Oda del ansia
No sólo yo. Silencio. Hay que afirmar el ansia.
Todo asombro profundo se convierte en milagro.
Tú solo, amor, tu sola evidencia desnuda
sobre el árbol sin agua que agoniza en el ojo.
Tú solo, amor, tú solo, primavera morena,
y los barcos que llevan tu ternura en el ancla.
La mano más pequeña desplegará la honda,
y aceptaré tu sueño sin preferencia alguna.
La fe es una visión temblorosa y alada.
Cuando crezca en el mar la emoción de la yerba
con un vasto temblor de prodigios tirantes,
tú solo, amor, tú solo y alerta, alerta, alerta.
Amor, amor de labios apretados, sin dientes,
todo arena de mar y disciplina oculta.
¿Tendrá sobre mi carne rubores de bautismo
tu ceniza colmada de sombra dolorida?
¿Será una adolescencia de mar? Tendrá una libre
movilidad sin norma de ciprés enclaustrado,
desplegada obediencia —simplísima— del hombro
taciturno de soles y sereno equilibrio.
¿Será un toro dormido sobre el pasto olvidado
tan henchido de sangre, soledad y ternura?
¿O un vuelo de palomas tiránico en la nieve,
evangelio de puentes y porvenir de arroyo?
La tierra, sí, la tierra; voy a hablar lentamente
de la rosa desnuda sin poder, del aroma
de tu fiebre sin nombre en infancias de almendro,
del silencio del remo acogido en el agua,
de enmohecidas veletas con dirección inmóvil,
y de angustias de largas y azules cabelleras.
No sólo yo. Silencio. Como un galgo tendida
mi oración se recorta definida en tu nombre.
Todo asombro profundo se convierte en milagro.
Tú solo, amor, tú solo, que te sueño desnudo
como un varal de nardos angustiados, tú solo
como un ciervo, en mi frente derramada en el agua.
Ambición de ser mar de las manos viriles.
La presencia es un ala del amor de las cosas,
ascensión hasta el vuelo que agoniza en el ojo
con la angustia imposible de la concha en la arena.
La mano más pequeña desplegará la honda.
¡Dame el cántico, amor, del puro vencimiento!
¡Mis manos son el mar y la brisa y la nube!
¡Tú solo, amor, tú solo, y alerta, alerta, alerta!
De Abril, 1935
Nadie sabe hasta dónde puede llevarle la obediencia
Me gusta recordar que he nacido en Granada:
Libreros, una calle tan pequeña que iba a dar clase
por la noche;
la cerraba, a la izquierda, una pared arzobispal,
una pared muy digna y casi sin ventanas;
generalmente la cubría una pizca de cielo desconchado.
Sí, señor, así fue, no necesita
que le diga mi nombre,
no es preciso,
no lo va a recordar. […]
No cabe vivir más,
sólo quiero decirle que esa vestiduría,
me causó un sufrimiento tan intenso que recorrió mi
cuerpo hasta llegar a hoy,
no sé cómo,
no sé
pero con él vino hasta mí la despreguntación,
y viví en un dolor la vida entera:
al ponerme la enagura tuve la sensación de entrar por
vez primera en la oficina,
al ponerme las medias sentí un dolor de parto,
al ponerme las bragas se me cayó una mano en el
infierno,
y vi la mano arder,
y yo seguía vistiéndome sin manos,
Sí, señor, así fue,
aún me dura la humillación,
el uniforme era tan largo en mi cuerpo de niño como si
me vistiera con la guerra civil,
y cuando todo estaba terminado me puse en la
cabeza un sombrero de niña y aquel sombrero era la muerte de mis padres.
Autobiografía
Como el náufrago metódico que contase las olas que le
bastan para morir;
y las contase, y las volviese a contar, para evitar errores,
hasta la última,
hasta aquella que tiene la estatura de un niño y le cubre
la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de caballo de cartón
en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.
De Rimas, 1951
Memoria de Tránsito
Herido de amor huido
F. García Lorca
Abril, porque siento, creo,
pon calma en los ojos míos,
¿los montes, mares y ríos,
qué son sino devaneo?;
mirando la nieve veo
memoria de tu hermosura,
y cuando vi en su blancura
tu inmediata eternidad,
¿fuiste si no claridad,
temblor, paciencia y dulzura?
Tu leve paso indolente
deja en mis ojos su aroma,
los ojos en donde toma
revelación permanente;
bienaventuradamente
nacieron para el olvido,
tu piel de asombro encendido,
tus ojos de limpio viento,
y esta ternura que siento
«herido de amor huido».
Los sitios donde has estado
en la memoria los llevo
sólo para ver de nuevo
el rastro que allí has dejado;
la tierra que tú has pisado
vuelvo a pisar; nada soy
más que este sueño en que voy
desde tu ausencia a la nada,
me hizo vivir tu mirada:
fiel al tránsito aquí estoy.
Federico G.Lorca y Luis Rosales
La trasfiguración
Siento tu cuerpo entero junto al mío;
tu carne
es
como un ascua,
fresca e imprescindible
que está fluyendo hacia
mi cuerpo, por un puente
de miel lenta y silábica.
Hay un solo momento en que se junta
el cuerpo con el alma,
y se sienten recíprocos,
y viven
su trasfiguración,
y se adelantan
el uno al otro en una misma entrega,
desde su mismo origen deseada.
Siento tus labios en mis labios, siento
tu piel desnuda y ávida,
y siento,
¡al fin!
esa frescura súbita
como una llamarada
de eternidad, en que la carne deja
de serlo y se desata,
se dispersa en el vuelo,
y va cayendo
en la tierra sonámbula
de tu cuerpo que cede interminable-
mente cediendo,
hasta
que el vuelo acaba y ya la carne queda
quieta, milagreada,
y me devuelve al cuerpo,
y todo ha sido
un pasmo, un rebrillar y luego nada.
Desde un umbral de sueño me llamaron
La palabra del alma la memoria
y en el bosque donde vuelve a ser árbol cada huella
la sustancia del alma es la palabra;
la palabra donde todas las cosas extensas y reales
se encienden mutuamente y de nosotros,
se encienden mutuamente y conviviéndose desvarían
lo mismo que un espejo, que algunas veces, cuando lo quiere
Dios, tiene unas décimas de fiebre,
porque todo es distinto y tú lo sabes.
He llegado a mi cuarto, igual que siempre, y al desnudarme
me siento entumecido de alegría,
como si el cuerpo me sirviera de venda y me cegara,
y yo estuviera siendo
de una materia casi cristal de niño,
casi nieve de niño alucinado,
porque todo es distinto y tú lo sabes.
Sí, allí estaban los muebles,
allí estaba el armario,
allí estaba el perchero, manteniendo en el aire, como un
acróbata,
los trajes, los silencios y los sombreros sucesivos;
allí estaba aquel lecho,
que desde hace varios años
viene siendo, generalmente, utilizado por mí como un desván
para arrumbar los sueños,
para arrumbar todos los sueños que se me quedan largos,
para arrumbar todos los cuerpos que se me quedan cortos
y demasiado usados,
todos los cuerpos míos que no me sirven ya para vivir;
y allí estaban los muros
por los cuales se escucha, durante todo el día, gotear la voz
de las criadas,
gotear la humedad femenina,
la palabra que se resiente un poco de cojera,
la palabra insistente e ineludible,
frente a la cual, a veces, quisiéramos quedarnos sordos
hasta los huesos,
y ahora no están aquí, no están conmigo,
¡y ahora ya no hay perchero, ni armario, ni lecho, ni
humedad en el muro!
Hay sólo una ventana —una ventana sola sobre el aire—
y tras de la ventana veo encendida la habitación de enfrente,
la habitación que yo pensé que habitarían mis hijos. No
puedo comprenderlo;
desde que habito en esta casa no se ha encendido nunca
—estoy seguro de ello—,
no la he encendido nunca, y ahora ha llegado allí la luz
no sé de dónde,
no sé de cuándo,
y resplandece;
y como toda luz está diciendo un nombre,
y como en toda luz se siente una llamada,
me he vestido de prisa, me he vestido correctamente,
me he vestido como si estuviera situando un pelotón de
soldados en la frontera,
en la misma frontera de mi alma,
para estar prevenido, para tener la seguridad de que había
hecho cuanto era necesario para vivir,
y salgo, y voy corriendo por el pasillo ciego,
y voy corriendo hacia la luz,
hacia la habitación que está encendida,
y rompiendo a callar mientras dice mi nombre.
—Hola, Luis, ¿cómo estás?—
Y era verdad, era verdad como una calle que nos lleva a la
infancia,
como una calle que nos duerme, y que después de nieve
puede volver aún…
y todavía,
puede hacerse real, y estar allí contigo, estar allí conmigo,
tendiéndome la mano,
como el libro de música sobre el atril sigue esperando que
alguien pase la hoja que ya tiene cantada;
sí, era real, y por lo tanto era un milagro,
y estaba allí, mirándome
con aquella mirada suya, tan suave y tan honda, que parecía
que iba quemándose mientras miraba;
era como un milagro entre las mesas de oficina,
y las revistas que se escribieron como oficios que nunca han
sido tramitados,
y los libros irreparables y caídos,
que ya no pueden ser abiertos, y están doblando entre sus
hojas algo,
que vuelve a ser materia…
Y Juan estaba allí,
como había estado aquellos años que convivimos juntos,
como había estado siempre que yo pensaba en él,
desde aquel día
en que dejé de verle;
y estaba siempre igual, pero viviendo,
viviendo en aquel cuarto donde duermen mis hijos,
donde duermen los hijos que yo espero tener,
que yo quiero tener,
y estaba allí meciéndoles el sueño,
meciéndoles ya el sueño,
entre todos los objetos inútiles:
los archivadores de la botánica comercial,
los ficheros, la descolocación y los sillones basculantes,
levantándolo todo hacia la vida.
—Hola Luis, ¿cómo estás?—
Es Juan Panero quien me habla; murió y era mi amigo.
Y ahora,
después de nieve,
después de siempre,
ha venido, ha venido.
(¡Sí, tú también tendrás calle, tú siempre la tuviste, tú
siempre tienes calle para llegar a mí!)
Sí, ha sido Juan Panero quien me ha puesto en camino,
ha sido Juan Panero que murió hace diez años
y que ahora está conmigo porque siempre volvía.
Siempre era puntual;
hablaba poco,
hablaba muy despacio,
parecía que estuviera escribiendo,
parecía como un niño que pensaba escribiendo,
parecía como un niño que nos llevaba a todos de la mano.
Era proporcionado de sueño y estatura,
y no podía cambiar
porque estrenaba su vigoroso corazón a todas horas,
y ahora he vuelto a encontrarle,
ahora se encuentra aquí porque siempre volvía.
—Tú tienes una luz; tú sí la tienes; tú siempre la has tenido;
callábamos los dos,
callábamos los dos para abrazarnos dentro de aquella parte
de nuestro corazón,
donde no hubiera ruido,
donde no hubiera nieve amontonada que cegara la puerta,
donde no hubiera ya, sino una sola cosa.
Tenía que ser así; tenía que ser de esta manera,
llegando de este modo,
—Y tú Juan, ¿cómo estás? Y tú allí, ¿cómo estás?—
y tú seguías callado,
y tú callabas de una manera extraña como diciendo tu
silencio,
y tú callabas volviéndote a morir para decirlo.
Quizá pasaba el tiempo; quizá volvía; quizá estaba allí, con
nosotros, sentado.
Está mucho mejor —pensaba yo—, ha crecido hacia el Cielo,
ha crecido hacia mí,
igual que una palabra convencida que se dice entre dos,
igual que un muerto que se siente crecer,
igual que un muerto “bueno” que continúa creciendo,
que puja y crece dentro de varios corazones
y en cada uno de ellos sigue cumpliendo, al mismo tiempo,
distinta edad,
la edad de esta palabra mía,
de esta palabra que no he vuelto a escribir hasta verte de
nuevo,
hasta poder hablarte como te estoy hablando ahora.
Quizá pasaba el tiempo; quizá volvía.
—¿Recuerdas a Piedad?
¿recuerdas que decías que ella no había nacido para cumplir
tus mismos años?—
Y tú sigues callado,
sigues callado ahora porque no puedes recordar,
porque tú lo ves todo al mismo tiempo,
lo estás viviendo todo ya junto y encendido.
—Y aún lo sigues viviendo, ¿no es verdad?—
Volvíamos de la clase
donde nosotros nos sentábamos entre el latín y entre el
silencio de ella;
yo te había dicho: —Espera en el pasillo, ¡no seas tonto!,
no es preciso dar clase para estar a su lado.
Y tú me respondiste:
—No es eso, ¿sabes? Debo entrar, me es necesario entrar;
estoy acostumbrándome,
y aprendiendo a callar junto a ella.
Y lo aprendiste para siempre
porque tú tienes una luz; tú sí la tienes; tú siempre la
tuviste,
una luz que era la que alumbraba esta habitación cuando yo
la miré desde mi cuarto,
una luz que era una de las cosas que tú ya estabas siendo,
igual que estabas siendo marinero,
igual que estabas siendo una salida al campo,
igual que estabas siendo hombre;
y era una luz que tú podías vivir, que tú podías hablar, que
tú decías,
que tú decías
con una voz tan quieta que se iba haciendo igual que un
árbol,
que se iba haciendo árbol,
para repartirse de rama en rama entre aquellos que la
escuchábamos,
y a cada uno nos hablaba de manera distinta,
nos hablaba quedándose en nosotros
como si no supiera ya volver contigo,
como si no siguiera siendo tuya, caritativamente tuya,
como si hubieras olvidado que vivías mientras que nos
hablabas,
como si hubieras olvidado que nosotros te llamábamos Juan.
Tú lo sigues viviendo como entonces.
Volvíamos de clase
y el Guadarrama estaba allí,
haciéndose más alto cada día, más de nieve y tan alto que
era preciso crecer para mirarle.
En aquel tiempo
las compañeras no jugaban apenas,
no conocían su oficio
porque se tramitaban en latín durante todo el día,
y después
—ya después— y a la hora de acostarse,
se lloraban durmiendo,
se lloraban las unas a las otras, destituyéndose a sí mismas,
cristalizando todas sobre una sola lágrima,
llorándose entre todas
y entre todas igual.
Y la mañana aquella
era más dulce
que una sonrisa que se ha quedado quieta y ya no es tuya;
íbamos todos juntos; ¿iríamos todos juntos?: Pilar,
María Josefa, Concha, Piedad,
acaso Lola,
Luis Felipe y nosotros.
¿Recuerdas? María Josefa era muy tristemente,
muy hondamente verdadera,
tenía la boca joven como una huella recién pisada,
tenía la pena única,
tenía la pena de esos niños que se han quedado solos en la
cocina de la casa cuando todos se van,
tenía la pena de esos niños que nunca son “mayores”
cuando llega un viaje;
Concha era siempre alegre, siempre después de alegre,
y por este bautismo
era difícil contemplarla de tan clara que era;
pero más tarde, algo de su alegría
se nos quedaba como sal en los ojos,
se nos quedaba dentro y desvelándonos,
porque tenía una indeleble continuidad,
y cuando no soñaba al acostarse, se entristecía y enviudaba
un poquito sobre su corazón,
porque pensaba que había perdido para siempre la noche.
Y Pilar, la dulcísima, la bendiciente,
la dolorosamente intransitable;
Y Lola;
y Luis Felipe que ya entonces vivía
con una vida proyectada, difícil y ejemplar,
y Piedad, que iba en medio del grupo y nos centraba a todos
en la muerte
y era pequeña y cereal y terminantemente rubia…
Y ahora Juan se reía, y seguía hablando y se reía,
tropezando un poquito en las palabras,
tropezando en la risa,
como cuando los niños bajan, saltando alegremente de dos
en dos, los peldaños de una escalera.
—No es rubia, Luis,
si tú supieras hasta cuándo no es rubia,
si tú supieras hasta cuándo no ha sido nunca así,
sino trigueña y candeal y doliendo a madera,
y humildemente alta porque era tímida de estatura;
si tú supieras, Luis, cómo sigue escondiéndose aún en los
ojos que tiene,
en los ojos que son como una herida que mana sangre
nuestra,
y por eso nos duelen cuando miran—.
Estaba hablando para siempre, viviendo para siempre,
ardiendo para siempre,
y como me extrañaba su ardentía,
y como hablaba de tal modo,
que sus palabras, después de dichas, se quedaban
inmóviles,
se quedaban completamente siendo
y se me convertían ante los ojos en cosas verdaderas,
yo le dije:
—Y sabes, Juan, que hablas
como si todavía la siguieras queriendo—;
pero anochece
cuando la luz termina de decir su palabra sobre el mundo,
cuando la luz
—Hasta mañana, Luis—
y ahora
la nieve de empezar a ser bastante
sigue cayendo,
y siento sus palabras que van haciendo un nudo con mi
sangre
un nudo en aquel tiempo
—No lo olvides;
la muerte no interrumpe nada—
y
como empieza a latir el pulso de un enfermo,
se fue haciendo la niebla,
se fue haciendo el silencio cuando te fuiste, Juan.
y yo seguí contigo,
y yo seguí callado entre la sombra,
y yo seguí callando,
callando hasta nacer y hasta nacerte.
De La casa encendida, 1949
Canción donde se explica, bien explicado, que al pronunciar una sola palabra puedes hacer tu biografía
A Dámaso Alonso
La palabra que decimos
viene de lejos,
y no tiene definición,
tiene argumento.
Cuando dices: nunca,
cuando dices: bueno,
estás contando tu historia
sin saberlo.
Creciendo hacia la tierra
A José Coronel Urtecho
Cuando llegue la noche y sea la sombra un báculo,
cuando la noche llegue tal vez el mar se habrá dormido,
tal vez toda su fuerza no le podrá servir para mover sólo un grano de arena,
para cambiar de rostro una sonrisa,
y quizá entre sus olas podrá nacer un niño
cuando llegue la noche.
Cuando la noche llegue y la verdad sea una palabra igual a otra,
cuando todos los muertos cogidos de la mano formen una cadena alrededor del mundo,
quizás los hombres ciegos comenzarán a caminar como caminan las raíces en la tierra sonámbula;
caminarán llevando un mismo corazón de mano en mano,
y cuando al fin se encuentren
se tocarán los rostros y los cuerpos en lugar de llamarse por sus nombres,
y sentirán una fe manual repartiendo entre todos su savia,
y crecerán los muertos y los vivos,
unos dentro de otros
hasta formar un solo árbol que llenará completamente el mundo,
cuando llegue la noche.
Luis Rosales recibiendo el Premio Cervantes
A mí me gusta tu tos
En la corriente alterna del jardín y el recuerdo
siempre que pienso en ti la ausencia me deslumbra,
es como un resplandor que se impone a mis ojos:
si los cierro me engañan, si los abro me angustian.
Ayer por la mañana vi la luna en el cielo
como dentro del agua, parecía una pregunta
hecha desde muy lejos; el jardín me recuerda
que vienes, con su asombro de musgo en la penumbra,
su sol pestañeando entre las ramas altas,
y en las ramas centrales su prohibición de fruta
corporal y latiendo bajo las hojas: es
cierto que estoy oyendo la silenciosa música
de tu cuerpo al andar y las magnolias dicen
que sí, que antes de ser redondas fueron tuyas.
Vuelvo a ver tu mirada como un pájaro ciego
que tiembla mientras vuela; tus manos son de juncia,
temo a veces pisarlas y
tu
cuerpo
es
un
río
de
amapolas
andando
si
me
quieres.
Y hay una
sombra de hojas que caen y crujen lentamente
en tu voz al hablar como un terrón de AZÚCAR
CHASCA MIENTRAS SE QUEMA, y ríes como tosiendo,
un poco, nada más que un poco: a mí me gusta
tu tos, es lo más tuyo, y me parece ahora
mismo que he vuelto a oír en la alameda última,
igual que un trapo atado se rasga con el viento,
su estrangulada y ronca iniciación de lluvia.
17 de agosto de 1976
De Diario de una resurrección, 1979
La ola inmóvil
Es curioso saber que todo empieza en la transmigración de
la saliva
y mis ojos dentro de poco van a cumplir dos años.
Lo cierto está tan cerca que el silencio me ha cortado los pies
y la sangre gotea sobre la alfombra
ya que no basta ver lo que se ve, es necesario adivinarlo.
Lo que se ve es un cuerpo en la penumbra,
n cuerpo que en la noche de amor tiene la plenitud de una
ola inmóvil,
que está siempre en su altura de dominio.
¿Nunca has pensado, amiga mía, que el cuerpo al
desnudarse está más junto?
y luego,
en el momento en que lo miras,
cobra su exactitud porque el mirar lo va configurando.
Todo consiste en la transmigración,
y hoy al verte he sabido
que el tacto es el recuerdo más antiguo que tiene el hombre,
y a veces puede aterrorizarnos
con su temblor de miel
lenta y originaria y envolvente.
El tacto es como el mar
y el cuerpo amado es de agua despacísima que no se mueve
sino hacia adentro,
desnaciéndose,
ya que la carne tiembla porque mira y al entregarse está
mirándonos.
Hay zonas de tu cuerpo que en la sombra relumbran
y tienen un calor reberberante
y un temblor desciñéndose que es la memoria de su origen,
y ya sabes que a veces
el cuerpo participa de la luz
pues el que toca lo cierto muere,
y noche adentro sientes que la profundidad del mar se hace
inmediata
con el roce más leve
pues lo profundo aterra: es desnacer,
y el agua de tu cuerpo está muy junta y muy temblada
ascendiendo de la sombra a la luz,
y nunca acaba su ascensión,
su encendimiento gradual,
y el pulso empieza en las estrellas,
y la creación del mundo se suspende hasta que ya en el mar
sólo queda una ola,
sólo cabe una ola que al llegar a la playa queda en vilo,
sabiendo
que no puede romper sino acabándose.
17 de agosto de 1976
De Diario de una resurrección, 1979
La luz interrumpida
Homenaje a Juan Ramón
Nunca pero contigo, aunque la vida sea
la luz de ese mañana que nunca viviremos,
un tren que no esperabas y ha llegado, una hora
que empieza siendo alondra y acaba siendo espejo.
Cuántas veces he visto un columpio en tus ojos
mirando y sin mirar un ayer venidero,
viviendo y sin vivir algo que nunca llega
y a fuerza de esperarlo se va haciendo más nuestro.
Miradas con recuerdos por hacer que aún se doran
¿en qué sol amarillo o en qué tarde de invierno?
soles que ya estuvieron ardiendo en otra boca
y luego al enfriarse se convierten en besos.
Manos que poco a poco se han ido haciendo sombras
y alucinadamente te acarician durmiendo,
cenizas ¿de qué luto?, despertar ¿en qué vida?,
y esta mínima y lenta procesión de los huesos,
y este temblor de azúcar bajo la lengua cuando
te toco y no sé cómo despiertas y te veo
y tu cuerpo es un río que pasa ante mis ojos
y el amor vuelve a darnos su desmemoriamiento,
y esto quizás no vuelva a suceder, quizás
no vuelva a despertarme con los ojos abiertos,
ni sepa en qué momento de luz interrumpida
la nieve vendrá a verme cuando estemos naciendo
juntos y para siempre, ¿en qué mañana? ¿cuándo
seré sólo una lluvia de ceniza en tu cuerpo
y aún querré estar contigo y vivir una vida,
de después o de nunca, para seguir cayendo?
14 de agosto de 1976
De Diario de una resurrección, 1979
Luis Rosales Camacho (Granada, 31 de mayo de 1910 – Madrid, 24 de octubre de 1992). Poeta y ensayista de la generación de 1936. Miembro de la Real Academia Española y de la Hispanic Society of America desde 1962. Obtuvo el Premio Cervantes en 1982 por el conjunto de su obra literaria.
Nació en Granada en el seno de una familia conservadora. Sus madre Esperanza Camacho y su padre Miguel Rosales poseían un almacén de ferretería y mercería llamado “La esperanza”.
Luis Rosales comenzó su etapa escolar en el colegio Calderón, de las hermanas de la Caridad. El 27 de septiembre de 1920 realizó, en el Instituto General y Técnico de Granada (hoy Instituto Padre Suárez), el examen de ingreso para cursar los estudios de Bachillerato, estudios que llevaría a cabo en el colegio de los padres Escolapios, hasta el verano de 1925. Tras trabajar varios años con su padre en el negocio familiar de Almacenes “La Esperanza”, reanudó sus estudios de Bachillerato en el mencionado Instituto, donde obtendría el título de Bachiller en junio de 1930.
En octubre de ese mismo año Luis Rosales se matriculó en la Facultad de Derecho. Su formación literaria se inició en los círculos próximos a la revista Gallo de Federico García Lorca. Tras su primer recital poético, en febrero de 1930, en el Centro Artístico de su ciudad natal, donde lee algunos poemas muy influidos por Juan Ramón Jiménez y otros pertenecientes a un libro (hoy perdido o inédito) de corte muy lorquiano, titulado Romances de colorido, establece una relación de profunda amistad con Joaquín Amigo, amigo personal de Lorca e intelectual prestigioso, que pone en contacto a ambos poetas, durante el verano de 1930, en la Huerta de San Vicente, residencia veraniega de la familia García Lorca. Esta aproximación a los ambientes literarios más dinámicos de la ciudad de Granada, más la necesidad de colaborar de un modo más especializado en las tareas mercantiles del negocio paterno, motivarían la tardía inclinación universitaria de Luis Rosales, en un primer momento más orientada, por la influencia familiar, a los estudios de Derecho que a los de Literatura. Un año más tarde, en octubre de 1931, convecido de su vocación literaria, Luis Rosales se matriculó también en la Facultad de Letras.
Al año siguiente, en septiembre de 1932, Luis Rosales abandonó la Universidad de Granada y sus estudios de Derecho y, en compañía de Joaquín Amigo, que preparaba oposiciones a Cátedra de Instituto, se trasladó a Madrid para continuar sus estudios de Filología en la recién reformada Facultad de Letras.
Pero, cuando Luis Rosales llega a Madrid también lo hace con la intención de acercarse a los ambientes literarios de la capital de España; para ello lleva consigo, además de algunos poemas recientes, dos cartas de presentación de Federico García Lorca dirigidas a Jorge Guillén y Pedro Salinas, que, gratamente sorprendidos por la calidad de sus versos, le abren las páginas de Los Cuatro Vientos y lo ponen en contacto con otras publicaciones. De Los Cuatro Vientos pasa a colaborar con la revista republicana y católica Cruz y Raya, integrándose en el círculo de los jóvenes escritores (Luis Felipe Vivanco, José Antonio Muñoz Rojas, María Zambrano, Leopoldo Panero, Miguel Hernández…) que rodeaban a su director, José Bergamín, y que, frente al vanguardismo formalista de los poetas del 27, proponían, sin rechazar los logros de sus mayores, un retorno a la introspección y a la dimensión ética del arte, es decir, a una rehumanización de la lírica, primer cauce de la generación del 36.
Entre 1935 y 1936 se produce en España, sobre todo en Madrid, una notable eclosión lírica encabezada por los autores más jóvenes, frecuentan las veladas literarias de la casa de Pablo Neruda y de Vicente Aleixandre; acuden la tarde de los domingos a tomar el té a la casa de María Zambrano; organizan nuevas tertulias, por ejemplo, la del café Lyon o la del Acuarium; fundan nuevas publicaciones como la Nueva Revista (1929), Brújula (1930), Literatura (1934), Hoja Literaria (1933)…; y publican sus primeros libros, o sus libros más importantes, entre 1935 y 1936, como Marea de silencio(1935) de Gabriel Celaya, El rayo que no cesa (1936) de Miguel Hernández o Cantos de primavera (1936) de Luis Felipe Vivanco y Luis Rosales publica su primer libro, “Abril” en 1935, inmediatamente antes del estallido de la Guerra Civil española.
Bien recibido por la crítica, su autor lo revisó profundamente y en 1972, bajo el título de Segundo abril, publicó una nueva edición corregida y aumentada.
En agosto de 1936, recién iniciada la guerra civil española, arrestan en su casa de Granada a su amigo Federico Garcia Lorca que se había refugiado en ella, pese a que Rosales había obtenido garantías de respetarlo por parte de las autoridades rebeldes. Siempre sobrellevó sobre sus hombros la mala conciencia de no haber intentado lo que, de haber adivinado el futuro, podría haber hecho. “Si su padre, su madre o yo mismo hubiéramos sospechado siquiera que la vida de Federico corría peligro, no hubiera muerto. Era facilísimo salvarlo”, dijo muchos años después…
En su dolor por la muerte del amigo, el poeta escribió:
«¿Cómo se puede creer en nada, si es posible que en un país como éste y sólo por la ambición política personal de un individuo que no representaba, ni representa, ni representará nada se pueda asesinar impunemente al hombre más importante y más prometedor de España? Y cuando eso ocurre, ocurre porque es posible, ocurre por algo, porque se presenta una denuncia, porque esa denuncia se acepta, porque un gobernador se niega a recibir a la gente (a don Manuel de Falla, a mí, a muchas personas, que podíamos haberle dado una información amplia, completa y veraz sobre lo que era Federico de verdad), porque se condena injustamente a muerte a un inocente, y porque se le mata vilmente. ¡La vida del hombre más importante ha dependido de la ambición política de un don nadie, de un individuo que no ha representado literalmente nada!».
Finalizada la guerra civil, Rosales regresó a Madrid y colaboró con Dionisio Ridruejo en la fundación de la revista Escorial (editada por la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda), de la que fue secretario (1940-1950).
En 1949 publica la primera versión de “La casa encendida”, considerada por la crítica su mejor obra donde abandona la rima y se inicia en el verso libre. El libro lo fue rehaciendo y ampliando hasta producir una nueva versión, publicada en 1967.
En 1951, Rosales recibe el Premio Nacional de Poesía con un libro titulado Rimas.
Durante las primeras décadas de posguerra, Rosales continuó sus trabajos filológicos, entre los que destacan suTesis doctoral sobre La obra poética del conde de Salinas(1955),el estudio Cervantes y la libertad (1960) y las investigaciones sobre la muerte del conde de Villamediana (germen de su discurso de ingreso en la Real Academia Española), que culminarían en el volumen Pasión y muerte del conde de Villamediana (1969).
En 1953 Rosales se hace cargo de la dirección de la revista Cuadernos Hispanoamericanos, y dimite en 1965 ante la prohibición gubernamental de incluir un artículo de Ramón Garciasol en el que se denunciaba una manipulación reciente sobre el asesinato de Federico García Lorca, una más entre las que circularon en la España franquista, en este caso difundida por Gonzalo Fernández de la Mora en las páginas de ABC (29 de octubre de 1961), difamación donde se sostenía que Lorca había muerto “víctima de un oscuro crimen pasional en una hora de incierta confusión”. En el artículo censurado, correspondiente al número de abril de 1963 de la revista, Ramón Garcíasol no se dirigía directamente a Fernández de la Mora, ni siquiera lo nombraba; su artículo era una carta, pertenecía a su serie “Correo para la muerte”, estaba dirigida a José Luis Hidalgo y en ella se hacía un ácido comentario irónico sobre esta “pesadez de pesadeces” de Fernández de la Mora, al que llamaba “autor cristianísimo”. Esas líneas de Garciasol “encolerizaron a algunas autoridades del franquismo, la edición fue retirada, […] y se sometió al director [Luis Rosales] a un marcaje de las colaboraciones de la publicación. Poco tiempo después, Rosales abandonó la dirección de la revista”.
En 1962 Rosales ingresó en la RAE aunque no leyó su discurso de ingreso hasta 1964. Desde 1968 residió en Cercedilla (Madrid).
Tras un largo paréntesis de más de veinticinco años, Luis Rosales publicó Diario de una resurrección (1979), brillante regreso a los modos poéticos de la poesía total.
En 1980 apareció La almadraba, primer episodio de La carta entera, ambicioso proyecto poético en cuatro episodios del que sólo llegaron a publicarse otros dos: Un rostro en cada ola (1982) y Oigo el silencio universal del miedo (1984); Rosales decía que con La carta entera intentaba hacer “una casa encendida para el hombre y no para una sola persona”, ya que La casa encendida estaba pensada como un homenaje a su padre.
Dejó igualmente una importante obra ensayística entre cuyos títulos destaca Cervantes y la libertad, de 1960, sobre el pensamiento del autor de El Quijote.
En 1982 recibió el Premio Cervantes, el galardón literario más importante de cuantos se conceden en España.
.Luis Rosales murió en Madrid el 26 de abril de 1992.
Con motivo de su muerte, José Hierro aludió a la discreta cortesía con que se recibió en su momento La casa encendida; esa reserva no tuvo, según Hierro, “comprensión ni disculpa, excepto si se tienen en cuenta datos extrapoéticos y falsos que por entonces venían adheridos a su nombre” . Y así fue y así sigue ocurriendo. Vicente Gallego ha señalado que con Rosales “sigue funcionando de alguna manera y a ciertos niveles esa acusación, tan gratuita y absurda, de reaccionarismo político que lo persiguió de por vida; y algo mucho más paradójico: a Rosales le ha perjudicado su propia grandeza […], su sentido de la libertad a la hora de realizar su obra y esa inaudita capacidad para mostrarnos al poeta clásico junto al poeta casi de vanguardia que a muchos acaba confundiéndolos.
Premios :
- Premio Nacional de Poesía 1951
- Premio Mariano de Cavia 1962
- Premio de la Crítica 1970 por El contenido del corazón
- Premio Miguel de Unamuno 1972
- Premio Nacional de Ensayo 1973
- Premio José Lacalle 1975
- Premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla 1981
- Premio Cátedra de Poesía Fray Luis de León-Ciudad de Salamanca 1982
- Premio Cervantes 1982
- Medalla de honor de la Fundación Rodríguez Acosta (1986)
Enlaces de interés :
https://www.cervantesvirtual.com/obra/poemas-9