Estefanía Gaurre de la Canal, conocida como Sor Estefania de la Encarnación (Madrid, 1597-1665). Religiosa, mística, poeta y pintora.
Estefanía nació en Madrid probablemente en 1597 de un padre “de lo noble de Borgoña” (fol. 6roa) que servía en la prestigiosa Guardia de los Archeros de Corps. Su madre venía de una familia más modesta (“aunque […] era bien nacida, era pobre y no cosa que igualase a mi padre” [fol. 6vob]), pero era lo suficientemente culta como para enseñar a Estefanía a leer “ella misma” (fol. 10roa).
La joven Estefanía pasó varios años viviendo con una tía materna y su marido, el pintor Alonso Páez (m. 1612), quien gozaba de cierta fama como copista y retratista y en cuyo taller Estefanía empezó a trabajar como pintora. Más allá de este ambiente artesano que la rodeaba, Estefanía practicaba en compañía de su madre la costumbre de visitar casas de mujeres de la alta nobleza, incluidas benefactoras de conventos y damas de la reina como Beatriz de Villena, a quien Estefanía dio lecciones de pintura y que luego profesó como clarisa en el Monasterio de la Ascensión de Nuestro Señor (también conocido como Santa Clara) en Lerma, donde la propia Estefanía profesaría unos años después. Dadas sus conexiones con la corte, no es sorprendente que el talento artístico de la joven Estefanía llegara a oídos del duque de Lerma, el favorito del rey Felipe III. El duque patrocinaba el Monasterio de la Ascensión en Lerma (institución fundada por su nuera, la duquesa de Uceda), y fue él quien la incitó a tomar votos allí, excusándosele la dote a cambio de su labor como pintora.
Estefanía ingresó en el Monasterio de la Ascensión en 1615 cuando contaba con unos dieciocho años de edad, y permanecería allí hasta su muerte en 1665.
La principal fuente para la biografía de Estefanía es su propia Vida. Igual que otras autoras de autobiografías espirituales, Estefanía la redactó a petición de su confesor, el franciscano Alonso de Villamediana, a quien, según su prólogo, le parecía conveniente que la monja “escribiese de su mano” una relación de su camino espiritual tanto “para memoria de lo pasado, como para lo porvenir” –seguramente con miras a un posible proceso de beatificación. Villamediana afirmaba que él mismo agregó al manuscrito los títulos de los capítulos (veintiséis en total), en los cuales se refiere a Estefanía como “sierva de Dios”, un término utilizado para las personas de piedad ejemplar, incluyendo a los candidatos y las candidatas para la beatificación. Como es habitual en las autobiografías espirituales, la Vida de Estefanía relata sus experiencias en “el siglo” y traza su desarrollo religioso desde la infancia hasta la madurez, hasta los treinta y cuatro años que tenía cuando escribió la obra. En su autobiografía enfatiza los altibajos de la vida conventual: sus dificultades para encontrar un confesor capaz de entender su práctica de oración mental, sus labores en el convento, sus muchas enfermedades y visiones y, por último, el logro del más alto nivel de la unión divina, lo que Estefanía, siguiendo a santa Teresa, llama el “matrimonio” espiritual (fol. 193vob).
Estefanía se vale a menudo de metáforas basadas en la vida cotidiana –metáforas accesibles para las monjas que, junto con su confesor, seguramente habrían sido las primeras destinatarias de su Vida. En un ejemplo particularmente elocuente, Estefanía se apoya en el campo semántico del tejido para expresar su comprensión, gracias a una “inteligencia” mística, de la imperfección de su naturaleza frente a la gracia divina:
En la que voy dando y pasando con ella adelante no podré significar si no es con un ejemplo, el modo que yo vi y alcancé mi conciencia, y sea [el] ver una tela de trama albísima y blanca, y urdiembre parda y obscura; así se descubría en mi vida urdiembre de un natural imperfecto, en trama de tantas mercedes de Dios (fol. 151vob)
No es la primera vez que Estefanía utiliza metáforas textiles; antes ha descrito cómo “hacía Dios la tela de lo que importaba a mi alma, con trama de trabajos y urdiembre de tantos favores, o al revés urdiembre de trabajos y trama de tantos gustos y regalos” (fol. 93vob).
El manuscrito original de Vida está hoy perdido, pero se conocen dos copias anónimas del siglo XVII, una conservada en la Biblioteca Nacional de España y otra en la de la Universidad de Salamanca.
Además de Vida, Estefanía escribió una obra de espiritualidad, El tabernáculo místico (también conocida como La fábrica del tabernáculo) del cual existen múltiples ejemplares manuscritos tempranos. Uno de ellos incluye un retrato póstumo de Estefanía que junto con la elegancia de la letra sugiere que el manuscrito se habría producido con miras a una posible publicación.
Escribió también un ambicioso tratado teológico, Las siete hojas, del cual no nos ha llegado ningún ejemplar completo, así como una pequeña obra inconclusa y hoy perdida, Prados de Jerusalén.
Sus talentos literarios fueron reconocidos en sus primeros años en el convento. Cuenta que “los [días] de fiesta me ocupaba en jeroglíficos y poesías” (fol. 54vob), géneros imprescindibles en las celebraciones religiosas en la época –y, en el caso de los jeroglíficos, obras que habrían incluido imágenes tanto pictóricas como verbales. Más adelante, Estefanía recuerda que, para la beatificación de Pascual Baylón (1618), “me mandó la obediencia le hiciese algunos servicios en su alabanza, ya en pintura, ya en poesía, para celebrar la fiesta que digo” (fol. 102roa). Esa fue “la primera vez que salieron fuera de casa poesías de mi mano”, lo que da a entender que no fue la última (fol. 102roa). Lamentablemente, sus versos no han llegado hasta nuestros días. Sin embargo, la Vida ofrece atisbos de su talante poético.
En cuanto a su producción artística, Estefanía manifiesta una compleja relación con su capacidad y su práctica como pintora. Por un lado, su talento artístico se presenta como un don de la gracia divina directa y necesariamente vinculado con su camino espiritual; por otro, a veces entra en marcado conflicto con ese camino. El descubrimiento mismo de su talento ocurre como una revelación sobrenatural. Así nos lo cuenta Estefanía, un día ya viviendo en casa de sus tíos:
“estaba un primo mío dibujando, y había algunos tiempos que lo hacía. Y no podía salir con hacer nada de provecho. Porque esto de la pintura ha menester inclinación, y él no la tenía. En fin, llegueme a ver lo que hacía. Y riéndome, dije, “mejor lo haré yo”. Y, tomando el lápiz, hice un dibujo de Nuestra Señora, tal que todos los que entendían de ello se hacían cruces y no acababan de espantarse, teniendo a milagro cosa semejante” (fol. 23vob).
El relato de cómo descubrió su don artístico sin ningún esfuerzo o práctica previa se alinea con los tópicos asociados con el ingenio artístico de la época seguramente conocidas por Estefanía dado su trato con artistas y aficionados madrileños. Pero independientemente de esta Presentación “mística” de su talento, sabemos que Estefanía se define como una mujer y una pintora culta: afirma ser “amiguísima de saber” (fol. 24roa) y asegura que esa inclinación la empujó a seguir dibujando tras el descubrimiento de su don. Más adelante también alude al esfuerzo intelectual y no meramente mecánico que requería “el ejercicio de pintar” en el convento cuando explica que “tanto trabajo a la cabeza”, junto con la intensidad de su devoción religiosa, la hizo caer enferma “(fol. 69roa).
Curiosamente Estefanía insiste en que no recibió más que una sola lección de dibujo de su tío pintor –“no me dio otra ni yo quise aprenderlo” (fol. 24roa)– aunque en el mismo capítulo indica que pasó “dos años” en su taller, donde habría continuado su aprendizaje (fol. 27roa).
De acuerdo con su vocación como monja contemplativa, lo fundamental para ella es el origen divino de su producción artística –o, mejor dicho, lo fundamental es su devoción y sus inquietudes espirituales, no la pintura. De hecho, la actividad de Estefanía como pintora llegó a entrar en conflicto con su vida religiosa. Antes de su profesión, sus padres se habían vuelto tan dependientes del dinero que sus encargos aportaban a la economía familiar que se opusieron rotundamente a que tomara los votos. Solo el poder del duque de Lerma, que, junto con su hijo el duque de Uceda “mandaba entonces el mundo”, venció la resistencia paterna (fol. 45vob). Y si bien era por sus capacidades artísticas que Lerma le abrió el camino hacia al convento, una vez llegada allí la pintura se le presentaba cada vez más como un obstáculo en su vocación sagrada, llevándola a lamentar que “no había venido a la religión para pintar, sino amar a quien me determiné buscar” (fol. 55roa).
Estefania tuvo de referentes a Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz. Como en el caso de los santos carmelitas, la experiencia espiritual de Estefanía es netamente visual, constituida por múltiples visiones místicas, muchas de ellas inspiradas en o comparables a pinturas y verbalmente comunicadas en un lenguaje necesaria y conscientemente figurativo –en el sentido etimológico más plástico de la palabra. Como señalaba Orozco Díaz, las imágenes sagradas formaban una parte destacable en la vida espiritual de Santa Teresa, quien incluso encargó algunas obras basadas en sus visiones; por su parte, San Juan experimentó con las imágenes talladas y con el dibujo, lo que le movería a pergeñar su famoso Cristo crucificado. Este afán plástico se vuelve más patente en el caso de Estefanía al tratarse de alguien que trabajó como pintora en su juventud y en el convento. De esta manera, su destino como esposa divina está inseparablemente ligado a su ejercicio artístico.
Anónimo, frontispicio de Estefanía de la Encarnación, El tabernáculo místico, 1627–1628, Madrid, Biblioteca Nacional de España, MSS 6280. Obra en dominio público.Crédito fotográfico: Biblioteca Digital Hispánica.
Enlaces de interés :
Fuente de la bio: Laura R. Bass e Tanya J. Tiffany, «El pincel y la pluma en la Vida de sor Estefanía de la Encarnación»https://journals.openedition.org/e-spania/33822?lang=pt
Manuscrito de Vida : https://bdh.bne.es/bnesearch/detalle/bdh0000145512
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