no se ve que el laborioso fragmento de literatura que estoy por componer, desde el comienzo de esta estrofa, sería acaso menos gustado si tomara su punto de apoyo en una cuestión espinosa de química o de patología interna? Por lo demás, todos los gustos están en la naturaleza, y, cuando al principio comparé los pilares a los alfileres con tanta precisión (la verdad, no creí que llegaría un día en que se me reprochara), me basé en las leyes de la óptica, las cuales establecen que mientras más alejado esté el rayo visual de un objeto, más diminuta es la imagen que se refleja en la retina.

De esta manera ocurre que la inclinación de nuestro espíritu a la farsa toma por una agudeza lo que no es la mayor parte de las veces, en el pensamiento del autor, más que una verdad importante proclamada majestuosamente. ¡Oh, ese filósofo insensato que estalla de risa al ver un asno comiéndose un higo! No invento nada: los libros antiguos han contado, con los más amplios detalles, ese voluntario y vergonzoso despojo de la nobleza humana. Yo no sé reír. Jamás he podido reír, aunque algunas veces he intentado hacerlo. Es muy difícil aprender a reír. O más bien, creo que un sentimiento de repugnancia a esa monstruosidad forma una marca esencial de mi carácter. Pues bien, he sido testigo de algo más fuerte: ¡he visto a un higo comerse a un asno! Y, sin embargo, no me he reído; francamente, ninguna parte de mi boca se ha movido. La necesidad de llorar se apoderó de mí con tanta fuerza que mis ojos dejaron caer una lágrima. «¡Naturaleza, naturaleza!», exclamaba yo sollozando, «¡el gavilán des-garra al gorrión, el higo se come al asno y la tenia devora al hombre!» Sin tomar la resolución de ir más lejos, me pregunto a mí mismo si he hablado ya de la manera de cómo se matan las moscas. Sí, ¿no es cierto? ¡ No es menos cierto que no he hablado de la destrucción de los rinocerontes! Si algunos amigos pretendiesen lo contrario, no les escucharía, y recordaría que la alabanza y la adulación son dos grandes obstáculos. Sin embargo, a fin de contentar en lo posible a mi conciencia, no puedo negarme a hacer notar que esta disertación sobre el rinoceronte me arrastraría fuera de las fronteras de la paciencia y de la sangre fría, y, por otro lado, desanimaría probablemente (tengamos incluso la audacia de decir ciertamente) a las generaciones presentes. ¡No haber hablado del rinoceronte después de la mosca! Por lo menos, como excusa mediana, debería haber mencionado rápidamente (¡y no lo he hecho!) esa omisión no premeditada que no asombrará a aquellos que han estudiado a fondo las contradicciones reales e inexplicables que habitan en los lóbulos del cerebro humano. Nada es indigno para una inteligencia grande y sencilla: el más mínimo fenómeno de la naturaleza, si en él hay misterio, se convertirá para el sabio en inagotable materia de reflexión. Si alguien ve a un asno comerse un higo o a un higo comerse a un asno (estas dos circunstancias no se presentan a menudo, a no ser en poesía), ¡estad seguros que después de haber reflexionado dos o tres minutos, para saber qué conducta adoptar, abandonará el sendero de la virtud y se pondrá a reír como un gallo! Además, no está completamente probado que los gallos abran expresamente el pico para imitar al hombre y hacer una mueca atormentada. ¡Llamo mueca en las aves a lo que lleva el mismo nombre que en los humanos! El gallo no escapa a su naturaleza, menos por incapacidad que por orgullo. Enseñadles a leer y se sublevarán. ¡No es un loro quien se extasiaría así ante su debilidad, ignorante o imperdonable! ¡ Oh execrable envilecimiento!, ¡cómo se asemeja uno a la cabra cuando ríe! La serenidad de la frente ha desaparecido para hacer espacio a dos enormes ojos de pez que (¿no es deplorable?)… que… que se ponen a brillar como faros. A menudo, cuando se me ocurre anunciar, con solemnidad, las proposiciones más bufonescas… no encuentro que eso se convierta en un motivo perentoriamente suficiente como para ensanchar la boca. No puedo contener la risa, me responderéis, y acepto esa explicación absurda, en tanto sea una risa melancólica. Reíd, pero llorad al mismo tiempo. Si no podéis llorar con los ojos, llorad con la boca. Y si es todavía imposible, orinad, pues he advertido que un líquido cualquiera es aquí necesario para atenuar la sequía que lleva en sus flancos la risa, de rasgos hendidos hacia atrás. En cuanto a mi, no me dejaré desconcertar por los ridículos cloqueos y los originales mugidos de quienes encuentran siempre algo que rechazar en un carácter que no se asemeja a ellos, porque es una de las innumerables modificaciones intelectuales que Dios, sin apartarse de un tipo primordial, creó para gobernar el armazón óseo. Hasta nuestros tiempos, la poesía hizo una falsa ruta; elevándose hasta el cielo o arrastrándose por la tierra, ha desconocido los principios de su existencia, y ha sido no sin razón, constantemente encanecida por la gente honesta. No ha sido humilde… ¡la más bella cua- lidad que debe existir en un ser imperfecto! ¡Yo quiero mostrar mis cualidades, pero no soy lo bastante hipócrita para ocultar mis vicios!

Les Chants de Maldoror

Canto Quinto (fragmento)

QUE el lector no se enfade conmigo si mi prosa no tiene la dicha de agradarle. Por lo menos mantienes que mis ideas son singulares. Lo que dices, hombre respetable, es la verdad, pero es una verdad parcial. Por otra parte, ¡qué fuente abundante de errores y de desprecios no es una verdad parcial! Las bandadas de estorninos tienen una manera de volar que es propia, y parece estar sometida a una táctica uniforme y regular, como sería la de una tropa disciplinada que obedece con precisión a la voz de un sólo jefe. Es la voz del instinto a quien obedecen los estorninos, y su instinto les lleva a aproximarse siempre al centro del pelotón, mientras que la rapidez de su vuelo les lleva sin cesar a alejarse de él, de manera que es multitud de pájaros, reunidos por una tendencia común hacia el mismo punto inmantado, al ir y venir de continuo, al circular y cruzarse y cruzarse en todos los sentidos, forma una especie de torbellino agitadísimo, cuya masa completa, sin seguir una dirección muy determinada parece tener un movimiento general de evolución sobre sí misma, resultante de los movimientos particulares de circulación propios de cada una de sus partes, y en el cual el centro, tendiendo perpetuamente a amplificarse, pero sin cesar presionado, empujado por el esfuerzo contrario de las líneas envolventes que pesan sobre él, se halla constantemente más apretado que ninguna de esas líneas, las cuales lo son más cuanto más próximas están del centro. A pesar de esa singular manera de formar remoli- nos, los estorninos no dejan por eso de hendir menos, con una velocidad rara, el aire ambiente, y de ganar sensiblemente, en cada segundo, un terreno preciso para el término de sus fatigas y el fin de su peregrinación. Tú, por lo mismo, no prestes atención a la manera extraña en que canto cada una de estas estrofas. Pero persuádete de que los acentos fundamentales de la poesía no por eso conservan menos su intrínseco derecho sobre mi inteligencia. No generalizemos hechos excepcionales, no pido nada mejor: sin embargo mi carácter se halla dentro del orden de las cosas posibles. Sin duda, entre los dos términos de tu literatura, tal como tú la entiendes, y de la mía, existe una infinidad de intermediarios y sería fácil multiplicar las divisiones; pero carecería de toda utilidad y existiría el peligro de conferir algo estrecho y falso a una concepción eminentemente filosófica, que deja de ser racional, desde el momento en que no es comprendida como ha sido imaginada, es decir, con amplitud. Sabes aliar el entusiasmo y la frialdad interior, observador de un humor concentrado; en fin, por mí, te encuentro perfecto… ¡ Y tú no quieres comprenderme! Si no tienes buena salud, sigue mi consejo (lo mejor que poseo, a tu disposición), y vete a dar un paseo por el campo. Triste compensación, ¿qué dices? Cuando hayas tomado el aire, ven de nuevo a buscarme: tus sentidos se habrán ya calmado. No llores más, no quería causarte pena. ¿No es verdad, amigo mio, que hasta cierto punto mis cantos han despertado tu simpatía? ¿Quién te impide entonces salvar los otros escalones? La frontera entre tu gusto y el mío es invisible, jamás podrás encontrarla: lo que prueba que esa frontera no existe. Reflexiona entonces (no hago más que rozar la cuestión) que no seria imposible que hubieras firmado un tratado de alianza con la obstinación, esa agradable hija del mulo, fuente tan rica de intolerancia. Si yo no supiera que no eres un necio, no te haría semejante reproche. No es útil para ti que te enquistes en el cartilaginoso caparazón de un axioma que crees inconmovible. Hay otros axiomas inconmovibles que caminan paralelamente al tuyo. Si tienes una inclinación marcada por los caramelos (admirable farsa de la naturaleza), nadie lo concebirá como un crimen, pero aquellos cuya inteligencia, más enérgica y más capaz de grandes cosas, prefiere la pimienta y el arsénico, tienen buenas razones para obrar de esa forma, sin tener la intención de imponer su pacífica dominación a los que tiemblan de miedo ante una musaraña o ante la expresión parlante de las caras de un cubo. Hablo por experiencia, y no vengo a representar aquí el papel de provocador. Pues así como los rotíferos y los tardígrados pueden ser calentados hasta una temperatura próxima a la ebullición, sin que pierdan necesariamente su vitalidad, así sucederá contigo, si sabes asimilar, con precaución, la áspera serosidad purulenta que se desprende lentamente de la irritación que causan mis interesantes lucubraciones. ¡Y qué! ¿No se ha conseguido injertar en el lomo de una rata viva la cola separada del cuerpo de otra rata? Prueba, pues, de forma parecida a transportar a tu imaginación las diversas modificaciones de mi razón cadavérica. Pero sé prudente. A la hora en que escribo, nuevos estremecimientos recorren la atmósfera intelectual: no se trata sino de tener el valor de mirarlos de frente. ¿Por qué haces esa mueca? E incluso la acompañas de un gesto que sólo podría imitar después de un largo aprendizaje. Persuádete de que el hábito es necesario en todo, y, puesto que la repulsión instintiva que se había declarado desde las primeras páginas, ha disminuido notablemente de profundidad, en razón inversa de la aplicación a la lectura, como un forúnculo que se saja, es preciso esperar, aunque tu cabeza se halle todavía enferma, que tú curación no tarde en entrar con seguridad en su último periodo. Para mí es indudable que ya bogas en plena convalecencia; sin embargo tu rostro ha quedado muy delgado, ¡ay! Pero… ¡ánimo!, hay en ti un espíritu poco común, te amo, y no desespero de tu completa liberación, con tal de que tomes algunas substancias medicamentosas que no harán más que apresurar la desaparición de los últimos síntomas del mal. Como alimento astringente y tónico, arrancarás primero los brazos a tu madre (si vive todavía), la despedazarás en pequeños trozos y te los comerás a continuación, en un sólo día, sin que ningún rasgo de tu cara traicione tu emoción. Si tu madre fuera demasiado vieja, elige Otro personaje quirúrgico más joven y más tierno, sobre el cual pueda obrar la legra, y cuyos huesos tarsianos, cuando camine, encuentren fácilmente un punto de apoyo para hacer de palanca: tu hermana, por ejemplo. No puedo dejar de compadecer su suerte, y no soy de aquellos en los cuales un entusiasmo muy frío no hace sino atacar a la bondad. Tú y yo vertiremos por ella, por esa virgen amada (aunque no tenga pruebas para establecer que sea virgen), dos lágrimas incoercibles, dos lágrimas de plomo. Eso será todo. La porción más lenitiva, que te aconsejo, es un bacin lleno de pus blenorrágico con nódulos, en el cual se haya pre- viamente disuelto un quiste piloso de ovario, un chancro folicular, un prepucio inflamado, reinvertido hacia atrás del glande por una parafimosis, y tres babosas rojas. Si sigues mis prescripciones, mi poesía te recibirá con los brazos abiertos, como un piojo reseco recibe con sus besos a la raíz de un cabello.

Veía delante de mí un objeto de pie sobre un Otero. No distinguía con claridad su cabeza, pero, pese a ello, adivinaba que no tenía una forma corriente, sin precisar desde luego la proporción exacta de sus contornos. No me atrevía a acercarme a esa columna inmóvil, y, aun cuando hubiera tenido a mi disposición las patas ambulatorias de más de tres mil cangrejos (no hablo siquiera de las que sirven para la aprehensión y para la masticación de los alimentos), hubiera permanecido en el mismo lugar, si un acontecimiento, muy nimio en sí, no hubiese inferido un pesado tributo a mi curiosidad, que hacía estallar sus diques. Un escarabajo, que hacía rodar por el suelo con sus mandíbulas y sus antenas una bola, cuyos principales elementos estaban compuestos por materias excrementicias, avanzaba con rápido paso hacia el Otero señalado, poniendo gran empeño en hacer evidente su voluntad de tomar aquella dirección. ¡El animal articulado no era mucho mayor que una vaca! Si alguien duda de lo que digo, que venga a mí, y haré que quede satisfecho el más incrédulo con la aseveración de buenos testigos. Lo seguí de lejos, ostensiblemente intrigado. ¿Qué quería hacer con aquella enorme bola negra? Oh lector, tú que te vanaglorias continuamente de tu perspicacia (y sin razón), ¿serías capaz de decírmelo? Pero no quiero someter a una ruda prueba tu conocida pasión por los enigmas. Bástete saber que el más suave castigo que puedo inflingirte es hacerte observar que ese misterio no te será revelado (te será revelado) sino más tarde, al final de tu vida, cuando entables discusiones filosóficas con la agonía al borde de tu cabecera… e incluso, tal vez, al final de esta estrofa. El escarabajo había llegado a la base del otero. Yo había adelantado mi paso a sus huellas y me hallaba todavía a una gran distancia del lugar de la escena, pues así como los estercorarios, aves inquietas como si estuvieran siempre hambrientas, lo pasan bien en los mares que bañan los dos polos, y no penetran sino accidentalmente en las zonas templadasasí yo tampoco estaba tranquilo y hacía avanzar mis piernas con mucha lentitud. Pero ¿hacia qué sustancia corporal avanzaba yo? Sabía que la familia de los pelícanos comprende cuatro géneros distintos: el pájaro bobo, el pelícano, el cormorán y la fragata. La forma grisácea que se hallaba ante mí no era un bobo. El bloque plástico que percibía no era una fragata. La carne cristalizada que observaba no era un cormorán. ¡Veía ahora al hombre con encéfalo desprovisto de protuberancia anular! Buscaba vagamente, entre los repliegues de mi memoria, en qué comarca tórrida o helada había visto ya ese pico larguísimo, ancho, convexo, abovedado, de arista marcada, unguiculado, abultado y muy ganchudo en su extremidad; esos bordes dentados, rectos; esa mandíbula inferior, de ramas separadas hasta cerca de la punta; ese intervalo relleno por una piel membranosa; esa ancha bolsa, amarilla y sacciforme, que ocupa toda la garganta y puede distenderse considerablemente; y esas narices tan estrechas, longitudinales, casi imperceptibles, abiertas en un surco basal ~ Si ese ser viviente, de respiración pulmonar simple, de cuerpo guarnecido de pelos, hubiera sido un pájaro completo hasta la planta de los pies, y no solamente hasta los hombros, no me hubiera sido tan difícil reconocerlo: cosa muy fácil de hacer, como vais a ver vosotros mismos. Sólo que esta vez me dispenso de ello, pues para la claridad de mi demostración necesitaría que uno de esos pájaros se hallara sobre mi mesa de trabajo, aunque fuera disecado. Pero no soy lo bastante rico como para procurár- melo. Siguiendo paso a paso una hipótesis anterior, habría citado en seguida su verdadera naturaleza, y luego encontrado un Sitio en los cuadros de la historia natural, a aquel cuya nobleza de aspecto enfermizo admiraba. ¡Con qué satisfacción, de no ser del todo ig- norante de los secretos de su doble organismo, y con qué avidez por saber aún más, lo contemplaba yo en su perdurable metamorfosis! ¡Aunque no poseía un rostro humano, me parecía bello como dos largos filamentos tentaculiformes de un insecto, o mejor, como una inhumación precipitada, o mejor todavía, como la ley de la reconstitución de los órganos mutilados, y, sobre todo, como un líquido eminentemente putrescible! Pero sin prestar ninguna atención a lo que sucedía a su alrededor, el extranjero miraba siempre ante sí, con su cabeza de pelicano. Otro día contaré el final de esta historia. Sin embargo, continuaré mi narración con triste apresuramiento, pues si por parte vuestra os impacientáis por saber adónde quiere ir mi imaginación (¡ruego al cielo que en efecto esto no sea más que imaginación!), por la mía he tomado la resolución de terminar de una vez (¡y no de dos!) lo que tenía que decir. No obstante nadie tiene derecho a acusarme de falta de valor. Porque cuando se halle en presencia de semejantes circunstancias, más de uno sentirá latir en la palma de la mano las pulsaciones de su corazón. Acaba de morir, casi desconocido, en un pequeño puerto de Bretaña, un patrón de cabotaje, viejo marino que fue héroe de una terrible historia. Por entonces era capitán de largas travesías y viajaba para un armador de Saint-Malo. Después de una ausencia de trece meses, regresó al hogar conyugal en el momento en que su mujer, todavía en cama, acababa de darle un heredero, al cual no se consideraba con ningún derecho a reconocer. El capitán no hizo el menor gesto de sorpresa ni de cólera; rogó friamente a su mujer que se vistiera y que le acompañara a dar un paseo por la murallas de la ciudad. Era el mes de enero. Las murallas de Saint-Malo son elevadas, y, cuando sopla el viento del norte, los más intrépidos retroceden. La desdichada obedeció, tranquila y resignada; al volver, deliraba. Expiró esa misma noche. No era más que una mujer. Mientras que yo, que soy un hombre, en presencia de un drama no menos grande, no sé si conservaré bastante dominio sobre mí mismo como para que los músculos de mi rostro permanezcan inmóviles. En cuanto al escarabajo llegó a la base del Otero, el hombre elevó sus brazos hacia el Oeste (precisamente en esa dirección un buitre de corderos y un buho de Virginia entablaban un combate en el aire), enjugó en su pico una larga lágrima que presentaba un sistema de coloración diamantino, y dijo al escarabajo: «¡Desgraciada bola!, ¿no la has hecho rodar bastante tiempo? Tu venganza no está aún saciada, y ya, esa mujer, a quien habías atado con collares de perlas las piernas y los brazos, de manera que formara un poliedro amorfo, a fin de arras-traía con tus patas a través de los valles y los caminos, sobre las zarzas y las piedras (¡déjame que me aproxime a ver si es todavía ella!), ha visto sus huesos llenar-se de heridas, sus miembros pulirse por la ley mecánica del frotamiento rotatorio, confundirse en la unidad de la coagulación, y su cuerpo presentar, en vez de las delineaciones primordiales y de las curvas naturales, la apariencia monótona de un todo homogéneo que se parece demasiado, por la confusión de sus diversos elementos triturados, a la masa de una esfera. Hace mucho tiempo que está muerta; deja esos despojos a la tierra y ten cuidado de aumentar, en proporciones irre- parables, la rabia que te consume: eso no es ya justicia, pues el egoísmo escondido en los tegumentos de tu frente, levanta lentamente, como un fantasma, los paños que lo cubren». El buitre de corderos y el buho de Virginia, llevados insensiblemente por las peripecias de su lucha, se había aproximado a nosotros. El escarabajo tembló ante esas palabras inesperadas, y, lo que en Otra ocasión hubiera sido un movimiento insignificante, esa vez se convirtió en la señal distintiva de un furor que no conocía límites, pues frotó terriblemente sus patas traseras contra el borde de los élitros, haciendo oír un ruido agudo: «¿Quién eres tú, ser pusilánime? Parece que has olvidado ciertos acontecimientos extraños de los tiempos pasados; no los conservas en tu memoria, hermano. Esa mujer nos ha traicionado, a uno después de otro. A ti primero, y a mí después. Me parece que esa injuria no debe (¡no debe!) desaparecer del recuerdo tan fácilmente. ¡Tan fácilmente! A ti, tu magnánima naturaleza te permite perdonar. Pero ¿sabes tú si a pesar de la situación anormal de los átomos de esa mujer, reducida a pasta de amasado (no es cuestión ahora de saber si no se creería, a la primera investigación, que ese cuerpo haya aumentado su densidad en una cantidad notable más bien por el engranaje de dos fuertes ruedas que por los efectos de mi fogosa pasión), existe todavía? Cállate, y permite-me vengarme». Reanudó sus maniobras, y se alejó, empujando la bola hacia adelante. Cuando estuvo lejos, el pelicano exclamó: «Esa mujer, por sú poder mágico, me ha dado una cabeza de palmípedo, y ha convertido a mi hermano en un escarabajo: puede ser que merezca incluso peores tratamientos que los que acabo de enumerar». Y yo, que no estaba seguro de soñar, al adivinar, por lo que había oído, la naturaleza de las relaciones hostiles que unían, por encima de mí, en un combate sangriento, al buitre de corderos y al buho de Virginia, eché atrás mi cabeza, como un capuchón, a fin de dar al juego de mis pulmones la soltura y la elasticidad susceptibles, y, dirigiendo mi vista hacia lo alto, les grité: «Vosotros, cesad en vuestra discordia. Tenéis razón los dos, pues ella había prometido su amor a ambos, y por lo tanto os ha engañado a los dos. Pero no sois los únicos. Además, os despojó de vuestra forma humana, realizando un juego cruel con vuestros dolores más sagrados. ¡ Y vacilaríais en creerme! Por otra parte, ella está muerta, y el escarabajo le ha hecho sufrir un castigo de rastro imborrable, a pesar de la piedad del primer traicionado». Estas palabras pusieron fin a su querella y no se arrancaron más plumas ni más trozos de carne: tenían razón de obrar así. El buho de Virginia, bello como un recuerdo sobre la curva que describe un perro al correr tras su dueño, se introdujo en las grietas de un convento en ruinas. El buitre de corderos, bello como la ley que detiene el desarrollo del pecho de los adultos cuya propensión al crecimiento no está en relación con la cantidad de moléculas que su organismo asimila, se perdió en las altas capas de la atmósfera. El pelícano, cuyo generoso perdón me había impresionado mucho, porque no lo encontraba natural, recobrando en su otero la impasibilidad majestuosa de un faro, como para advertir a los navegantes humanos de que presten atención a su ejemplo, y preservarlos del amor de las hechiceras sombrías, miraba siempre ante si. El escarabajo, bello como el temblor de las manos en el alcoholismo, desapareció en el horizonte. Cuatro existencias más que se podían tachar del libro de la vida. Me arranqué un músculo entero del brazo izquierdo, pues no sabía lo que hacía, de tan emocionado como me encontraba ante ese cuádruple infortunio. Y yo que creía que eran materias excrementicias. ¡Qué necio más grande soy! El aniquilamiento intermitente de las facultades humanas: cualquiera que sea vuestro pensamiento, no se trata sólo de palabras. Por lo menos, no se trata de palabras como las demás. Que levante la mano quien crea cumplir un acto justo al rogar a un verdugo que lo desuelle vivo. Que levante la cabeza, con la voluptuosidad de la sonrisa, quien voluntariamente ofrezca su pecho a las balas de la muerte. Mis ojos buscarán la marca de las cicatrices; mis diez dedos concentrarán la totalidad de su atención en palpar cuidadosamente la carne de ese excéntrico; verificaré si las salpicaduras del cerebro han manchado el satén de mi frente. ¿No es verdad que un hombre, amante de semejante martirio, no se encontraría en todo el universo? No sé qué es la risa, cierto, pues no la he experimentado nunca por mí mismo. Sin embargo, ¿qué imprudencia no sería sostener que mis labios jamás se distenderán, si me fuera dado ver a quien pretendiera que existe en al- guna parte ese hombre? Lo que nadie desearía para su propia existencia, me ha tocado a mí por una suerte desigual. No es que mi cuerpo nade en el lago del dolor; pudiera pasar. Pero el espíritu se deseca por una reflexión condensada y continuamente tensa; croa como las ramas de un pantano, cuando una bandada de flamencos voraces y de garzas hambrientas se abate sobre los juncos de las orillas. Dichoso aquel que duerme apaciblemente en un lecho de plumas, arrancadas al pecho del eider, sin darse cuenta de que se traiciona a si mismo. He aquí que hace más de treinta años que no he dormido. Desde el impronunciable día de mi nacimiento he consagrado a las tablas somníferas un odio irreconciliable. Soy yo quien lo ha querido; que no se acuse a nadie. Pronto, que se le despoje de la malograda sospecha. ¿Distinguías en mi frente esa pálida corona? La tejió la tenacidad con sus dedos delgados. En tanto que un resto de savia abrasadora corra por mis huesos, como un torrente de metal fundido, no dormiré. Todas las noches obligo a mis ojos lívidos a mirar las estrellas, a través de los cristales de mi ventana. Para estar más seguro de mí, una astilla de madera separa mis párpados hinchados. Cuando nace la aurora, me encuentra en la misma postura, con el cuerpo apoyado verticalmente y de pie contra el yeso de la fría pared. Sin embargo, algunas veces me sucede que sueño, pero sin perder un solo instante el vivo sentimiento de mi personalidad y la libre facultad de moverme: sabed que a la pesadilla que se oculta en los ángulos fosfóricos de la sombra, a la fiebre que palpa mi rostro con su muñón, a cada animal impuro que levanta su garra sangrienta, pues bien, es mi voluntad quien, para dar un alimento estable a su actividad perpetua, les hace girar en corro. En efecto, átomo que se venga en su extrema debilidad, el libre albedrío no teme afirmar, con enérgica autoridad, que el embrutecimiento no cuenta entre el número de sus hijos: aquel que duerme es menos que un animal castrado la víspera. Aunque el insomnio arrastre hacia la profundidad de la fosa a esos músculos que ya despiden un olor a ciprés, jamás la blanca catacumba de mi inteligencia abrirá sus santuarios a los ojos del Creador. Una secreta y noble justicia, hacia cuyos brazos tendidos me arrojo por instinto, me ordena perseguir sin tregua ese innoble castigo. Enemigo temible de mi alma imprudente, a la hora en que se enciende un farol en la costa, prohíbo a mis infortunados costados que se tiendan sobre el rocío del césped. Vencedor, rechazo las emboscadas de la hipócrita adormidera. En consecuencia, es cierto que a causa de esa extraña lucha de mi corazón ha encerrado sus designios, como un hambriento que se come a sí mismo. Impenetrable como los gigantes, sin cesar he vivido con los ojos completamente abiertos. 

Les Chants de Maldoror

Canto Sexto (fragmento)

VOSOTROS, cuya envidiable calma sólo puede hacer que se embellezca vuestro aspecto, no creáis que se trata de seguir lanzando, en estrofas de catorce o quince líneas, como un alumno de cuarto curso, exclamaciones que se estimarán inoportunas, y cacareos sonoros de gallina conchinchinesa, tan grotescos como uno sea capaz de imaginar, por poca molestia que se tome; pero es preferible probar con hechos las proposiciones que se adelantan. ¿Pretendíais quizás que por haber insultado, como jugando, al hombre, al Crea- dor y a mí mismo, en mis explicables hipérbolas, mi misión habría terminado? No: la parte más importante de mi trabajo no subsiste por ello menos, como tarea que falta por realizar. Desde ahora, las cuerdas de la novela moverán a los tres personajes más arriba citados: se les comunicará así una fuerza menos abstracta. La vitalidad se extenderá magníficamente en el torrente de su aparato circulatorio, y veréis cómo os asombrará encontrar, allí donde al principio sólo habíais creído ver, por una parte, vagas entidades que pertenecían al dominio de la especulación pura, el organismo corporal con sus ramificaciones de nervios y membranas mucosas, y por otra, el principio espiritual que preside las funciones fisiológicas de la carne. Son seres dotados de una enérgica vida que, con los brazos cruza- dos y el pecho quieto, posarán prosáicamente (aunque estoy seguro de que el efecto será muy poético) ante vuestro rostro, situado solamente a algunos pasos de vosotros, de manera que los rayos solares, golpeando primero las tejas de los tejados y las tapas de las chimeneas, irán luego a reflejarse visiblemente sobre sus cabellos terrestres y materiales. Pero ya no serán anatemas poseedores de la especialidad de provocar risa, ni personali- dades ficticias que hubiera sido mejor que permanecieran en el cerebro del autor, ni pesadillas situadas muy por encima de la existencia ordinaria. Daos cuenta de que por eso mismo mi poesía será más bella. Tocaréis con vuestras manos ramas ascendentes de la aorta y de las cápsulas adrenales, y, además, ¡sentimientos! Los cinco primeros relatos no han sido inútiles; eran el frontispicio de mi obra, el fundamento de la construcción, la ex- plicación previa de mi poética futura: y me debía a mi mismo, antes de cerrar mi maleta y ponerme en marcha por las comarcas de la imaginación, advertir a los sinceros amantes de la literatura, con el esbozo rápido de una generalización clara y precisa, del fin que me había propuesto perseguir. En consecuencia, mi opinión es que ahora la parte sintética de mi obra está completa y suficientemente parafraseada. Por ella habéis sabido que me he propuesto atacar al hombre y a Aquel que lo creó. Por el momento y para más adelante no tenéis necesidad de saber nada más. Nuevas consideraciones me parecen superfluas, pues no harían más que repetir, bajo una u otra forma, más amplia, es verdad, pero idéntica, el enunciado de la tesis cuyo primer desarrollo verá el final de este día. Resulta entonces de las observaciones que preceden, que mi intención es emprender, de ahora en adelante, la parte analítica; esto es tan cierto como que hace solamente unos minutos expresé el ardiente deseo de que fueseis apresados en las glándulas sudoríparas de mi piel, para comprobar la lealtad de lo que afirmo con conocimiento de causa. Y sé que es preciso apuntalar con un gran número de pruebas el argumento incluido en mi teorema; pues bien, esas pruebas existen, y sabéis que no ataco a nadie sin tener serios motivos. Me río a carcajadas cuando pienso que me reprocháis difundir amargas acusaciones contra la humanidad, de la que soy uno de sus miembros (¡este reparo me daría la razón!), y contra la Providencia: no me retractaré de mis palabras, pero, contando lo que he visto, no me será difícil, sin otra ambición que la verdad, justificarlas. Hoy voy a hacer una novela corta, de unas treinta páginas, extensión que permanecerá en lo sucesivo más o menos estacionaria. En espera de ver pronto, un día u otro, la consagración de mis teorías aceptadas por tal o cual forma literaria, creo haber encontrado al fin, después de algunos tanteos, mi fórmula definitiva. Es la mejor: ¡puesto que es la novela! Este prefacio híbrido ha sido expuesto de una manera que acaso no parezca muy natural, en el sentido de que sorprende, por así decirlo, al lector, que no ve claro a dónde se le quiere conducir; pero ese sentimiento de notable estupefacción, del cual uno debe generalmente intentar sustraer a aquellos que pasan su tiempo leyendo libros o folletos, yo hice todos los esfuerzos por producirlo. En efecto, me era imposible hacer menos, a pesar de mi buena voluntad: será sólo más tarde, cuando algunas novelas hayan aparecido, cuando comprenderéis mejor el prefacio del renegado de rostro fuliginoso.

Antes de entrar en materia, me parece estúpido que sea necesario (pienso que nadie compartirá mi opinión, si no me engaño) que coloque a mi lado un tintero abierto y algunas hojas de papel, no acartonado. De esa manera, me será posible empezar, con amor, por este canto sexto, la serie de poemas instructivos que me impaciento por producir. ¡Dramáticos episodios de una implacable utilidad! Nuestro héroe se dio cuenta de que frecuentando las cavernas y tomando como refugio los lugares inaccesibles, trasgredía las reglas de la lógica y se aventuraba a un círculo vicioso. Pues, si por un lado, favorecía así su repugnancia por los hombres, a causa de la indemnización de la soledad y del alejamiento, y circunscribía pasivamente su horizonte limitado, entre arbustos enclenques, zarzas y labruscas, por el otro, su actividad no encontraba ningún alimento para nutrir al minotauro de sus perversos instintos. En consecuencia, resolvió aproximarse a las aglomeraciones humanas, persuadido de que entre tantas víctimas ya preparadas, sus distintas pasiones encontrarían ámpliamente con qué satisfacerse. Sabía que la policía, ese escudo de la civilización, lo buscaba con perseverancia desde hacía muchos años, y que un verdadero ejército de agentes y de espías lo perseguían de continuo. Sin llegar, sin embargo, a encontrarlo. Tanta era su asombrosa habilidad para, con suprema elegancia, despistar las mafias más indiscutibles desde el punto de vista del éxito, y la ordenanza de la meditación más sabia. Tenia la facultad especial de adoptar formas irreconocibles por los ojos más adiestrados. ¡Disfraces excelentes, si hablo como artista! Vestimentas de un efecto realmente mediocre, si pienso en lo moral. En este aspecto, casi rozaba. lo genial. ¿No habéis advertido la gracilidad de un bonito grillo, de movimientos ágiles, en las alcantarillas de París? ¡No podía ser otro que Maldoror! Magnetizando las florecientes capitales con un fluido pernicioso, los lleva a un estado letárgico en donde son incapaces de la necesaria vigilan- cia. Estado tanto más peligroso cuanto que nadie lo sospecha. Ayer se encontraba en Pekín, hoy se halla en Madrid, mañana estará en San Petersburgo. Pero confirmar exactamente el lugar que en este momento llenan las hazañas de este poético Rocambole, es un trabajo superior a las posibles fuerzas de mi denso raciocinio. Este bandido puede estar a setecientas leguas de este país o sólo a algunos pasos de vosotros. No es fácil hacer morir a la totalidad de los hombres, y ahí están las leyes, pero con paciencia se puede exterminar, una a una, a las hormigas humanitarias. Ahora bien, desde los días de mi nacimiento, en que yo vivía con los primeros abuelos de nuestra raza, todavía inexperto en el tendido de mis emboscadas; desde los tiempos remotos, situados más allá de la historia, en que, por medio de sutiles metamorfosis, yo asolaba, en diversas épocas, las comarcas del globo por las conquistas y las matanzas, y propagaba la guerra civil entre los ciudadanos ¿no he aplastado ya con mis tacones, miembro a miembro o colectivamente, generaciones enteras, cuya cifra innumerable no sería difícil concebir? El radiante pasado ha hecho brillantes promesas al futuro: las mantendrá. Para el desbrozo de mis frases emplearé forzosamente el método natural, retrocediendo hasta los salvajes, a fin de que me den lecciones. Sen- cillos y majestuosos gentlemen, su agraciada boca ennoblece todo lo que fluye de sus labios tatuados. Acabo de probar que nada es irrisorio en este planeta. Planeta ridículo, pero soberbio. Apoderándome de un estilo que algunos encontrarán ingenuo (cuando es tan profundo), lo utilizaré para interpretar ideas que, desgraciadamente, quizás no parezcan grandiosas. Por eso mismo, despojándome de los aspectos banales y excépticos de la conversación común, y bastante prudente para no darme importancia… ya no sé lo que intentaba decir, pues no recuerdo el comienzo de la frase. Pero sabed que la poesía se encuentra en todas partes donde no esté la sonrisa estúpidamente burlona del hombre con cara de pato. Antes quiero sonarme, porque tengo necesidad de ello, y después, poderosamente ayudado por mi mano, volveré a tomar el portaplumas que mis dedos habían dejado caer. ¡Cómo el puente del Carrusel pudo conservar la constancia de su neutralidad después de oír los desgarradores gritos que parecía lanzar la bolsa!

Isidore Lucien Ducasse, también conocido como Conde de Lautréamont (Montevideo, Uruguay, 4 de abril de 1846 – París, Francia, 24 de noviembre de 1870). Poeta. Considerado uno de los autores más polémicos y misteriosos de la llamada poesía maldita. Tambien es considerado el “Padre” del Surrealismo.

Hijo de Celestine Jaquette Davezac, francesa y del diplomático francés François Ducasse, asignado al consulado general de Francia de Montevideo. Su madre fallece  cuando Isidore tiene un año y ocho meses. No se sabe nada de la infancia de Isidore Ducasse en Montevideo, es decir, de los trece primeros años de su vida. 

A los 13 años Ducasse fue enviado a Francia, como interno al Liceo imperial de Tarbes y después a la ciudad de Pau.

A su llegada, Isidore Ducasse se traslada sin duda a Bazet, a la casa natal de su padre, donde sus tíos y sus tías lo acogen desde entonces, así como durante las vacaciones escolares, después de su permanencia en los liceos de Tarbes y Pau.
Según las listas del Liceo Imperial de Tarbes (hoy Liceo Theóphile Gautier), Isidore Ducasse es alumno interno desde octubre de 1859 a agosto de 1862; posteriormente es alumno interno en el Liceo Imperial de Pau (hoy Liceo Louis-Barthou) de octubre de 1863 a agosto de 1865.

En aquella época, su tutor era Jean Dazet, un reconocido prohombre de Tarbes. Se sabe que después de un viaje al Uruguay en 1867, volvió a París y se instaló en la calle de Notre-Dame-des-Victoires. Su padre, que permaneció en Montevideo hasta su muerte en 1889, le enviaba módicas sumas de dinero para su sustento.

En 1868 Publica los primeros cantos poéticos de su obra Les Chants de Maldoror,(Los cantos de Maldoror)un conjunto de seis cantos poéticos (la obra completa será impresa en Bélgica un año más tarde). Sin embargo, el editor Lacroix se negó a vender el libro porque temía ser acusado de blasfemia u obscenidad. En 1870 habita en la calle Vivienne y publica las Poesías, cuya publicidad aparecerá en la Revue populaire de París.

En Los cantos de Maldoror ensalza el sadomasoquismo, la violencia, la blasfemia, la obscenidad, la putrefacción y la deshumanización. Maldoror es una figura demoníaca suprema que aborrece a Dios y a la humanidad.

Los surrealistas lo rescataron del olvido e hicieron de él uno de los precursores de su movimiento.Lo grotesco, el espanto y lo ridículo en Los cantos recuerdan a la obra de otro gran antecedente del surrealismo, el Bosco. No por casualidad fue Lautréamont motivo de inspiración para escritores como Alfred Jarry, Louis Aragon, André Breton o Benjamin Péret, y artistas plásticos como René Magritte, Salvador Dalí, Amedeo Modigliani, y Man Ray. Considerada por muchos una obra “maldita” se convirtió en una obra de culto y en un arcano cuyo secreto debía alejarse de ojos profanos.

Rubén Darío dedicó una breve semblanza a Lautréamont en su libro Los raros. Tras su descubrimiento por los surrealistas, los hermanos Gómez de la Serna publicaron una versión de Los cantos, con prólogo de Ramón y texto de Julio. La lectura del libro sirvió de inspiración directa para Pasión de la tierra, de Vicente Aleixandre.

Isidore-Lucien Ducasse falleció en noviembre de 1870, a los 24 años. Poco antes, había hecho imprimir la edición completa de sus Cantos de Maldoror, una mínima tirada de 10 ejemplares que el editor, Albert Lacroix, de Bruselas, consintió en hacer ante el ruego del autor, temeroso del escándalo que podía producir semejante literatura. De todos modos, Ducasse ya no parecía a esa altura muy interesado en ese libro cuyo primer canto había publicado dos años antes, sin mención de autor. Ducasse pagó el costo de la impresión. En la casi invisible edición belga aparece el seudónimo de Conde De Lautréamont.-pseudónimo sacado, como se sabe, de Lautréamont, novela histórica de Eugéne Sue-. La obra, ahora considerada hito fundamental de la historia de la poesía moderna, no alcanzó en su momento notoriedad alguna.

Enlaces de interés :

https://web.seducoahuila.gob.mx/biblioweb/upload/Lautreamont,%20Conde%20De%20-%20Los%20Cantos%20de%20Maldoror.pdf

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