Escritos y Conversación con Emma Goldman

Conversando con Emma Goldman

Es ya la segunda vez que Emma Goldman, la muy célebre propagandista anarquista, viene a España. Acudió enseguida el año pasado, después de las jornadas de julio, ofreciendo su solidaridad, inteligencia y experiencia, a favor de la causa por la que lucha desde hace cincuenta años con fe, pasión y sacrificios. Es pues la segunda vez que me encuentro con ella para intercambiar unas impresiones en una breve conversación. Y le hice esta pregunta:

Podría verte de nuevo, Emma, no para una larga entrevista, sino para precisar bien tu pensamiento para los lectores del Risveglio anarchico de Ginebra.

Sin vacilar un segundo me contestó:

Vale. Prepara tus preguntas, y nos podemos encontrar mañana.

De hecho, a la hora convenida, nos encontramos en un cuartito de la Regional que le sirve de despacho durante su estancia y allí empieza la conversación.

Ante todo dime ¿cómo encuentras a España, y en especial Cataluña, desde los meses en que no estuviste?

Evidentemente ¿quién no ve que todo ha cambiado? ¿quién no ve que los compañeros de la CNT-FAI, dominando ya de la situación y estando en los puestos de mayor responsabilidad, ahora lo han perdido todo, si bien tienen quizás más que antes la masa fiel a los dos organismos? ¿Quién no sabe y no ve que los comunistas, de momento en la dirección de la cosa pública, no tienen ningún éxito? El pueblo los detesta y terminado el chantaje debido a los suministros rusos de armas, bien pagadas además pero absolutamente necesarias, en tierra de España el estalinismo no arraigará nunca. Conviene por lo tanto aguardar y todo deja esperar que, liquidada la guerra, la vuelta a la acción directa nos llevará a las posiciones perdidas, siempre que no se repitan funestos errores.

¿Crees también que la CNT FAI, a pesar de los errores a que aludes, ha ganado terreno en toda España?

Ciertamente, absolutamente en todas las provincias, principalmente de Madrid y de Valencia, nuestras ideas se afirman y se desarrollan de modo extraordinario. Basta que sepas que en esta última gira que hice con Federica Montseny y Souchy, por todas partes hablamos delante de muchedumbres inmensas, vibrantes de un gran entusiasmo, atentas sobre todo a nuestras afirmaciones más audazmente anarquistas.

¿Crees que la CNT-FAI, vencedora incontestada en las jornadas de julio, puede empujar más a fondo la revolución?

Estoy profundamente persuadida, segurísima, que si la CNT-FAI, teniendo todo en sus manos y bajo su dependencia, hubiese bloqueado los bancos, disuelto y eliminado guardias de asalto y guardias civiles, puesto candado a la Generalidad en vez de entrar en ella para colaborar, dando un golpe mortal a toda la vieja burocracia, barrido a los adversarios vecinos y lejanos, hoy, se puede estar seguro, no sufriríamos l situación que nos humilla y nos hiere, por que la revolución hubiera tenido para consolidarse lógicos desarrollos. Dicho esto, no entiendo afirmar que los compañeros hubieran podido realizar la anarquía, pero sí encaminarlo, aproximarse lo más posible a ese comunismo libertario de se habla aquí. Para ser, con todo, objetiva, es necesario que diga, en honor a los compañeros españoles, que son los primeros que han hecho un experimento de realizaciones colectivistas en el campo y las fábricas, ejemplo único en la historia, en tiempo de guerra y revolución.

¿No crees que fue un grave error la participación de los anarquistas en el gobierno?

Naturalmente, y cómo podría pensarlo de otro modo después de medio siglo de propaganda hecha en contra del Estado y de la autoridad, cómo podría aprobar y ratificar contradicción y la incoherencia para con las ideas que aprecio? Entendámonos. Los compañeros españoles han creído que no podían actuar diferentemente por el interés de la revolución, por tanto si critico y no apruebo no voy hasta condenarlos. No comprendieron que de un compromiso con refinados político, tenía que resultar inevitable, fatalmente un engaño, sobre todo si se fundaba en la política ambigua, tortuosa y falsa de Francia, Inglaterra y Rusia. Los resultados no podían ser otros que lo que fueron y son. Y si yo desde hace veinte años combato el bolchevismo no es sólo por su dictadura, sino y sobre todo para rechazar cualquier compromiso, los compromisos con los bolcheviques u otros, incitando a negar el anarquismo y a obrar contra la anarquía. La prueba es que la participación de los nuestros en el gobierno ha dado los resultados más desastrosos. Aunque no quiero ser absoluta en mi juicio, espero que no van a repetir los mismos errores, por los que se sacrifican fe, rectitud, independencia, para conseguir nada de nada de los improvisados amigos, para ser primero premiados con insultos y calumnias y después, como ahora, encarcelados, apuñalados, y además, fusilados.

Augustin-Souchy y Emma-Goldman en una colectividad en L’Hospitalet de Llobregat (foto: Estel Negre)

¿Ves tú también que ahora la CNT, a pesar del descontento que provoca entre sus afiliados, practica demasiado la consigna de la no resistencia a todas las provocaciones de la reacción, y que ha llegado el momento de defenderse, para no morir, como dicen los franceses, à petit feu?

Lo veo también, y estoy de acuerdo contigo, que la CNT hace concesiones exageradas sin necesidad, pero todos los compañeros con quienes tomo contacto y que interrogo están obsesionados por la necesidad de ganar la guerra y aniquilar el fascismo, ¡razón por la cual se dicen forzados a doblegarse, callar y tolerar resignados la arbitrariedad del querido hermano en antifascismo! A mi parecer enjuician mal la situación, y puedes entender que tengo una buena respuesta porque si es muy verdadero que es necesario combatir el fascismo hasta el final, no puedo admitir en absoluto que se tenga que tolerar otro fascismo más peligroso y nefasto, enmascarado de popular, y que se deba ceder y ceder siempre hasta el punto de hacer de la CNT, la más fuerte de las fracciones antifascistas, una criada menor de edad y despreciable. Añade a eso el dejar hacer, el dejar obrar dado a los gobernantes, de ahí el apetito que les viene comiendo porque tienen por característica totalitaria de cortar y tomar siempre algo al pueblo, para terminar con privarlo de todas sus conquistas y arrinconarle en la miseria y en la esclavitud. Los hechos lo muestran todos los días y, como yo lo decía, de concesiones en concesiones se van a perder todos los derechos, se van a perder el pan, la libertad y la vida, con perder también la guerra y la revolución.

¿No ves ahora que la teoría de la no resistencia hace de la CNT un organismo que prácticamente acabará en el mezquino reformismo conservador y conformista, que deploramos siempre y deploramos, como una cojera, una parálisis de cada movimiento?

Exacto, pero no creo aún que los nuestros han perdidos fe en la acción revolucionaria. Incluso si en este punto igualmente están en el error, que llamaré de evaluación, no percatándose de que persistiendo en las renuncias y las concesiones al enemigo, ya deploradas, con buena fe y sin quererlo, llevan el proletariado español a la derrota, como han hecho y harán siempre las Centrales sindicales, carentes de dinamismo revolucionario. Pero, compañero, no hay que desesperar ; conozco demasiado los compañeros españoles y conozco demasiado la historia de su movimiento sindical, avezado en mil y mil batallas, habituado a todas las tormentas de la reacción, y, además, no se debe olvidar que aqui el sindicalismo es método de acción y de ataque, que no conoce y no conocerá jamás la renuncia y el compromiso, porque, en una palabra, es anarquista y volverá a vivir en sus hombres y en sus luchas como anarquismo, hasta si por azar un sedicente dirigente tuviera por deformación profesional tener la veleidad de conducir sus “ tropas ” por una mala vía.

Para terminar te voy a decir que he visto y hablado en las trincheras con jóvenes compañeros, llenos de ardiente fe, que aseguran que no van a dejar el arma hasta que se cumpla la revolución, como me he acercado de otros en la retaguardia que roban al descanso y al recreo tiempo para su ininterrumpida actividad de militantes, que hablan, escriben y obran, convencidos todos que la batalla no se ha perdido y continúa, porque el anarquismo no ha dicho su última palabra, por ser aspiración del pueblo y sacar de él fuerzas indestructibles para el porvenir que ha de ser nuestro. Salí de Londres casi convencida yo también, y era la opinión general de los compañeros, que la revolución española era perdida, derrotada y con ella nuestro movimiento. Volveré a Londres y recorreré toda Inglaterra para afirmar en escritos y discursos que la revolución española resiste a todas las coaliciones del capitalismo internacional, persuadida más que nunca que el anarquismo es la única salvación de la clase obrera. Es imposible matarlo, es demasiado sentido y amado, tiene raíces profundas en todo y por doquier, demostrándose como el intérprete desinteresado y sincero de la regeneración española, el único movimiento fuerte que, de extenderse a todo el mundo, pueda indicar al proletariado la vía segura de su emancipación integral.

Aquí ha terminado, Emma Goldman y como lo ven los lectores, sus conclusiones no necesitan aclaraciones.

Barcelona, 6-10-37,

D. L. [Domenico Ludovici]

Emma Goldman sostiene una pancarta en solidaridad con los anarquistas españoles durante la celebración del Primero de Mayo de 1937 en Hyde Park (UC Berkeley Library)

Entrevista concedida: En Barcelona, el 6 de octubre de 1937.
Publicada por vez primera: Il Risveglio Anarchico, Ginebra, año XXXV, N° 984, 23-X-1937. Luego citada por Azaretto en “Las pendientes resbaladizas”, Montevideo, 1937, con un párrafo traducido e incorporado en cursiva. 
Versión digital: Esta edición: Marxists Internet Archive, enero de 2010. https://www.marxists.org/espanol/goldman/1937/001.htm



Entierro de José Buenaventura Durruti

Durruti ha muerto, pero está vivo todavía

Por Emma Goldman

Traducción de la compañera Fanny Tardío de la carta «Durruti is dead, yet living» escrita por Emma Goldman en 1936 tras el asesinato de Buenaventura Durruti.

Durruti, con quien estuve hace nada más que un mes, perdió su vida en los combates de las calles de Madrid.

Conocía a este rebelde del movimiento revolucionario y anarquista español solamente por mis lecturas sobre él. Desde mi llegada a Barcelona pude conocer muchas historias tan fascinantes sobre Durruti y su columna que me animaron a ir al frente de Aragón donde era el espíritu que guiaba a las bravas y valientes milicias que luchaban allí contra el fascismo.

Llegué al cuartel general de Durruti al atardecer, absolutamente agotada por el largo trayecto por una carretera accidentada. Unos minutos con Durruti fueron como una poderosa  bebida estimulante, refrescante y tonificante. Con un cuerpo poderoso que parecía esculpido en las rocas de Montserrat, Durruti encarnaba sin dificultad a la personalidad más brillante entre los anarquistas con la que me había encontrado desde mi llegada a España. Su potente energía me electrificó como parecía afectar a todo aquel que permaneciese dentro de su radio.

Encontré a Durruti en una auténtica colmena de actividad. Los hombres iban y venían, el teléfono sonaba para él constantemente. Y si no fuese bastante, el ensordecedor martilleo de los trabajadores que estaban construyendo un cobertizo de madera para el equipo de Durruti. A pesar de todo el barullo y las continuas llamadas para Durruti permanecía sereno y paciente. Me recibió como si me conociese de toda la vida. La cortesía y calidez de un hombre comprometido a vida o muerte en la lucha contra el fascismo fue algo que no esperaba.

Había oído muchas cosas acerca de la maestría de Durruti para gobernar la columna que llevaba su nombre. Tenía curiosidad por saber mediante qué otros medios además de los militares consiguió unir a 10.000 voluntarios sin tener ninguna formación militar previa o experiencia de ninguna clase. Durruti pareció sorprendido de que yo, una veterana anarquista, me atreviese a hacer semejante pregunta.

«He sido un anarquista toda mi vida –replicó–, y espero seguir siéndolo. Me parecería realmente muy triste que tuviese que convertirme en un general y gobernar a los hombres con la disciplina castrense. Han venido a mí voluntariamente, están preparados para entregar sus vidas a la lucha antifascista. Creo, como siempre he creído, en la libertad. La libertad que descansa en el sentido de responsabilidad. Creo que la disciplina es indispensable pero tiene que ser una disciplina interior motivada por un propósito común y un fuerte sentimiento de camaradería».
Se ganó la confianza y el afecto de los hombres porque nunca actuó como un superior. Era uno de ellos. Comía y dormía tan austeramente como ellos. A menudo incluso se privaba de hacerlo.

Llegué en la víspera de un ataque que Durruti había preparado para la mañana siguiente. Al despuntar el día Durruti, con su rifle al hombro como el resto de la milicia, iba en cabeza. Junto a ella hizo retroceder al enemigo cuatro kilómetros e incluso consiguió hacerse con una importante cantidad de armas que el enemigo había dejado atrás durante la retirada.

El ejemplo moral de su sencillo igualitarismo no era, ni mucho menos, la única explicación de la influencia de Durruti. Había otra, su capacidad para hacer que los milicianos comprendieran el  sentido profundo de la guerra antifascista –el sentido que había dominado toda su vida y que había aprendido a orientar hacia los pobres y de los más pobres de entre los pobres–.

Durruti me habló de su preocupación por los difíciles problemas que atravesaban los hombres cuando salían de permiso precisamente en los momentos en los que más falta hacían en el frente. Los hombres, evidentemente, conocían bien a su líder, conocían su determinación, su voluntad de hierro. Pero también conocían la comprensión y compasión escondidas tras una austera vida exterior. ¿Cómo podía soportarlo cuando los hombres regresaban de haber estado de permiso en casa con su familia, sus mujeres, sus hijos?

Un Durruti acosado antes de los gloriosos días de julio de 1936, como una fiera de país en país. Encarcelado durante largos períodos como un criminal. Incluso condenado a muerte. Él, el odiado anarquista, odiado por la siniestra trinidad: la burguesía, el estado y la iglesia. Un vagabundo sin techo y sin sentimientos como el genio maléfico del capitalismo proclamaba. Qué poco conocían a Durruti. Qué poco comprendían su auténtica sabiduría. Nunca fue indiferente a las necesidades de sus camaradas. Ahora, sin embargo, estaba comprometido en una batalla desesperada contra el fascismo en defensa de la revolución, y se necesitaba a cada hombre en su puesto, una situación muy difícil de abordar. Pero el ingenio de Durruti venció todas las dificultades. Escuchó pacientemente muchas historias sobre personas desafortunadas y, después, se dedicó a divulgar la causa de las enfermedades de los pobres. Sobrecarga de trabajo, malnutrición, falta de aire limpio, falta de alegría de vivir.

«Camarada, ¿puedes comprender que la guerra que tú y yo libramos es para garantizar la revolución y que la revolución quiere acabar con la miseria y el sufrimiento de los pobres? Tenemos que derrotar a nuestro enemigo fascista. Debemos ganar la guerra. Eres una parte esencial en ello. ¿Lo ves, camarada?»

A veces algún hombre se obcecaba e insistía en dejar el frente. «Bien, le decía Durruti, pero te irás a pie y para cuando llegues a tu pueblo todo el mundo sabrá que tu coraje te ha abandonado, que has huido y que has eludido la tarea que tú solo te impusiste». Funcionaba de maravilla. El hombre suplicaba que le dejaran volver. No había intimidación, coerción o castigos disciplinarios para mantener en el frente a la columna Durruti. Era solo la volcánica energía del hombre la que empujaba adelante a cada uno y les hacía sentir a todos como uno solo.

Un gran hombre este anarquista Durruti, un líder nato y maestro de hombres, un camarada cabal y afectuoso, todo en una sola persona. Y ahora Durruti está muerto. Su gran corazón no latirá nunca más. Su poderoso cuerpo caído como un árbol gigante.  Todavía no. Durruti no ha muerto todavía. Los cientos de miles de personas que asistieron a rendir su último homenaje a Durruti el domingo 22 de noviembre de 1936 lo testifica.

No, Durruti no ha muerto. El fuego de su espíritu está vivo en todo aquel que lo conoció y lo quiso, nunca podrá ser extinguido. Las masas ya han vuelto a levantar bien alta la antorcha que cayó de las manos de Durruti. Con espíritu triunfante la llevan ante ellos en el mismo camino que Durruti había abanderado durante años. El camino que lleva a la más alta cima de los ideales de Durruti. Este ideal fue el anarquismo −la gran pasión en la vida de Durruti−. Se entregó a él completamente. Le fue fiel hasta su último aliento.

Una prueba de la gentileza de Durruti es su preocupación por mi seguridad. No había un lugar donde hospedarme por la noche en el cuartel general. La localidad más próxima era Pina. Pero había sido repetidamente bombardeada por los fascistas. Durruti fue muy reacio a enviarme allí. Yo insistí en que estaba bien. Solo se muere una vez.[1] Pude notar el orgullo en su semblante de que su vieja camarada no tuviese miedo. Y me dejó marchar bajo una doble guardia.

Le agradezco que me diera la excepcional oportunidad de conocer a muchos de sus compañeros de armas y también la de hablar con la gente del pueblo. El espíritu de esas más que probadas víctimas del fascismo fue muy impresionante.

El enemigo estaba a tan solo una corta distancia de Pina, al otro lado de un arroyo. Pero no hubo miedo ni flojera entre la gente. Lucharon heroicamente. «Antes muerto que bajo el fascismo», me dijeron. «Hasta el último de nosotros caminará y caerá con Durruti en la lucha antifascista».

En Pina encontré a una niña de ocho años, una huérfana que había sido uncida al yugo de durísimas tareas en una familia fascista. Sus manitas estaban rojas e hinchadas. Sus ojos llenos de horror desde el shock espantoso que tuvo que vivir a manos de los secuaces de Franco. La gente de Pina era pobre de solemnidad. Sin embargo, todo el mundo dio a esta niña maltratada cariño y cuidados como no había conocido antes.

La prensa europea compitió, desde el comienzo de la contienda antifascista, para calumniar y vilipendiar a los defensores de la libertad españoles. No ha habido día, durante los últimos cuatro meses, en el que esos sátrapas del fascismo europeo no escribiesen las crónicas más sensacionalistas sobre las atrocidades cometidas por las fuerzas revolucionarias. Cada día, los lectores de esa prensa amarilla eran alimentados con los imaginados disturbios y desórdenes en Barcelona y otras ciudades y pueblos liberados de la invasión fascista.

Después de haber viajado por Cataluña, Aragón y el Levante y haber visitado cada pueblo y cada ciudad del camino, puedo testificar que no hay ni una sola palabra verdadera en ninguna de esas terroríficas crónicas que he leído en algunos periódicos ingleses y europeos.

Un ejemplo reciente de la total deshonestidad de la  creación de noticias falsas fue orquestado por algunos de los periódicos que cubrieron la muerte del heroico líder anarquista en la lucha antifascista, Buenaventura Durruti.

De acuerdo con sus crónicas totalmente absurdas, la muerte de Durruti supuestamente ha  provocado en Barcelona violentos altercados y sediciones entre los camaradas del héroe revolucionario Durruti.

Quien quiera que haya sido quien escribió esta ridícula invención no puede haber estado en Barcelona. Y mucho menos sabrá nada sobre el lugar que ocupa Buenaventura Durruti en los corazones de los miembros de la CNT y la FAI. Y lo que es más, en los corazones y los sentimientos de mucha gente a pesar de que puedan tener divergencias con los ideales políticos y sociales de Durruti.

En honor a la verdad, nunca hubo una unidad tan completa en toda la jerarquía del frente popular de Cataluña como la habida desde el primer momento en que se hizo pública la noticia de la muerte de Durruti  hasta el último, cuando se le dio sepultura.

Todos los partidos de todas las tendencias políticas que luchaban contra el fascismo asistieron al completo a rendir un sentido homenaje a Buenaventura Durruti. No solo los compañeros cercanos de Durruti, contados por cientos de miles entre todos los aliados de la lucha antifascista, sino también la mayor parte de la población de Barcelona, manifestada en una constante riada humana. Todos llegaron para participar en el largo y agotador cortejo fúnebre. Nunca antes Barcelona había sido testigo de una marea humana cuyo silencioso dolor se alzaba y caía al unísono.

Igual que los camaradas de Durruti, camaradas estrechamente unidos por sus ideales y camaradas igual de unidos por la valerosa columna que organizó. Su admiración, su afecto, su devoción y respeto no dejaba sitio para la discordia ni los altercados. Eran uno solo en su dolor y en su determinación de continuar la batalla contra el fascismo y para el éxito de la revolución para la cual Durruti había vivido, luchado y apostado todo hasta su último aliento.

¡No, Durruti no ha muerto! Está más vivo que mientras vivió. Su glorioso ejemplo será emulado por todos los trabajadores y campesinos, por todos los oprimidos y desheredados. El recuerdo del valor y la bravura de Durruti les alentará en las grandes hazañas hasta que el fascismo sea aniquilado. Entonces comenzará el verdadero trabajo, el trabajo de crear una nueva estructura social con valores humanos, justicia y libertad.

¡No y no! ¡Durruti no ha muerto! Vive en nosotros para siempre.


[1] La frase completa es pronunciada por el Julio Cesar que retrató Shakespeare y dice: «A coward dies a thousand deaths, but the valiant taste death but once». Se puede traducir como: “Un cobarde muere un centenar de muertes, pero el valiente saborea la muerte solo una vez”.Emma Goldman Traducción: Fanny Tardío

Fuente : Portal Libertario OACA

La tragedia de la emancipación de la mujer

Por Emma Goldman

COMENZARÉ ADMITIENDO lo siguiente: sin tener en cuenta las teorías políticas y económicas que tratan de las diferencias fundamentales entre las varias agrupaciones humanas; sin miramiento alguno para las distinciones de raza o de clase, sin parar mientes en la artificial línea divisoria entre los derechos del hombre y de la mujer, sostengo que puede haber un punto en cuya diferenciación misma se ha de coincidir, encontrarse y unirse en perfecto acuerdo.

Con esto no quiero proponer un pacto de paz. El general antagonismo social que se posesionó de la vida contemporánea, originado, por fuerzas de opuestos y contradictorios intereses, ha de derrumbarse cuando la reorganización de la vida societaria, al basarse sobre principios económicos justicieros, sea un hecho y una realidad.

La paz y la armonía entre ambos sexos y entre los indivi- duos, no han de depender necesariamente de la igualdad su- perficial de los seres, ni tampoco traerá la eliminación de los rasgos y de las peculiaridades de cada individuo. El problema planteado actualmente, pudiendo ser resuelto en un futuro cercano, consiste en preciarse de ser uno mismo, dentro de la comunión de la masa de otros seres y de sentir hondamente esa unión con los demás, sin avenirse por ello a perder las caracte- rísticas más salientes de sí mismo. Esto me parece a mí que deberá ser la base en que descanse la masa y el individuo, el verdadero demócrata y el verdadero individualista, o donde el hombre y la mujer han de poderse encontrar sin antagonismo alguno. El lema no será: perdonaos unos a otros, sino: com- prendeos unos a otros. La sentencia de Mme. Stael citada frecuentemente: «comprenderlo todo es perdonarlo todo», nunca me fue simpática; huele un poco a sacristía; la idea de perdonar a otro ser demuestra una superioridad farisaica.

Comprenderse mutuamente es para mí suficiente. Admitida en parte esta premisa, ella presenta el aspecto fundamental de mi punto de vista acerca de la emancipación de la mujer y de la entera repercusión en todas las de su sexo.

Su completa emancipación hará de ella un ser humano, en el verdadero sentido. Todas sus fibras más íntimas ansían llegar a la máxima expresión del juego interno de todo su ser, y barrido todo artificial convencionalismo, tendiendo a la más completa libertad, ella irá luego borrando los rezagos de centenares de años de sumisión y de esclavitud.

Este fue el motivo principal y el que originó y guió el movimiento de la emancipación de la mujer. Mas, los resultados hasta ahora obtenidos, la aislaron despojándola de la fuente primaveral de los sentidos y cuya dicha es esencial para ella. La tendencia emancipadora, afectándole sólo en su parte externa, la convirtió en una criatura artificial, que tiene mucho parecido con los productos de la jardinería francesa, con sus jeroglíficos y geometrías en forma de pirámide, de conos, de redondeles, de cubos, etc.; cualquier cosa, menos esas formas sumergidas por cualidades interiores. En la llamada vida intelectual, son numerosas esas plantas artificiales en el sexo femenino.

¡Libertad e igualdad para las mujeres! Cuántas esperanzas y cuántas ilusiones despertaron en el seno de ellas, cuando por primera vez estas palabras fueron lanzadas por los más valerosos y nobles espíritus de estos tiempos. Un sol, en todo el esplendor de su gloria emergía para iluminar un nuevo mundo; ese mundo, donde las mujeres se hallaban libres para dirigir sus propios destinos; un ideal que fue merecedor, por cierto, de mucho entusiasmo, de valor y perseverancia, y de incesantes esfuerzos por parte de un ejército de mujeres, que combatieron todo lo posible contra la ignorancia y los prejuicios.

Mi esperanza también iba hacia esa finalidad, pero opino que la emancipación, como es interpretada y aplicada actualmente, fracasó en su cometido fundamental. Ahora la mujer se ve en la necesidad de emanciparse del movimiento emancipacionista si desea hallarse verdaderamente libre. Puede esto parecer paradójico, sin embargo es la pura verdad.

¿Qué consiguió ella, al ser emancipada? Libertad de sufragio, de votar. ¿Logró depurar nuestra vida política, como algunos de sus más ardientes defensores predecían? No, por cierto. De paso hay que advertir, ya llegó la hora de que la gente sensata no hable más de corruptelas políticas en tono campanudo. La corrupción en la política nada tiene que ver con la moral o la laxitud moral de las diversas personalidades políticas.

Sus causas proceden de un punto solo. La política es el re- flejo del mundo industrial, cuya máxima es: bendito sea el que más toma y menos da; compra lo más barato y vende lo más caro posible, la mancha en una mano, lava la otra. No hay esperanza alguna de que la mujer, aun con la libertad de votar, purifique la política.

El movimiento de emancipación trajo la nivelación económica entre la mujer y el hombre; pero como su educación física en el pasado y en el presente no le suministró la necesaria fuerza para competir con el hombre, a menudo se ve obligada a un desgaste de energías enormes, a poner en máxima tensión su vitalidad, sus nervios a fin de ser evaluada en el mercado de la mano de obra. Raras son las que tienen éxito, ya que las mujeres profesoras, médicas, abogadas, arquitectas e ingenieras, no merecen la misma confianza que sus colegas los hombres, y tampoco la remuneración para ellas es paritaria. Y las que al- canzan a distinguirse en sus profesiones, lo hacen siempre a expensas de la salud de sus organismos. La gran masa de muchachas y mujeres trabajadoras, ¿qué independencia habrían ganado al cambiar la estrechez y la falta de libertad del hogar, por la carencia total de libertad de la fábrica, de la confitería, de las tiendas o de las oficinas? Además está el peso con el que cargarán muchas mujeres al tener que cuidar el hogar doméstico, el dulce hogar, donde solo hallarán frío, desorden, aridez, después de una extenuante jornada de trabajo. ¡Gloriosa independencia esta! No hay pues que asombrarse que centenares de muchachas acepten la primera oferta de matrimonio, enfermas, fatigadas de su independencia, detrás del mostrador, o detrás de la máquina de coser o escribir. Se hallan tan dispues- tas a casarse como sus compañeras de la clase media, quienes ansían substraerse de la tutela paternal.

Esa sedicente independencia, con la cual apenas se gana para vivir, no es muy atrayente, ni es un ideal; al cual no se puede esperar que se le sacrifiquen todas las cosas. La tan ponderada independencia no es después de todo más que un lento proceso para embotar, atrofiar la naturaleza de la mujer en sus instintos amorosos y maternales.

Sin embargo la posición de la muchacha obrera es más natural y humana que la de su hermana de las profesiones libera- les, quien al parecer es más afortunada, profesoras, médicas, abogadas, ingenieras, las que deberán asumir una apariencia de más dignidad, de decencia en el vestir, mientras que interiormente todo es vacío y muerte.

La mezquindad de la actual concepción de la independencia y de la emancipación de la mujer; el temor de no merecer el amor del hombre que no es de su rango social; el miedo que el amor del esposo le robe su libertad; el horror a ese amor o a la alegría de la maternidad, la inducirá a engolfarse cada vez más en el ejercicio de su profesión, de modo que todo esto convierte a la mujer emancipada en una obligada vestal, ante quien la vida, con sus grandes dolores purificadores y sus profundos regocijos, pasa sin tocarla ni conmover su alma.

La idea de la emancipación, tal como la comprende la mayoría de sus adherentes y expositores, resulta un objetivo limitadísimo que no permite se expanda ni haga eclosión; esto es: el amor sin trabas, el que contiene la honda emoción de la verdadera mujer, la querida, la madre capaz de concebir en plena libertad.

La tragedia que significa resolver su problema económico y mantenerse por sus propios medios, que hubo de afrontar la mujer libre, no reside en muchas y variadas experiencias, sino en unas cuantas, las que más la aleccionaron. La verdad, ella sobrepasa a su hermana de las generaciones pretéritas, en el agudo conocimiento de la vida y de la naturaleza humana; es por eso que siente con más intensidad la falta de todo lo más esencial en la vida —lo único apropiado para enriquecer el alma humana—, y que sin ello, la mayoría de las mujeres emancipadas se convierten a un automatismo profesional.

Semejante estado de cosas fue previsto por quienes supieron comprender que en los dominios de la ética quedaban aún en pie muchas ruinas de los tiempos, en que la superioridad del hombre fue indisputada; y que esas ruinas eran todavía utilizadas por las numerosas mujeres emancipadas que no podían arreglárselas sin ellas. Es que cada movimiento de tinte revolucionario que persigue la destrucción de las instituciones existentes con el fin de reemplazarlas por otra estructura social mejor, logra atraerse innumerables adeptos que en teoría abogan por las ideas más radicales, y en la práctica diaria se conducen como todo el mundo, como los inconscientes y los filisteos (burgueses), fingiendo una exagerada respetabilidad en sus sentimientos e ideas y demostrando el deseo de que sus adversarios se formen la más favorable de las opiniones acerca de ellos. Aquí, por ejemplo, tenemos los socialistas y aun los anarquistas, quienes pregonan que la propiedad es un robo, y asimismo se indignarán contra quien les adeude por el valor de media docena de alfileres.

La misma clase de filisteísmo se encuentra en el movimiento de emancipación de la mujer. Periodistas amarillos y una literatura ñoña y color de rosa trataron de pintar a las mujeres emancipadas de un modo como para que se les erizaran los cabellos a los buenos ciudadanos y a sus prosaicas compañeras. De cada miembro perteneciente a las tendencias emancipacionistas, se trazaba un retrato parecido al de Georges Sand, respecto a su despreocupación por la moral. Nada era sagrado para la mujer emancipada, según esa gente. No tenía ningún respeto por los lazos ideales de una mujer y un hombre. En una palabra, la emancipación abogaba solo por una vida de atolondramiento, de lujuria y de pecado; sin miramiento por la moral, la sociedad y la religión. Las propagandistas de los derechos de la mujer se pusieron furiosas contra esa falsa versión, y exentas de ironía y humor, emplearon a fondo todas sus energías para probar que no eran tan malas como se les había pintado, sino completamente al revés. Naturalmente —decían— hasta tanto la mujer siga siendo esclava del hombre, no podrá ser buena ni pura; pero ahora que al fin se ha libertado demostrará cuán buena será y cómo su influencia deberá ejercer efectos purificadores en todas las instituciones de la sociedad. Cierto, el movimiento en defensa de los derechos de la mujer dio en tierra con más de una vieja traba o prejuicio, pero se olvidó de los nuevos.

El gran movimiento de la verdadera emancipación no se en- contró con una gran raza de mujeres, capaces y con el valor de mirar en la cara a la libertad. Su estrecha y puritana visión, desterró al hombre, como a un elemento perturbador de su vida emocional, y de dudosa moralidad. El hombre no debía ser tolerado, a excepción del padre y del hijo, ya que un niño no vendrá a la vida sin el padre. Afortunadamente, el más rígido puritanismo no será nunca tan fuerte que mate el instinto de la maternidad. Pero la libertad de la mujer se halla estrechamente ligada a la del hombre, y las llamadas así hermanas emancipadas pasan por alto el hecho que un niño al nacer ilegalmente necesita más que otro el amor y cuidado de todos los seres que están a su alrededor, mujeres y hombres. Desgracia- damente, ésta limitada concepción de las relaciones humanas hubo de engendrar la gran tragedia existente en la vida del hombre y de la mujer moderna.

Hace unos quince años que apareció una obra cuyo autor era la brillante escritora noruega Laura Marholm. Se titulaba La mujer, estudio de caracteres. Fue una de las primeras en llamar la atención sobre la estrechez y la vaciedad del concepto de la emancipación de la mujer, y de los trágicos efectos ejercidos en su vida interior. En su trabajo, Laura Marholm traza las figuras de varias mujeres extraordinariamente dotadas y talentosas de fama internacional; habla del genio de Eleonora Duse; de la gran matemática y escritora Sonya Kovalévskaya; de la pintora y poetisa innata que fue María Bashkirtseff, quien murió muy joven. A través de la descripción de las existencias de esos personajes femeninos y a través de sus extraordinarias mentalidades, corre la trama deslumbrante de los anhelos insatisfechos, que claman por un vivir más pleno, más armonioso y más bello, y al no alcanzarlo, de ahí su inquietud y su soledad. Y a través de esos bocetos psicológicos, magistralmente realizados, no se puede menos de notar que cuanto más alto es el desarrollo de la mentalidad de una mujer, son más escasas las probabilidades de hallar el ser, el compañero de ruta que le sea completamente afín; el que no verá en ella, no solamente la parte sexual, sino la criatura humana, el amigo, el camarada de fuerte individualidad, quien no tiene por qué perder un solo rasgo de su carácter.

La mayoría de los hombres, pagados por su suficiencia, con su aire ridículo de tutelaje hacia el sexo débil, resultarían entes algo absurdos, imposibles para una mujer como las descritas en el libro de Laura Marholm. Igualmente imposible sería que no se quisiese ver en ellas más que sus mentalidades y su genio, y no se supiese despertar su naturaleza femenina.

Un poderoso intelecto y la fineza de sensibilidad y sentimiento son dos facultades que se consideran como los necesarios atributos que integrarán una bella personalidad. En el caso de la mujer moderna, ya no es lo mismo. Durante algunos centenares de años el matrimonio basado en la Biblia, hasta la muerte de una de las partes, se reveló como una institución que se apuntalaba en la soberanía del hombre en perjuicio de la mujer, exige su completa sumisión a su voluntad y a sus caprichos, dependiendo de él por su nombre y por su manutención. Repetidas veces se ha hecho comprobar que las antiguas relaciones matrimoniales se reducían a hacer de la mujer una sierva y una incubadora de hijos. Y no obstante, son muchas las mujeres emancipadas que prefieren el matrimonio a las estrecheces de la soltería, estrecheces convertidas en insoportables por causa de las cadenas de la moral y de los prejuicios sociales, que cohíben y coartan su naturaleza.

La explicación de esa inconsistencia de juicio por parte del elemento femenino avanzado, se halla en que no se comprendió lo que verdaderamente significaba el movimiento emancipacionista. Se pensó que todo lo que se necesitaba era la independencia contra las tiranías exteriores; y las tiranías internas, mucho más dañinas a la vida y a sus progresos —las convenciones éticas y sociales— se las dejó estar, para que se cuidaran a sí mismas, y ahora están muy bien cuidadas. Y éstas parece que anidan con tanta fuerza y arraigo en las mentes y en los corazones de las más activas propagandistas de la emancipación, como lo estuvieron en las cabezas y en los corazones de sus abuelas.

¿Esos tiranos internos acaso no se encarnan en la forma de la opinión pública, o lo que dirá mamá, papá, tía, y otros parientes; lo que dirá Mrs. Grundy, Mr. Comstock, el patrón, y el Consejo de Educación? Todos esos organismos tan activos, pesquisas morales, carceleros del espíritu humano, ¿qué han de decir? Hasta que la mujer no haya aprendido a desafiar a todas las instituciones, resistir firmemente en su sitio, insistiendo que no se la despoje de la menor libertad; escuchando la voz de su naturaleza, ya la llame para gozar de los grandes tesoros de la vida, el amor por un hombre, o para cumplir con su más gloriosa misión, el derecho de dar libremente la vida a una criatura humana, no se puede llamar emancipada. Cuántas mujeres emancipadas han sido lo bastante valerosas para confesarse que la voz del amor lanzaba sus ardorosos llamados, golpeaba salvajemente su seno, pidiendo ser escuchado, ser satisfecho.

El escritor francés Jean Reibrach, en una de sus novelas, New Beauty (La Nueva Belleza) intenta describir el ideal de la mujer bella y emancipada. Este ideal está personificado en una joven, doctorada en medicina. Habla con mucha inteligencia y cordura de cómo debe alimentarse un bebé; es muy bondadosa, suministra gratuitamente sus servicios profesionales y las medicinas para las madres pobres. Conversa con un joven, una de sus amistades, acerca de las condiciones sanitarias del porvenir y cómo los bacilos y los gérmenes serán exterminados una vez que se adopten paredes y pisos de mármol, piedra o baldosas, y suprimiendo las alfombras y los cortinados. Ella, naturalmente, viste sencillamente y casi siempre de negro. El joven, quien en el primer encuentro se sintió intimidado ante la sabiduría de su emancipada amiga, gradualmente la va conociendo y comprendiendo cada vez más, hasta que un buen día se da cuenta que la ama. Los dos son jóvenes, ella es buena y bella y, aunque un tanto severa en su continencia, su apariencia se suaviza con el cuello y puños inmaculados. Uno es- peraría que le confesara su amor, pero él no está por cometer ningún gesto romántico y absurdo. La poesía y el entusiasmo del amor le hacen ruborizar, ante la pureza de la novia. Silencia el naciente amor, y permanece correcto. También, ella es muy medida, muy razonable, muy decente. Temo que de ha- berse unido esa pareja, el jovencito hubiera corrido el riesgo de helarse hasta morirse. Debo confesar que nada veo de hermoso en esta nueva belleza, que es tan fría como las paredes y los pisos que ella sueña implantar en el porvenir. Prefiero más bien los cantos de amor de la época romántica, don Juan y Venus, más bien el mocetón que rapta a su amada en una noche de luna, con las escaleras de cuerda, perseguido por la maldición del padre y los gruñidos de la madre, y el chismorreo moral del vecindario, que la corrección y la decencia medida por el metro del tendero. Si el amor no sabe darse sin restric- ciones, no es amor, sino solamente una transacción, que acabará en desastre por el más o el menos.

La gran limitación de miras del movimiento emancipacionista de la actualidad, reside en su artificial estiramiento y en la mezquina respetabilidad con que se reviste, lo que produce un vacío en el alma de la mujer, no permitiéndole satisfacer sus más naturales ansias. Una vez hice notar que parecía existir una más estrecha relación entre la madre de corte antiguo, el ama de casa siempre alerta, velando por la felicidad de sus pequeños y el bienestar de los suyos, y la verdadera mujer moderna, que con la mayoría de las emancipadas. Estas discípulas de la emancipación depurada, clamaron contra mi heterodoxia y me declararon buena para la hoguera. Su ciego celo no les dejó ver que mi comparación entre lo viejo y lo nuevo tendía solamente a probar que un buen número de nuestras abuelas tenían más sangre en las venas, mucho más humor e ingenio, y algunas poseían en alto grado naturalidad, sentimientos bondadosos y sencillez, más que la mayoría de nuestras profesionales emancipadas que llenan las aulas de los colegios, las universidades y las oficinas. Esto, después de todo, no significa el deseo de retornar al pasado, ni relegar a la mujer a su antigua esfera, la cocina y al amamantamiento de las crías.

La salvación estriba en una enérgica marcha hacia un futuro cada vez más radiante. Necesitamos que cada vez sea más in- tenso el desdén, el desprecio, la indiferencia contra las antiguas tradiciones y los viejos hábitos. El movimiento emancipacionista ha dado apenas el primer paso en este sentido. Es de esperar que reúna sus fuerzas para dar otro. El derecho del voto, de la igualdad de los derechos civiles, pueden ser conquistas valiosas; pero la verdadera emancipación no empieza en los parlamentos, ni en las urnas. Empieza en el alma de la mujer. La historia nos cuenta que las clases oprimidas con- quistaron su verdadera libertad, arrancándosela a sus amos en una serie de esfuerzos. Es necesario que la mujer se grabe en la memoria esa enseñanza y que comprenda que tendrá toda la libertad que sus mismos esfuerzos alcancen a obtener. Es por eso mucho más importante que comience con su regeneración interna, cortando el lazo del peso de los prejuicios, tradiciones y costumbres rutinarias. La demanda para poseer iguales derechos en todas las profesiones de la vida contemporánea es justa; pero, después de todo, el derecho más vital es el de poder amar y ser amada.

Verdaderamente, si de una emancipación apenas parcial se llega a la completa emancipación de la mujer, habrá que barrer de una vez con la ridícula noción que ser amada, ser querida y madre, es sinónimo de esclava o de completa subordinación. Deberá hacer desaparecer la absurda noción del dualismo del sexo, o que el hombre y la mujer representan dos mundos antagónicos.

La pequeñez separa; la amplitud une. Dejen que seamos grandes y generosas. Déjenos hacer de lado un cúmulo de complicadas mezquindades para quedarnos con las cosas vitales. Una sensata concepción acerca de las relaciones de los sexos no ha de admitir el conquistado y el conquistador; no conoce más que esto: prodigarse, entregarse sin límite para encontrarse a sí mismo más rico, más profundo, mejor. Ello sólo podrá colmar la vaciedad interior, y transformar la tragedia de la emancipación de la mujer, en gozosa alegría, en dicha ilimitada.

1 Publicado originalmente en la revista Mother Earth, v. 1, N° 1 (mar- zo de 1906); páginas 9-17. Título original: «The Tragedy of Woman’s Emancipation». Tomado de La Biblioteca Anarquista, que a su vez lo recuperó de Portal OACA.



Situación social de la mujer 1

Por Emma Goldman

EL PROGRESO HUMANO es muy lento. Se ha dicho que por cada paso dado hacia adelante, la Humanidad ha dado dos hacia la esclavitud. Solo al cabo de los siglos ha ido liberándose de su actitud de adoración sumisa ante la Iglesia, el derecho divino de los reyes y el poder de la clase dominante. En realidad, esta calamitosa trinidad impera todavía sobre muchísimos millones de seres en todos los países del mundo; pero ya solo puede gobernar con mano férrea y exigir cierta obediencia en los paí- ses fascistas. Aunque el fascismo no tiene existencia histórica sino como manifestación fugaz, bajo su peste negra se presiente cómo se aproxima la tormenta y cómo crece su furia. Es en España donde hallará su Waterloo, mientras en todo el mundo va aumentando la protesta contra las instituciones capitalistas.

Pero, en general, el hombre, dispuesto siempre a luchar he- roicamente por su emancipación, está muy lejos de pensar lo mismo respecto a la del sexo opuesto.

Sin duda alguna, las mujeres de muchos países han hecho la verdadera revolución para conseguir sus derechos sociales, políticos y éticos. Los han logrado a costa de muchos años de lucha y de ser derrotadas infinidad de veces, pero han conseguido la victoria.

Desgraciadamente, no puede afirmarse lo mismo de las mujeres de todos los países. En España por ejemplo, a la mujer se la considera muy inferior al hombre, como mero objeto de placer y productora de niños; no me sorprendería si los burgueses pensaran así, pero es increíble comprobar el mismo antediluviano concepto entre los obreros, hasta entre nuestros propios camaradas.

En ningún país del mundo siente la clase obrera el Comunismo Libertario como lo siente la clase obrera española. El gran triunfo de la Revolución que se inició en los días de julio, demuestra el alto valor revolucionario del obrero español. Debería suponerse que en su apasionado amor por la libertad incluye la libertad de la mujer. Pero, muy lejos de esto, la mayoría de los hombres españoles parece no comprender el sentido de la verdadera emancipación, o, en otro caso, prefieren que su mujer continúe ignorándolo. El hecho es que muchos hombres parecen convencidos de que la mujer prefiere seguir viviendo en su posición de inferioridad. También se decía que el negro estaba encantado de ser propiedad del dueño de la plantación. Pero lo cierto es que no puede existir una verdadera emancipación mientras subsiste el predominio de un individuo sobre otro o de una clase sobre otra. Y mucha menor realidad tendrá la emancipación de la raza humana mientras un sexo domine sobre otro.

Por lo demás, la familia humana la integran ambos sexos y la mujer es la más importante de los dos, ya que en ella se perpetúa la especie, y cuanto más perfecto su desarrollo moral y físico, más perfecta será la raza humana. Ya sería esto bastante para probar la importancia de la mujer en la sociedad y en la lucha social; pero hay otras razones. La más importante de todas es ésta: que la mujer se ha dado cuenta de que tiene perfecto derecho a la personalidad y de que sus necesidades y aspiraciones son de importancia vital como las del varón.

Los que pretenden todavía tener a la mujer en un puño, di- rán seguramente que sí, que todo esto está muy bien, pero que las necesidades y aspiraciones de la mujer son diferentes, porque ella es inferior. Esto solo prueba la limitación del hombre, su orgullo y su arrogancia. Debería saber que lo que diferencia a ambos sexos tiende a enriquecer la vida, tanto social como individualmente.

Por otra parte, las extraordinarias realizaciones de la mujer a través de la Historia anulan la leyenda de la inferioridad. Los que insisten en ella es porque no pueden tolerar que su autoridad sea discutida. Ello es característico de todo sentido autoritario, sea el del amo sobre sus esclavos, sea el del hombre sobre la mujer. No obstante, la mujer procura en todas partes liberarse; camina hacia delante, libremente; ocupa su puesto en la lucha por la transformación económica, social y ética. Y la mujer española no tardará mucho en emprender el rumbo de su emancipación. El problema de la emancipación femenina es algo análogo al de la emancipación proletaria; los que quieran ser libres deben dar el primer paso.

Los obreros de Cataluña y de toda España lo han dado ya, se han liberado a sí mismos y están derramando su sangre por asegurar esta libertad. Ahora os toca a vosotras, mujeres españolas. Romped vuestras cadenas. Os ha llegado el turno de elevar vuestra dignidad y vuestra personalidad, de exigir con firmeza vuestros derechos de mujer, como individualidades libres, como miembros de la sociedad, como camaradas en la lucha contra el fascismo y por la Revolución Social.

Únicamente cuando os hayáis liberado de la superstición religiosa, de los prejuicios, de la moral corriente y de la esclavizante obediencia a un pasado muerto, llegaréis a ser una fuerza invencible en la lucha antifascista y una garantía de la Revolución Social. Únicamente entonces seréis dignas de colaborar en la creación de la nueva sociedad en la que todos los seres serán verdaderamente libres.

1 Publicado originalmente en «Mujeres Libres», Semana 21 de la Revolución. Fuente: Mary Nash (ed.), «Mujeres Libres»: España 1936-1939 (Mujeres Libres como organización feminista: Situación social de la mujer, de Emma Goldman, págs. 127-131), Tusquets Edi- tor, Barcelona, 1977. Edición digital: La Congregación [Anarquis- mo en PDF].

 Voltairine de Cleyre

Voltairine De Cleyre 1

Por Emma Goldman

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Escrito en rojo (2)

Mantente en lo alto, ¡oh llama rugiente!

En lo alto hacia el cielo, donde todos puedan ver.

¡Esclavos del mundo! Nuestra causa es la misma;

Una es la inmemorial vergüenza;
Otra, la lucha, y en una palabra
—Humanidad— batallamos para liberarla.

Voltairine de Cleyre

LA PRIMERA VEZ QUE LA VI —la mujer anarquista más talentosa y brillante que Norteamérica había parido jamás— fue en Filadelfia, en agosto de 1893. Había ido a esa ciudad para dirigirme a los desempleados durante la gran crisis de ese año y estaba ansiosa por visitar a Voltairine, de cuya capacidad excepcional como conferenciante había oído hablar mientras me encontraba en Nueva York. La hallé enferma en la cama, con hielo en la cabeza, la cara llena de dolor. Supe que esto le sucedía después de cada aparición pública: tendría que acostarse durante días, en constante agonía por alguna enfermedad del sistema nervioso que había desarrollado en la primera infancia y que siguió empeorando con los años. No me quedé mucho tiempo en esta primera visita, debido al evidente sufrimiento de mi anfitriona, aunque trataba valientemente de esconder ante mí su dolor. Pero el destino juega extrañas bromas. En la tarde de ese mismo día, Voltairine de Cleyre, arrastrando su cuerpo frágil y sufriente a una sala abarrotada, sofocante, fue convocada para hablar en mi lugar. A petición de las autoridades de Nueva York, los protectores de la ley y el desorden en Filadelfia me capturaron cuando estaba a punto de entrar en el salón y me llevaron a la Estación de Policía de la Ciudad del Amor Fraterno.

La siguiente vez que la vi, yo estaba en la Penitenciaría de la Isla de Blackwell. Había venido a Nueva York para pronunciar su magistral discurso, En defensa de Emma Goldman 3 y sobre la libertad de expresión, y me visitó en la cárcel. Desde entonces y hasta el final, nuestras vidas y nuestro trabajo se encontraron, a veces armoniosamente, y a veces distanciados, pero ante mis ojos, Voltairine siempre se destacó como una personalidad contundente, una mente brillante, una ferviente idealista, una luchadora inquebrantable, devota y leal camarada. Pero su característica más fuerte era su extraordinaria capacidad para vencer la discapacidad física, un rasgo que le ganó el respeto incluso de sus enemigos y el amor y la admiración de sus amigos. Una clave de este poder en un cuerpo tan frágil se encuentra en su iluminador ensayo, La Idea Dominante (4):

Todo lo que vive, si se mira con atención, se limita a la línea de sombra de una idea —una idea, muerta o viva—, a veces es más fuerte cuando está muerta, con líneas rígidas e inquebrantables que marcan la encarnación viva de la austera e inmóvil casta de los no-vivos. Diariamente nos movemos entre estas sombras inflexibles, menos permeables, más duraderas que el granito, marcadas con la oscuridad de las edades, dominando cuerpos vivos y cambiantes, con almas muertas e inmutables. Y también encon- tramos las almas vivientes que dominan los cuerpos moribundos —las ideas vivas que reinan sobre la decadencia y la muerte—. No imaginéis que solo hablo de la vida humana. El sello de la Voluntad persistente o cambiante es visible en la hoja de hierba arraigada en su terrón de tierra, como en la telaraña de un ser que flota y nada sobre nuestras cabezas en el mundo libre del aire.

Como una ilustración de la Voluntad persistente, Voltairine relata la historia de la enredadera gloria de la mañana que trepa por la ventana de su habitación:

…cada día vuelan y se encrespan con el viento, sus caras blancas, con rayas púrpura, haciendo guiños al sol, radiante vida trepadora. Entonces, de repente, sucedió una desgracia: alguna lombriz o algún niño travieso arrancaron una cepa de abajo, la más hermosa y prometedora, por supuesto. En pocas horas, las hojas colgaban flojas, el tallo flácido se marchitaba y empezaba a agostarse, y en un día todo estaba muerto, excepto la parte superior, que aún se aferraba con nostalgia a su soporte, con la brillante copa levantada. Lloré un poco por los capullos que ya no se abrirían, y compadecí a esa planta orgullosa cuyo trabajo en el mundo se había perdido. Pero a la noche siguiente hubo una tormenta, una fuerte tormenta, con lluvia torrencial y relámpagos cegadores. Me levanté para observar los destellos, ¡y he aquí, la maravilla del mundo! En la oscuridad de la medianoche, en la furia del viento y la lluvia, la enredadera muerta había florecido. Cinco flores blancas, de cara de luna, temblaban alegremente al- rededor del esqueleto vegetal, brillando triunfantes ante el relámpago rojo… Y cada día, durante tres días, la vid muerta floreció; e incluso una semana después, cuando cada hoja estaba seca y marrón… un último capullo, enano, débil, una pequeña flor, pero aún blanca y delicada, con cinco manchas púrpuras, como las de la parra viva de al lado, se abrió y se agitó hacia las estrellas, y esperó al sol temprano. Sobre la muerte y la decadencia, la Idea Dominante sonrió; la vid estaba en el mundo para florecer, para sostener las blancas flores-trompeta, manchadas de púrpura; y mantuvo su voluntad más allá de la muerte.

La Idea Dominante fue el leitmotiv de Voltairine de Cleyre a lo largo de su notable vida. A pesar de estar constantemente acosada por la mala salud, que mantenía su cuerpo cautivo y que al final la mató, la Idea Dominante la estimuló a realizar esfuerzos intelectuales cada vez mayores, elevándola a las altu- ras supremas de un ideal inspirado, y forzó su Voluntad para conquistar cada desventaja y obstáculo en su vida torturada. Una y otra vez, en días atroces de tormentos físicos, en períodos de desesperación y de duda espiritual, la Idea Dominante daba alas al espíritu de esta mujer, alas para elevarse sobre lo inmediato, contemplar una radiante visión de la humanidad y dedicarse a ello con todo el fervor de su alma intensa. Podemos vislumbrar en sus escritos el sufrimiento y la desdicha que fueron suyos durante toda su vida, particularmente en su inquietante historia, Los dolores del cuerpo (5):

Nunca he querido nada más que lo que tienen las criaturas salvajes, una amplia ráfaga de aire limpio, un día para tumbarse en la hierba, sin nada que hacer sino deslizar las hojas a través de mis dedos, y mirar siempre que me apetezca toda la bóveda azul, y entre medias, la trama de verde y blanco; dejarme flotar y flotar durante un mes a lo largo de las crestas de sal y entre la espuma, o rodar con mi piel desnuda sobre una limpia, larga y soleada extensión de arena; comer lo que me gusta, directamente de la tierra fresca, y tiempo para probar su dulzura, y para descansar después; dormir cuando llegue el sueño y la quietud, que el sueño me abandone cuando deba, no antes… Esto es lo que quería, —esto, y el libre contacto con mis compañeros— …no amar y mentir, y sentir vergüenza , sino amar y decir que amo, y alegrarme de ello; para sentir que me inundan las corrientes de diez mil años de pasión, cuerpo a cuerpo, como lo hacen las cosas salvajes. No he pedido más.

Pero no he aceptado. Sentada sobre mí está esa despiadada tirana, el Alma; y yo no soy nada. Me llevó a la ciudad, donde el aire es fiebre y fuego, y me dijo: «respira esto»; y aprendí. No puedo aprender en los campos vacíos; los templos están aquí, «quédate». Y cuando mis pobres y ahogados pulmones jadeaban hasta que parecía que mi pecho iba a estallar, el alma ha dicho, «entonces te concederé una hora o dos; pasearemos, tomaré mi libro y leeré mientras tanto».

Y cuando mis ojos hubieron llorado lágrimas de dolor por la breve visión de la libertad que se aleja, sólo para salir a buscar el gran verde y azul por una hora, después del prolongado y aburrido rojo pálido de las paredes, el alma ha dicho: «No puedo perder el tiempo; ¡Debo saber! Lee». Y cuando mis oídos imploraron por el canto de los grillos y la música de la noche, el alma ha respondido: «No, si prestas atención, los tintineos y silbidos y gritos son molestos; pero edúcate en escuchar a la voz espiritual, y nada importará…».

Cuando he mirado a mi especie, y he deseado abrazarla, salvajemente hambrienta de apresarla con mis brazos y labios, el alma me ordenó severamente, «¡para, vil criatura de deseos carnales! ¡Eterno reproche! ¿Me avergonzarás con tu bestialidad?»

Y siempre he cedido, muda, sin alegría, encadenada, he hollado el mundo de la elección del alma… Ahora estoy rota antes de mi hora, exangüe, insomne, jadeante, medio ciega, atormentada en cada articulación, temblando con cada hoja».

Sin embargo, aunque atormentada y deshecha, su vida vacía de la música, de la gloria del cielo y el sol, y rebelándose su cuerpo cada día contra la dueña tiránica, fue el alma de Voltairine quien venció: la Idea Dominante le dio fuerzas para seguir hasta el final.

Voltairine de Cleyre nació el 17 de noviembre de 1866 en la ciudad de Leslie, Michigan. Por parte de padre sus ancestros eran franco-americanos, y puritanos por parte de madre. Llegó a sus tendencias revolucionarias por herencia; tanto su abuelo como su padre habían sido imbuidos de las ideas de la Revolución de 1848. Pero mientras su abuelo seguía siendo fiel a las influencias tempranas, ayudando, incluso en sus últimos días, a los esclavos fugitivos en su huida por los túneles subterráneos, su padre, Augusto de Cleyre, que había comenzado como librepensador y comunista, posteriormente volvió al redil de la Iglesia Católica y se convirtió en un ferviente devoto, como lo había sido en los días de su juventud. Tan grande había sido su entusiasmo por el libre pensamiento que, cuando nació su hija, la llamó Voltairine, en honor al reverenciado Voltaire. Pero cuando se retractó, se obsesionó con la idea de que su hija debía ser monja. Un factor que también pudo contribuir fue la pobreza de los Cleyre, por lo que los primeros años de la pequeña Voltairine no fueron nada felices. Pero incluso en su niñez mostraba poca preocupación por las cosas externas, absorta casi por completo en sus propias fantasías. Le fascinaba la escuela y cuando le negaron la admisión debido a su extrema juventud, lloró lágrimas amargas.

Sin embargo, pronto tomó su camino, y a los doce años se graduó en la escuela secundaria con honores y muy probablemente habría superado a la mayoría de las mujeres de su tiempo en erudición y aprendizaje, si no hubiera llegado la primera gran tragedia de su vida, una tragedia que rompió su cuerpo y dejó una cicatriz duradera en su alma. La metieron en un convento, muy en contra de la voluntad de su madre que, como miembro de la Iglesia Presbiteriana, luchó —en vano— contra la decisión de su marido. En el Convento de Nuestra Señora del Lago Huron, en Sarnia, Ontario, Canadá, comenzó el calvario de cuatro años que le harían rebelarse en el futuro contra la superstición religiosa. En su ensayo The Making of an Anarchist (1903) ella describe vívidamente el terrible calvario de esos años:

¡Cómo me compadezco de mí misma ahora, cuando lo recuerdo, pobre alma solitaria, luchando a solas en la oscuridad de la superstición religiosa, incapaz de creer, y sin embargo, temiendo a cada instante la condenación caliente, salvaje y eterna, si no profesaba y me confesaba al instante; qué bien recuerdo la amarga energía con la que rechacé a mi repelente profesora cuando me echó la culpa por algo y le dije que no quería disculparme porque no veía en qué me había equivocado y no sentiría mis palabras. «No es necesario —dijo— que debamos sentir lo que decimos, pero siempre es necesario obedecer a nuestros superiores». «No voy a mentir», respondí acaloradamente y temblando al mismo tiempo, por lo que mi desobediencia me condenó finalmente al tormento… fue como el Valle de las Sombras de la Muerte, y hay cicatrices blancas en mi alma, donde la ignorancia y la superstición me quemaron con su fuego del infierno en esos días sofocantes. ¿Soy blasfema? Son sus palabras, no mías. Al lado de esa batalla de mis días de juventud, todos los demás han sido fáciles, porque independientemente de lo externo, en mi interior mi Voluntad era suprema. Nunca debió lealtad, y nunca lo hará; ha avanzado constantemente en una dirección, el conocimiento y la afirmación de su propia libertad, recayendo toda la responsabilidad sobre ella.

Se resistió hasta el final e intentó escapar del odioso lugar. Cruzó el río hasta Port Huron y caminó diecisiete kilómetros, pero su casa estaba aún muy lejos. Hambrienta y agotada, tuvo que regresar a buscar refugio en la casa de unos conocidos de la familia. Éstos llamaron a su padre, que llevó a la muchacha de nuevo al convento.

Voltairine nunca habló de la penitencia que se le impuso, pero debió de ser desgarradora porque, como resultado de su vida monástica, su salud se desmoronó completamente cuando apenas había cumplido dieciséis años. Permaneció en la escuela del Convento hasta terminar sus estudios: la rígida autodisciplina y la perseverancia, que con tanta fuerza caracterizaban su personalidad, ya destacaban en su niñez. Pero cuando finalmente se graduó de su espantosa prisión, estaba cambiada no sólo físicamente, sino también espiritualmente. «Luché por salir al fin», escribe, «y era una librepensadora cuando dejé la institución, aunque nunca había visto un libro ni oído una palabra que me ayudara en mi soledad».

Una vez fuera de su tumba en vida, enterró a su falso dios. En su hermoso poema, El entierro de mi vida pasada (6), canta:

Y ahora, Humanidad, vuelvo a ti;
¡Consagro mi entrega al mundo!
Perece el viejo amor, bienvenido el nuevo.
¡Amplio como los pasajes espaciales donde giran las estrellas!

Ávidamente se dedicó al estudio de la literatura de pensamiento libre, su mente alerta lo absorbía todo con facilidad. Pronto se unió al movimiento laico y se convirtió en una de sus figuras destacadas. Sus conferencias, siempre cuidadosamente preparadas (Voltairine despreciaba el discurso improvisado), estaban ricamente adornadas con un pensamiento original y eran brillantes en forma y presentación. Su discurso sobre Thomas Paine, por ejemplo, superó el intento similar de Robert Ingersoll con toda su oratoria florida.

Durante una convención conmemorativa de Paine, en alguna ciudad de Pennsylvania, Voltairine de Cleyre tuvo ocasión de oír a Clarence Darrow hablar sobre el socialismo. Era la primera vez que se le mostraba el aspecto económico de la vida y el sistema socialista de una sociedad futura. Por supuesto, sabía por propia experiencia que hay injusticia en el mundo. Pero aquí estaba alguien que podía analizar de manera magistral las causas de la esclavitud económica, con todos sus efectos degradantes sobre las masas; es más, era alguien que también podía delinear claramente un plan preciso de reconstrucción. La conferencia de Darrow fue como maná para la joven espiritualmente famélica. «Corrí a la conferencia —escribió más tarde— como quien ha estado girando en la oscuridad y corre hacia la luz; sonrío ahora por la rapidez con que adopté la etiqueta del “socialismo” y lo rápido que la deseché».

La desechó porque se dio cuenta de lo poco que conocía del fondo histórico y económico del socialismo. Su integridad intelectual la llevó a dejar de dar conferencias sobre el tema y comenzó a profundizar en los misterios de la sociología y la economía política. Pero, como el estudio serio del socialismo lleva inevitablemente a las ideas más avanzadas del anarquismo, su amor innato a la libertad no podía reconciliarse con las nociones del socialismo de Estado. En ese tiempo, escribió que había descubierto que «la libertad no es la hija, sino la madre del orden».

Durante varios años creyó haber encontrado una respuesta a su búsqueda de la libertad en la escuela anarcoindividualista representada por la publicación Liberty, de Benjamin R. Tucker, y en las obras de Proudhon, Herbert Spencer y otros pensadores sociales. Pero después abandonó todas las etiquetas económicas, llamándose simplemente anarquista, porque sentía que «únicamente la libertad y la experiencia pueden determinar las mejores formas económicas para la sociedad».

Su primer impulso hacia el anarquismo se despertó por el trágico suceso de Chicago, el 11 de noviembre de 1887. Al enviar a los anarquistas a la horca, el Estado de Illinois se jactó estúpidamente de haber matado también el ideal por el cual murieron esos hombres. ¡Qué error insensato, repetido cons- tantemente por los que se sientan en los tronos de los podero- sos! Los cuerpos de Parsons, Spies, Fisher, Engel y Lingg apenas se habían enfriado cuando ya había nacido una nueva vida para proclamar sus ideales.

Voltairine, como la mayoría de los norteamericanos, envenenada por la perversión de los hechos en la prensa de la época, al principio se unió al grito de: «¡Deberían colgarlos!». Pero la suya era una mente inquisitiva, no del tipo que puede contentarse con las meras apariencias superficiales. Pronto llegó a lamentar su precipitación. En su primer discurso, con ocasión del aniversario del 11 de noviembre de 1887, Voltairine, siempre escrupulosamente honesta con ella misma, declaró públicamente cuán profundamente lamentaba haberse unido al grito de «¡Deberían colgarlos!». Cosa que, viniendo de alguien que ya no creía en la pena de muerte, parecía doblemente cruel.

Nunca me perdonaré por esa sentencia ignorante, indignante y sedienta de sangre, —dijo—, aunque sé que los muertos me habrán perdonado. Pero mi propia voz, tal como sonaba aquella noche, resonará en mis oídos hasta que muera, con amargo reproche y vergüenza.

De la muerte heroica en Chicago, surgió una vida heroica, una vida consagrada a las ideas por las que esos hombres fueron condenados a muerte. Desde ese día hasta su fin, Voltairine utilizó su poderosa pluma y su gran dominio de la palabra en favor del ideal que había llegado a significar para ella la única razón de ser de su vida.

Estaba inusualmente dotada: como poeta, escritora, conferenciante y lingüista podría haber ganado fácilmente una alta posición en su país y el renombre que implica. Pero no era de las que comercian con su talento a cambio de una vida de lujo. Ni siquiera aceptaba las más simples comodidades para sus actividades en los diversos movimientos sociales a los que se dedicó. Insistió en organizar su vida de manera consecuente con sus ideas, en vivir entre la gente a la que trataba de enseñar e inspirar con valor humano, con un anhelo apasionado de libertad, y fuerza para luchar por ella. Esta vestal revolucionaria vivía como la más pobre entre los pobres, en un ambiente triste y miserable, agotando su cuerpo hasta el extremo, ignorando lo externo, sostenida sólo por la Idea Dominante que la conducía.

Como profesora de idiomas en los guetos de Filadelfia, Nueva York y Chicago, Voltairine tuvo una existencia miserable, y, a pesar de sus magros ingresos, mantuvo a su madre, consiguió comprar un piano a plazos (amaba la música con pasión y era una ejecutante hábil), y ayudó a otros más capaces que ella. Cómo lo hizo, ni siquiera sus amigos más cercanos lo sabían explicar. Nadie pudo desentrañar el milagro de la energía que le permitía, a pesar de su estado de debilidad y de una constante tortura física, dar lecciones durante catorce horas, siete días a la semana, contribuir a numerosas revistas y periódicos, escribir poesía y borradores, preparar y entregar conferencias que por su lucidez y belleza eran obras maestras. Un breve viaje por Inglaterra y Escocia en 1897, fue el único alivio a su trabajo cotidiano. Es cierto que no podría haber sobrevivido a semejante calvario durante tantos años, si no hubiera sido por la Idea Dominante que mantuvo firme su persistente Voluntad.

En 1902, un joven demente que había sido alumno de Voltairine, y que de algún modo elaboró la peculiar y aberrante idea de que ella era antisemita (¡ella que había dedicado la mayor parte de su vida a la educación de los judíos!), la acechó mientras regresaba de una lección de música. Al acercarse, sin darse cuenta del peligro inminente, él le disparó varias balas al cuerpo. Voltairine salvó la vida, pero los efectos de la conmoción y las heridas marcaron el comienzo de un espantoso purgatorio físico. Se vio afectada por un estruendo enloquecedor y constante en sus oídos. Solía decir que los ruidos más horribles de Nueva York eran armonía en comparación con el atronador golpeteo en sus oídos. Aconsejada por sus médicos de que un cambio de clima podría ayudarla, se fue a Noruega. Regresó aparentemente mejorada, pero no por mucho tiempo. La enfermedad la llevó de hospital en hospital, sometiéndose a varias operaciones, sin obtener alivio. Debió haber sido en uno de estos momentos de desesperación que Voltairine contempló el suicidio. Entre sus cartas, una joven amiga de Chicago encontró, mucho después de su muerte, una breve nota en los papeles de Voltairine, dirigida a nadie en particular, que contenía la desesperada resolución:

Esta noche voy a hacer lo que siempre he querido hacer en el caso de que surgieran circunstancias que ahora han surgido en mi vida. Sólo me aflige que, por mi debilidad espiritual, no haya actuado según mis convicciones personales desde hace más tiempo, y permitir que me aconsejaran unos y me desaconsejaran otros. Me habría ahorrado un año de sufrimiento ininterrumpido y a mis amigos una carga que, por muy amablemente que la hayan soportado, ha sido inútil.

De acuerdo con mis creencias acerca de la vida y sus propósitos, considero que el simple deber de cualquier persona afligida por una enfermedad incurable es cortar sus agonías. Si alguno de mis médicos me hubiera dicho la verdad cuando les pregunté, se podría haber evitado una larga y desesperada tragedia. Pero, obedeciendo lo que ellos llaman «ética médica», decidieron prometer lo imposible (la recuperación), a fin de mantenerme en el marco de la vida. Tal acción les permite justificarse ante sí mismos, por lo que considero que mentir es uno de los principales crímenes de la profesión médica.

Que nadie sea injustamente acusado, deseo que se entienda que mi enfermedad es un catarro crónico de la cabeza, que ha mortificado mis oídos con un sonido incesante durante el pasado año. No tiene nada que ver con el tiroteo de hace dos años, y nadie es en modo alguno culpable.

Deseo que mi cuerpo sea entregado al Colegio Hahnemann para ser usado para la disección; espero que el Dr. H. L. Northrop se encargue de ello. No quiero ceremonias, ni discursos. Yo muero como he vivido, un espíritu libre, una anarquista, que no debe ninguna lealtad a los gobernantes, celestiales o terrenales. Aunque me entristezca por el trabajo que quería hacer, que el tiempo y la pérdida de salud me impidió, me alegro de no haber vivido una vida inútil (salvo ésta del año pasado) y espero que el trabajo que hice viva y crezca con la vida de mis alumnos Y que ellos lo pasen a otros, al igual que yo transmití lo que recibí. Si mis compañeros desean hacer algo por mi memoria, dejen que impriman mis poemas, los manuscritos, que están en posesión de N. N.7, a quien dejo este último cometido de realizar mis pocos deseos.

Mis pensamientos moribundos están puestos en la visión de un mundo libre, sin la pobreza y su dolor, elevándose siempre hacia el conocimiento sublime.

Voltairine De Cleyre

No hay ninguna indicación en ninguna parte, de por qué, por lo general tan determinada, no llevó a cabo su intención. Sin duda fue otra vez la Idea Dominante; su Voluntad de vivir era demasiado fuerte.

En la nota que revela su decisión de acabar con su vida, afirma que su enfermedad no tuvo nada que ver con el tiroteo que ocurrió dos años antes. Su ilimitada compasión humana la movió a exonerar a su agresor, a pedir a sus camaradas que reunieran fondos para ayudar al joven, a rechazar hacerle pro- cesar por el «debido proceso legal». Ella sabía, mejor que los jueces, la causa y efecto del crimen y el castigo. Y sabía que, en cualquier caso, el chico no era responsable. Pero el carro de la ley siguió adelante. El agresor fue condenado a siete años de prisión, donde pronto perdió la cabeza por completo, murien- do en un manicomio dos años después. La actitud de Voltairine hacia los delincuentes y su visión de la bárbara futilidad del castigo, se incluye en su brillante tratado Crimen y Castigo (8). Después de un penetrante análisis de las causas del crimen, ella pregunta:

¿Alguna vez has visto la llegada del mar? ¿Cuando el viento sale rugiendo de la niebla y un gran trueno brama desde el agua?

¿Has visto cómo los leones blancos9 se persiguen contra los mu- ros, saltando con furia espumosa, mientras llenos de rabia gol- pean y se cazan entre las barras negras de su jaula para devorarse el uno al otro? ¿Y los desgarros? ¿Y saltar otra vez? ¿Alguna vez te has preguntado en medio de todo esto, qué gotas de agua golpearán la pared? Si uno pudiera conocer todos los hechos, se podría calcular incluso eso. Pero, ¿quién los puede conocer todos? Sólo estamos seguros de una cosa: algunas deben golpearla.

Esas gotas de agua que se arrojan y se rompen contra ese ri- dículo muro, son los criminales. Por qué esos en particular, no lo podemos saber; pero alguno tenía que ser. No los condenéis; ya lo habéis hecho bastante…

Y cierra su maravillosa exposición sobre criminología con este llamamiento:

Dejemos esta salvaje idea del castigo, carente de sabiduría. Trabajemos para liberar al hombre de la opresión que produce a los criminales, y para el tratamiento racional de los enfermos.

Voltairine de Cleyre comenzó su carrera pública como pacifista, y durante años se opuso severamente a los métodos revolucionarios. Pero los acontecimientos de Europa durante los últimos años de su vida, la Revolución Rusa de 1905, el rápido desarrollo del capitalismo en su país, con toda su crueldad, violencia e injusticia, y particularmente la Revolución Mexicana, cambiaron su visión de los métodos. Y como siempre, tras una lucha interior, vio la causa del cambio, y su gran naturaleza la obligaría a admitir libremente el error y a defender con valentía la nueva idea. Lo hizo en sus poderosos ensayos Acción Directa La Revolución Mexicana 10. Pero hizo más; asumió con fervor la pelea del pueblo mexicano que se sacudía su yugo; escribía, daba conferencias, recaudaba fondos para la causa mexicana. Incluso se impacientó con algunos de sus compañeros, porque sólo vieron en los acontecimientos de la frontera estadounidense una fase de la lucha social y no una cuestión profunda a la que todo lo demás debía subordinarse. Yo estaba entre las más criticadas y también lo fue Mother Earth, la revista que publicaba. Voltairine me censuró a menudo por mi «derroche» de esfuerzo por llegar a la inteligencia norteamericana en vez de consagrar todos mis esfuerzos a los trabajadores, como lo hizo ella con tanto ardor. Pero, conociendo su profunda sinceridad, el celo religioso que marcaba todo lo que hacía, a nadie le importó su censura: seguimos amándola y admirándola. Se puede ver con cuánta profundidad sentía los males de México por el hecho de que comenzó a estudiar español, y había planeado ir a México para vivir y trabajar entre los indios yaquis y convertirse en una fuerza activa en la Revolución. En 1910, Voltairine se mudó de Filadelfia a Chicago, donde volvió a la enseñanza de inmigrantes; al mismo tiempo que daba conferencias, trabajaba en una historia de la llamada «revuelta de Haymarket», tradujo del francés la vida de Louise Michel, la sacerdotisa de la piedad y la venganza —como W. T. Stead llamó a la anarquista francesa— y otras obras relacionadas con el anarquismo de escritores extranjeros. En constante agonía por su terrible aflicción, sabía muy bien que la enfermedad la llevaría rápidamente a la tumba. Pero soportó su dolor estoicamente, sin dejar que sus amigos conocieran la invasión que la enfermedad estaba causando en su constitución. Luchó por la vida con valentía, con infinita paciencia y dolores, pero en vano. La infección penetró gradualmente más profundo y, finalmente, desarrolló una mastoiditis que requirió una operación inmediata. Podría haberse recuperado si el veneno no se hubiera extendido al cerebro. La primera operación dañó su memoria; no podía recordar nombres, ni siquiera de los amigos más cercanos que la atendían. Era casi seguro que una segunda operación, si hubiera podido sobrevivir a ella, la habría dejado sin la capacidad de hablar. Pronto, la Muerte sombría hizo innecesario todo experimento científico sobre su tan torturado cuerpo.

Murió el 6 de junio de 1912. Descansa en el cementerio de Waldheim, cerca de la tumba de los anarquistas de Chicago, y cada año, un gran número de personas viajan hasta allí para rendir homenaje a la memoria de los primeros mártires anarquistas de América, y recuerdan cariñosamente a Voltairine de Cleyre.

Los hechos físicos desnudos de la vida de esta mujer única no son difíciles de registrar. Pero no son suficientes para aclarar los rasgos que se combinaban en su carácter, las contradicciones de su alma, las tragedias emocionales en su vida. Pues, a diferencia de otros grandes rebeldes sociales, la carrera pública de Voltairine no fue muy rica en eventos. Es cierto que tuvo algunos conflictos con los poderes, que fue expulsada del estrado por la fuerza en varias ocasiones, arrestada y juzgada en otras, pero nunca condenada. En general, sus actividades continua- ron relativamente sin problemas y sin perturbaciones. Sus luchas eran de naturaleza psicológica, sus amargas decepciones tenían sus raíces en su propio ser extraño. Para entender la tragedia de su vida, uno debe tratar de rastrear sus causas inherentes. Voltairine misma nos ha dado la clave de su naturaleza y conflictos internos. En muchos de sus ensayos y, específicamente, en sus bosquejos autobiográficos. En The Making of an Anarchist conocemos, por ejemplo, que si ella intentara explicar su anarquismo por la vía ancestral de la rebelión, sería, aunque en el fondo sus convicciones eran temperamentales, «un error desconcertante en la lógica; pues por influencias tempranas y educación, debí haber sido una monja, y pasé mi vida glorificando a la Autoridad en su forma más concentrada».

No hay duda de que los años en el convento no sólo socavaron su físico, sino que también tuvieron un efecto duradero sobre su espíritu; mataron en ella los motivos para la alegría y el regocijo. Sin embargo, debió tener una tendencia inherente al ascetismo, porque incluso cuatro años en una tumba viviente no podrían haber puesto una mano tan aplastante sobre su vida entera. Toda su naturaleza era la de un asceta. Su enfoque de la vida y los ideales era el de los santos de antaño que flagelaban sus cuerpos y torturaban sus almas para la gloria de Dios. Figurativamente hablando, Voltairine también se flageló, como en penitencia por nuestros Pecados Sociales; cubría su pobre cuerpo con ropas desgarbadas y se negaba incluso a las alegrías más simples, no sólo por falta de medios, sino porque hacer lo contrario habría ido en contra de sus principios.

Por supuesto, todo movimiento social y ético ha tenido sus ascetas; la diferencia entre ellos y Voltairine era que no adoraban a otros dioses y no tenían necesidad de ninguno, con excepción de su ideal particular. No fue así para Voltairine. Con toda su devoción a sus ideales sociales, tenía otro dios: el dios de la Belleza. Su vida era una lucha incesante entre los dos; el asceta ahogaba con determinación su anhelo de belleza, pero el poeta que había en ella la anhelaba con determinación, adorándola en total abandono, sólo para ser arrastrada por el asceta hacia la otra deidad, su ideal social, su devoción a la humanidad. No tuvo ocasión de combinar los dos; de ahí la lacerante lucha interna.

La naturaleza fue muy generosa con Voltairine, dotándola de una mente singularmente brillante, con un alma rica y sensible. Pero le fue negada la belleza física y la atracción femenina, cuya falta se hizo más evidente por la mala salud y su aborrecimiento del artificio. Nadie lo sentía con más fuerza que ella misma. De la angustia por su falta de encanto físico habla en su esbozo autobiográfico La recompensa de una apóstata11:

…¡Oh, que mi dios no quiere nada de mí! ¡Este es un viejo do- lor! Mi dios era la Belleza, y yo soy grotesca, y siempre lo fui. No hay gracia en estos rígidos miembros míos, ni la tuve nunca. Yo, para quien la gloria de un ojo brillante era como el resplandor de las estrellas en un pozo profundo, sólo tengo ojos apagados y des- coloridos, y siempre lo han sido; el labio y la barbilla cincelados sobre los que corre el resplandor de la vida en destellos burbujeantes, la copa de vino vivo, nunca fue mía para probar o besar. Soy de color tierra y por mi propia fealdad me siento en las sombras, que la luz del sol no me vea, ni la amada de mi dios. Pero, una vez, en mi rincón oculto, tras una cortina de sombras, parpadeé ante la gloria del mundo, y tuve la alegría que sólo los feos conocen, sentados en silencio y adorando, olvidándose y olvida- dos. Aquí brillaba en mi cerebro el resplandor del sol moribundo sobre la orilla, la larga línea entre la arena y el mar, donde la resbaladiza espuma se incendió y se quemó hasta morir…

Aquí, en mi cerebro, mi silencioso y oculto cerebro, estaban los ojos que amaba, los labios que no me atrevía a besar, la cabeza esculpida y el cabello suelto. Estaban siempre aquí, en mi casa de las maravillas, mi casa de Belleza. El templo de mi dios. Cerré la puerta a la vida común y adoré aquí. Y ninguna cosa brillante, viva y voladora, en cuyo cuerpo mora la belleza como un huésped, puede adivinar el gozo extático de una criatura marrón, silenciosa, una cosa-sapo, agazapada en el suelo sombrío, suprimida, inmóvil, conmovida por la presencia de Toda la Belleza, aunque no tome parte en ella.

Esto se complementa con una descripción de su otro dios, el dios de la fuerza física, el hacedor y rompedor de las cosas, el que remodela el mundo. Ahora ella lo seguía y correría a la par porque lo amaba así:

No con ese éxtasis de alegría [inundación] con que mi propio dios me llenó de vejez, sino con impetuosos y anhelantes fuegos, que ardían y golpeaban todos mis hilos de sangre. «Te amo, ámame otra vez», grité, y me habría arrojado a su cuello. Luego se volvió hacia mí con un golpe despiadado; y huyó por el mundo, dejándome lisiada, herida, impotente, con un dolor feroz que me atravesaba las venas, ¡ráfagas de dolor! Y volví a mi vieja caverna, tropezando, ciega y sorda, sólo por la visión atormentadora de mi vergüenza y por el rumor de la sangre febril.

He hecho citas extensas porque este esbozo es simbólico de las tragedias emocionales de Voltairine, y singularmente autorrevelador de las luchas que silenciosamente lidió contra el sino que le dio tan poco de lo que más anheló. Sin embargo, tenía su propio encanto peculiar, mostrándose muy agradable cuando le provocaban algún mal, o cuando su pálido rostro se iluminaba con el fuego interior de su ideal. Pero los hombres que entraron en su vida raramente lo notaron; estaban demasiado intimidados por su superioridad intelectual, que les hacía quedarse por un tiempo. Pero su alma hambrienta anhelaba más que una mera admiración, que los hombres no tenían ni la capacidad ni la gracia de dar. Cada uno a su manera «se volvió contra ella con un golpe despiadado», y la dejó desolada, solitaria, con hambre de corazón.

La derrota emocional de Voltairine no es un caso excepcional; es la tragedia de muchas mujeres intelectuales. La atracción física siempre ha sido, y sin duda siempre será, un factor decisivo en la vida amorosa de dos personas. La relación sexual entre los pueblos modernos ciertamente ha perdido gran parte de su anterior grosería y vulgaridad. Sin embargo, sigue siendo un hecho hoy, como lo ha sido durante siglos, que los hombres se sienten atraídos principalmente, no por el cerebro de una mujer o sus talentos, sino por su encanto físico. Eso no implica necesariamente que prefieran que la mujer sea estúpida. Significa, sin embargo, que la mayoría de los hombres prefieren la belleza al cerebro, tal vez porque a la manera típica masculina, los hombres se adulan a sí mismos diciendo que no necesitan belleza en lo referente a su constitución física, y que tienen suficiente cerebro para no tener que buscarlo en sus esposas. En todo caso, ha sido la tragedia de muchas mujeres intelectuales.

Hubo un hombre en la vida de Voltairine que la quiso por la belleza de su espíritu y la calidad de su mente, y que siguió siendo una fuerza vital en su vida hasta su propio triste final. Este hombre era Dyer D. Lum, el camarada de Albert Parsons y su coeditor en The Alarm —el periódico anarquista publicado en Chicago antes de la muerte de Parsons—. Sabemos lo mucho que su amistad significó para Voltairine por su hermoso homenaje a Dyer D. Lum en su poema In Memoriam12, del que cito la última estrofa:

¡Oh, vida, te amo por el amor de él
Quien me mostró toda tu gloria y tu dolor!
«Hasta el Nirvana» —así cantan los tonos profundos—

Y allí —y allí—seremos—uno—de—nuevo.

Medida por la vara común, Voltairine de Cleyre era normal en sus sentimientos y reacciones. Afortunadamente, los grandes del mundo no pueden ser evaluados en números y escalas; su valor radica en el significado y el propósito que dan a la existencia, y Voltairine sin duda ha enriquecido la vida con significado y nos ha dado como propósito el sublime idealismo. Pero, como estudio de las complejidades humanas, ofrece un material rico. La mujer que se consagró al servicio de los sumergidos, realmente experimentó una agonía aguda ante la visión del sufrimiento, ya fuera de los niños o de los animales (estaba obsesionada por el amor a estos últimos y daba refugio y alimento a cada gato y perro callejeros, incluso hasta el punto de romper con una amiga, porque ella se oponía a que sus gatos invadieran todos los rincones de la casa), la mujer que amaba a su madre con devoción, manteniéndola a costa de sus propias necesidades, —esta compañera generosa, cuyo corazón se abría a todos los que sentían dolor o tristeza, estaba casi completa- mente carente de instinto materno—. Tal vez nunca tuvo la oportunidad de afirmarse en una atmósfera de libertad y armonía. Al único niño que trajo al mundo no lo había buscado. Voltairine estuvo enferma de muerte durante todo el embarazo, el nacimiento de su hijo casi le cuesta la vida. Su situación se agravó por la ruptura que se produjo en ese momento en su relación con el padre del niño. El sofocante ambiente puritano en el que vivían los dos no sirvió para mejorar las cosas. Todo ello dio lugar a que el pequeño cambiase frecuentemente de un lugar a otro, y que más tarde, incluso el padre lo usara como arma para obligarla a regresar con él. Posteriormente, privada de la oportunidad de ver a su hijo, ignorando incluso su paradero, poco a poco se alejó de él. Pasaron muchos años antes de que volviera a ver al muchacho y él tenía entonces diecisiete años. Sus esfuerzos para mejorar su educación tan descuidada fueron un fracaso. Eran extraños el uno para el otro. Es natural que, tal vez, su hijo se sintiera como la mayoría de los hombres en su vida; también se sintió abrumado por su intelecto, repelido por su modo austero de vivir. Siguió su camino. Hoy él es, probablemente, como la mayoría de los norteamericanos, banal y aburrido.

Sin embargo, Voltairine amaba a la juventud y la entendía como pocos adultos. En concreto, escribió a un joven amigo sordo, con quien era difícil conversar oralmente:

¿Por qué dices que te alejas cada vez más de los seres queridos? No creo que tu experiencia a este respecto se deba a tu sordera; sino a que la vida te inunda. Todas las criaturas jóvenes sienten que llega el momento en que una nueva oleada de vida los supera, los conduce hacia adelante, no saben dónde. Y pierden el asidero de la cuna de la vida, y el amor de los padres, y casi se ahogan en las fuerzas que les presionan. E incluso si oyen, se sienten confusos, inquietos, en busca de algo definitivo por venir.

Te parece que es tu sordera; pero mientras que eso es una cosa terrible, no debes pensar que resolverías el problema de la soledad si pudieras oír. Sé cómo debe luchar tu alma contra la inevitabilidad de tu privación; yo tampoco podría estar satisfecha y resignarme a lo «inevitable». Yo también luché cuando era inútil y no había esperanza. Pero la causa principal de la soledad es, como digo, la inundación de la vida, que con el tiempo encontrará su propia expresión.

Conocía bien «la inundación de la vida» y la tragedia de la vana búsqueda de una salida, pues en Voltairine había sido suprimida tanto tiempo que rara vez podía darle rienda suelta, salvo en sus escritos. Temía la «compañía» y las multitudes, aunque se sentía en casa en la tribuna; redujo la proximidad. Su reserva y su aislamiento, su incapacidad para romper el muro levantado durante años de silencio en el convento, y los años de enfermedad, se revelan en una carta al joven con el que se carteaba:

La mayor parte del tiempo rehúyo a las personas y evito hablar —especialmente hablar—. Con excepción de unos pocos —muy pocos—, odio sentarme en compañía de la gente. Ya ves que (por una serie de razones que no puedo explicar a nadie) he tenido que irme lejos de la casa y los amigos donde viví durante veinte años. Y no importa cuán buenas sean las otras personas para mí, nunca me siento en casa en ningún lugar. Me siento como una criatura perdida o errante que no tiene un sitio, y no encuentro ninguna razón para quedarme en casa. Y por eso no hablo mucho contigo ni con otros (excepto los dos o tres que conocí en el Este). Siempre estoy lejos. No puedo ayudar. Soy demasiado vieja para aprender el gusto por nuevos rincones. Incluso en casa nunca hablaba mucho, sólo con una o dos personas. Lo siento. No es que quiera ser hosca, pero no puedo soportar la compañía. ¿No has notado que nunca me gusta sentarme a la mesa cuando hay extraños? Y empeora con el tiempo. No te preocupes.

Sólo en raras ocasiones pudo Voltairine comunicarse libremente, ofrecer su alma rica a aquellos que la amaban y la entendían. Era una observadora aguda de la especie humana y sus caminos, detectando rápidamente la farsa y capaz de separar el trigo de la paja. Sus comentarios en esas ocasiones estaban llenos de penetración, mezclados con un humor tranquilo y vibrante. Solía contar una interesante anécdota sobre algunos detectives que habían venido a arrestarla. Fue en 1907, en Filadelfia, cuando los guardianes de la ley llegaron a su casa. Se sorprendieron mucho al descubrir que Voltairine no se parecía al tradicional anarquista de periódico. Parecían arrepentirse de arrestarla, pero eran «sus órdenes»; se disculparon. Hicieron una búsqueda en su apartamento, dispersando sus papeles y libros y, finalmente, descubriendo una copia de sus poemas revolucionarios titulada The Worm Turns13. Lo arrojaron con desprecio a un lado. «Demonios, sólo trata de gusanos», comentaron.

Fueron raros los momentos en que pudo superar su timidez y reserva, y sentirse realmente como en casa con unos cuantos amigos seleccionados. Normalmente, su natural disposición, agravada por el constante dolor físico, y el rugido ensordecedor en sus oídos, la hacían taciturna y extremadamente poco comunicativa. Era sombría, las pesadillas del mundo pesaban sobre ella. Vio la vida principalmente en grises y negros y así la pintó. Fue esto lo que impidió que se convirtiera en una de las más grandes escritoras de su tiempo.

Pero nadie que pueda apreciar la calidad literaria y la prosa musical negará la grandeza de Voltairine de Cleyre después de leer las historias y bocetos ya mencionados y los contenidos en la selección de sus obras14. En particular, su Chain Gang, describiendo los trabajos en las carreteras del sur de los esclavos negros condenados, es por su belleza de estilo, sentimiento y poder descriptivo, una joya literaria que tiene pocos iguales en la literatura inglesa. Sus ensayos son más contundentes, de ex- trema claridad de pensamiento y expresión original. E incluso sus poemas, aunque un poco anticuados en la forma, tienen un rango más alto que mucho de lo que ahora pasa por ser poesía.

Sin embargo, no creía en el «arte por el arte». Para ella el arte era el medio y el vehículo para expresar la vida en su flujo y reflujo, en todos sus aspectos duros para quienes trabajan y sufren, que sueñan con la libertad y dedicar sus vidas a lograrlo. Sin embargo, más importante que su arte era la propia vida de Voltairine, un heroísmo supremo movido e impulsado por su siempre presente Idea Dominante.

El profeta es un extraño en su propia tierra. El más extraño es el profeta norteamericano. Pregúntale a cualquiera sobre lo que sabe de los grandes hombres y mujeres de su país, las almas superiores que dan vida a la inspiración y la belleza, los maestros de nuevos valores. No podrá nombrarlos. ¿Cómo, entonces, podría conocer el maravilloso espíritu que nació en alguna oscura ciudad del estado de Michigan y que vivió en la pobreza toda su vida, pero que por pura fuerza de voluntad salió de una tumba viva, despejó su mente de la oscuridad de la superstición, volvió su rostro al sol, percibió un gran ideal y lo llevó con determinación a todos los rincones de su tierra natal? Todo el mundo se siente más cómodo cuando no hay nadie que perturbe su tristeza. Pero los pocos que también tienen almas doloridas, que anhelan la amplitud y la visión, necesitan conocer a Voltairine de Cleyre. Necesitan saber que el suelo norteamericano a veces produce plantas exquisitas. Tal conocimiento será alentador. Para ellos he escrito este bosquejo, para ellos resucitamos espiritualmente a Voltairine —por así decirlo—, cuyo cuerpo reside en Waldheim, como la poeta-rebelde, la artista amante de la libertad, la mujer anarquista más grande de Norteamérica. Pero más gráfico que cualquier descripción mía, son sus propias palabras en el capítulo final de The Ma king of an Anarchist, que expresan la verdadera personalidad de Voltairine de Cleyre:

Los buenos satíricos a menudo comentan que «la mejor manera de curar a un anarquista es darle una fortuna». Sustituyendo «cura» por «corrupto», yo me suscribiría a esto; y creyendo que no soy mejor que el resto de los mortales, espero sinceramente que mi trabajo siga como hasta ahora, y trabajar duro, y sin riqueza, para continuar hasta el fin; para mantener la integridad de mi alma, con todas las limitaciones de mis condiciones materiales, en lugar de convertirme en una creación menos espinosa y menos idealista de necesidades materiales. Mi recompensa es vivir con los jóvenes; sigo el paso a mis compañeros; moriré en el alambre con mi rostro hacia el Este —el Oriente y la Luz—.

1. Publicado de forma privada por The Oriole Press, Berkeley Heights, New Jersey, 1932. Extraído de The Anarchist Library, que lo recupe- ró desde sunsite.berkeley.edu. Traducido por Concetta, de Anar- quismo en PDF.

2 El último poema de Voltairine de Cleyre.

3 In Defense of Emma Goldman (1894).
The Dominant Idea (Mother Earth, 1910).

The Sorrows of the Body.

The Burial of my Past self (1885).

7 Natasha Notkin, emigrada rusa, activista, farmacéutica y amiga cercana de Voltairine, quien organizó, junto con otros, el grupo «Ami- gos de Voltairine de Cleyre» para ayudarle a pagar los gastos médi- cos. [N. de la T.].

Crime and Punishment (1903).

Nota : Como ya sabemos, Emma Goldman y Voltairine de Cleyre no solo coincidieron en vida sino que el destino les tenia preparado el encuentro para la eternidad puesto que Emma fue enterrada en Chicago, en el cementerio alemán, llamado Waldheim, en el cual también descansa Voltairine de Cleyre.

Enlaces de interés :

https://poetryalquimia.org/2024/09/02/emma-goldman

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